Opinión

El asesinato de Charlie Kirk: libertad, odio y la urgente necesidad de humanidad

Por Claudia Viveros Lorenzo


El 10 de septiembre de 2025, Charlie Kirk, activista conservador y cabeza visible de Turning Point USA, fue asesinado frente a miles de personas mientras pronunciaba un discurso universitario en Utah. Un francotirador lo alcanzó en el cuello, al término de una pregunta sobre los tiroteos masivos. 

Este suceso, atroz por donde se le mire, trae a colación dos cuestiones cruciales: el derecho inalienable a la libertad de expresión, y la delgada línea que convierte esa libertad en discurso de odio. Además, nos obliga a preguntarnos si debemos tener empatía, incluso con quienes provocan —o han provocado—.

La libertad de expresión no es simplemente una norma legal; es el aire que respira la democracia. Permite que las ideas, las críticas al poder, las creencias, las convicciones políticas y las divergencias fluyan. Sin ella, cualquier sociedad termina por volverse autoritaria, silenciosa, uniforme. El poder, en cualquiera de sus formas, necesita del contraste, de la discusión, del disenso.

Kirk ejercía ese derecho. Como muchos en su espectro ideológico, promovía ideas polémicas, confrontacionales, que muchos repudiaban. Pero la libertad de expresión no exige que nos gusten las ideas que se expresan, sólo que se permitan. El asesinato de Kirk es una violación brutal de ese derecho: no sólo se usó la violencia para callar una voz, sino también para intimidar a quienes podrían pensar parecido o distinto.

Decir que la libertad de expresión es ilimitada es tan peligroso como creer que el censurador debe imponerse. Hay un punto en que una expresión deja de ser debate para transformarse en agresión verbal estructurada, en odio activo, en incitación. Ese punto no es siempre fácil de delimitar, pero existe.

El discurso de odio apela a identidades humanas: raza, religión, género, orientación, nacionalidad, etc., para menospreciar, para excluir, para responsabilizar injustamente de males sociales. Puede no disparar balas, pero hiere, margina, polariza. Puede no estar al nivel del asesinato físico, pero prepara el terreno moral, emocional, social para que se produzcan actos extremos.

En el caso de Kirk, algunos lo acusaban de generar odio —críticas legítimas si se sustentan en hechos— y otros lo defienden como paladín de la libertad de expresión. Lo cierto es que vivimos en tiempos donde las ideas que confrontan al otro son vistas con hostilidad, y donde la polarización lleva a que “el discurso” se trate casi como si fuera acción si proviene del lado “equivocado”.

 

Empatía no significa aprobar lo que alguien ha hecho o dicho, ni ignorar los daños que ciertas ideas provocan. Empatía significa reconocer al otro como ser humano, con vida, con fragilidades, con familia, con historia. Y hacerlo especialmente cuando sucede algo tan estremecedor como la muerte violenta.

Sí, debemos tener empatía por Charlie Kirk: por su familia, por sus dos hijos, por su esposa, por la audiencia atónita. Debemos reconocer su derecho a vivir, a expresarse, a disentir. Y también debemos tener empatía de otra índole: hacia quienes temen ser víctimas del discurso, hacia quienes han sufrido estigmatización, odio o agresión verbal. Porque sin ese reconocimiento humano, nos arriesgamos a responder al dolor con más fractura, a amplificar la violencia simbólica, verbal, emocional.

El asesinato de Charlie Kirk duele no solo porque se trata de una muerte individual, sino porque nos recuerda lo frágil que es el contrato social que sostiene la democracia: libertad de expresión, respeto a la vida, límites del odio, empatía entre quienes pensamos distinto.

Podemos condenar el asesinato, exigir justicia, sin renunciar a la libertad que permite la crítica y la confrontación de ideas. Podemos reconocer la indignación legítima de quienes se sienten agredidos por ciertos discursos, sin convertir toda crítica en acoso o demonización. Y sobre todo, podemos mantenernos humanos: en medio de la furia, el dolor, el miedo, recordarnos que cada ser tiene rostro, nombre, historia.

Si no cruzamos esa delgada línea del odio, si mantenemos la empatía como brújula, hacemos algo más que lamentar el asesinato: podemos impedir que otro acto igual, otro discurso que asesine en lo simbólico, prospere en el silencio. 

 

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