Opinión

Embrujo

Por Alejandro Mier


Antes de apagar la luz de su despacho, el Licenciado Rafael Buendía se acercó a su escritorio para leer una vez más la carta donde la empresa le anunciaba que el día de su ascenso por fin había llegado. No cabía de gusto. Acababa de recibir un jugoso bono semestral y le urgía salir corriendo a cambiar su auto. Al Mustang convertible quizá no le llegaría, pero por lo menos al de “quemacoco”, sí; nada más apropiado para sus recién cumplidos cuarenta años. Ya era momento de cambiar su camioneta “Lobo”. Ahora sí, su compadre no se volvería a burlar diciéndole que ni sus botas ni su “Lobo” lo harían verse más grande. ¡Ba! Ya quería gozar su cara de envidia cuando viera su Mustang.

Rafael se sentía en la cúspide de su carrera. Observó su reloj y se dio prisa para llegar a tiempo a su cita con Carolina, la bellísima directora de finanzas que se había convertido en su amante. Antes de salir, sonó el teléfono.

–Mónica te pedí que ya no me pasaras llamadas.

–Lo siento licenciado, pero es su esposa...

–Esta bien. Pásamela.

–¡Rebeca! Hola mi amor, ¿Cómo estas?

–Bien, nada más que los niños ya están desesperados por irse a la casa de Cuernavaca. ¿A qué hora vienes?

–Ay gordita. Estaba a punto de llamarte. No sabes el coraje que hice. El jefe me invitó a cenar y tu sabes que hoy no me puedo negar, no vaya a ser que se eche para atrás con eso del ascenso...

–No inventes Rafael. Ya tenemos todo listo. Hace una semana que lo planeamos.

–Sí mi amor, ya lo sé, pero ¿por qué no se adelantan y yo los alcanzo mañana tempranito?

–Ash, bueno, adiós.

Al colgar el auricular, a Rafael le pareció escuchar que Rebeca sollozaba mas no le dio importancia, después de todo, de un tiempo a la fecha, su mujer lloraba de todo. Se puso el saco y salió a toda prisa pues ya se le hacía tarde.

Carolina no tenía punto de comparación: inteligente, agradable, cuerpo irresistible y, por si fuera poco, ya lo estaba esperando en el hotel, enfriando una botella de champagne.

Rafael disfrutaba enormemente hacerle el amor pero, para él, no había nada más placentero y satisfactorio que mirarse en el espejo una vez que concluía el ritual.

Esta vez, Carolina quedó de espaldas, recostada en la cama, completamente desnuda. Rafael la miró de reojo pero ni sus tersas caderas, ni su pronunciada cintura, ni las incontables pecas de los hombros lograron imponerse al reflejo de su propia silueta. “Qué grande eres, fallo. Esta nena tan solo tiene 28 y mira nada más como la dejaste”, pensó mientras se abotonaba la camisa.

Llegó a casa todavía un tanto borracho por el exceso de éxito en una sola noche. El mundo era suyo, no cabía duda. Tomaba su tercer martini cuando escuchó pasos en las escaleras.

–Ah, eres tú, Camila. ¿Qué no te fuiste con la señora a Cuernavaca?

–No, señor, –contestó la sirvienta. –¿Se le ofrece algo?

En ese momento, Rafael notó cierta coquetería en la mirada de la muchacha. Vestía tan solo una larga y delgada blusa que dejaba ver la firmeza de sus dieciséis años. Su piel canela, estatura regular y ojos de gata, insistieron:

–Señor, ¿le puedo hacer una pregunta?

–Claro, dime lo que quieras, pero ven, acércate un poco porque estas muy lejos.

–Oiga... hoy tomó, ¿verdad?

–Bueno, sí, un poco, ¿por qué?

–Es que… ¿es cierto que cuando esta borracho, luego no se acuerda de nada?

Rafael haciéndose agua a la boca, contestó:

–Sí. No me acuerdo absolutamente de nada.

–Y ¿ahorita está borracho?

–Sí, pero no le vayas a decir a la señora.

Camila se aproximó un poco más a él y rozándole levemente el brazo, le preguntó:

–¿Puedo poner su disco de Juan Gabriel?

–¿Cuál?

–El que tiene las canciones viejitas, son las más románticas.

–Claro, ponlo si quiere, –le dijo dándose cuenta que para llegar al equipo modular, tendría que pasar muy cerca de él. Hasta el momento para Rafael era como un juego en el que imaginaba no llegar a nada más, pero era divertido saber que le parecía atractivo a una inocente niña.

–Con permiso, –susurró Camila poniéndose de pie. Ahora ya podía sentir sus rodillas junto a él y el corazón de ambos latía agitadamente. Camila se agachó para tomar el disco y Rafael pudo ver sus senos debajo de la blusa; el momento se tornó muy lento. Quería tocarla, acariciarla, hacerla suya, pero algo por dentro se lo impedía; sin embargo, Camila se acercó un poco más. Su cuello quedó a escasos centímetros de su rostro y Rafael, al olerla, no pudo más, la jaló violentamente y comenzó a besarla sin tregua, una y otra vez. La ropa la hizo jirones y se tiraron sobre la mesa arrojando todo lo que había a su paso. Rafael no dejaba de olfatearla y como perro en brama, jadeando, la montó hasta que físicamente fue imposible continuar. Después se quedó profundamente dormido y no volvió a saber nada del mundo hasta muy entrada la mañana del sábado.

–¡Pinche fallo! ¡Ora si te pasaste! –Le dijo Enrique, su compañero de trabajo, en cuanto lo vio el martes siguiente.

–No es para tanto...

–Reflexiona, maestro. ¡Cómo se ve que te entró tu segundo aire! Una cosa es tener una amante y otra muy diferente tirarte a tu sirvienta. Estás grueso. Es sólo una niña. ¿A quién quieres demostrarle lo macho que eres? Lo único que vas a ocasionar es perder hasta a tu familia.

–Ya bájale, Enrique. Te lo estoy platicando en buena onda, no para que me sermones. Además, Caro no es ninguna amante, es mi novia y yo la adoro.

–Ah que Rafaelito. Y lo de Camila, ¿cómo lo justificas?

–No sé que pasó, mano. Te juro que la olí y me puse como loco. Lo peor es que ahora no puedo dejar de pensar en ella y su aroma… ese olor tan suyo, ¡te juro que aún lo traigo aquí!

–¡Cálmate! Me cae que sí se te metió el diablo. Mejor me voy, no se me vaya a pegar.

–Pobre Enrique, –pensó Rafael–, ha de estar celoso porque a él no lo pelan las viejas.

Esa misma noche salió con Carolina y mientras le hacía el amor, no podía alejar de su mente el aroma de Camila a tal grado que sin darse cuenta, comenzó a decir su nombre: “Camila, Camila... no pares, ven... te deseo”.

Al escucharlo, Carolina lo arrojo a un lado y comenzó a vestirse.

–¿Quién es esa tal Camila, Rafael? Jamás te he dicho nada de tu esposa pero mira que tener otra mujer... ¡me has traicionado! ¡Jamás te atrevas a volver a buscarme! ¡Eres un idiota!

Rafael, aún recostado, observó como Carolina le azotaba la puerta y se molestó porque el ruido lo distrajo por un segundo de Camila, en verdad añoraba volverla a poseer.

Un par de semanas después, le entregaron su flamante Mustang. De inmediato se dirigió al centro nocturno a enseñárselo a sus amigos; aunque eran mucho más jóvenes que él, ellos si lo comprendían.

En la madrugada al llegar a casa, no había nadie, ni siquiera muebles. En el fondo, no le sorprendió, mucho menos cuando leyó la nota de su esposa Rebeca: “Lo sé todo. Carolina me contó de su romance, ¿cómo pudiste hacerme esto? No se te ocurra buscarme. Mi abogado te llevará la demanda de divorcio”.

Esa noche, Rafael siguió bebiendo hasta que el cansancio lo venció. Todavía entre sueños, seguía mencionando el nombre de Camila.

A la mañana siguiente, sintió que alguien lo movía.

–Papá... ¡Despierta! ¿Qué haces ahí tirado en el piso? ¡Mírate nada más!

–Hola Raquel, –le contestó a su hija–. Y tú, ¿qué haces aquí?

–Vine por esta ropa que dejé, –le respondió molesta.

–No te enojes conmigo, chaparrita.

–Ya papá que tengo prisa y hazte para allá que hueles a puro alcohol.

–¿Adónde vas?

–Los primos de Francis me van a festejar mi cumpleaños.

–Es cierto, es el jueves que viene, ¿verdad? Bueno, pórtate bien y no te desveles mucho, ¡eh!

–Ay papi, no te preocupes, apenas estoy por cumplir mis dieciséis años, ¿qué mal podría hacer una niña como yo? –Respondió inocentemente mientras salía de la casa.

Rafael agachó la cabeza y volteó a la ventana para ver nuevamente a su hija. Era un día raro. No tenía porque estar lloviendo a esa hora de la mañana y no supo si eran las lágrimas de sus ojos o las gotas de la lluvia rebotando contra el cristal lo que le impidieron ver cuando se marchaba.

 

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