Arquímedes aseguraba que, si se le daba un punto de apoyo, movería el mundo. Y aunque la frase suele aparecer como una metáfora poderosa de la física clásica, en realidad encierra una verdad profunda para la vida cotidiana: nadie crece solo, nadie avanza en el vacío, nadie trasciende sin un eje que sostenga su movimiento. Ese punto de apoyo puede ser una persona, una causa, una creencia, un proyecto o incluso una convicción íntima sobre quiénes somos y hacia dónde vamos. Lo importante, más allá de lo evidente, es reconocer su existencia y alimentarlo para convertirlo en el motor real de nuestras metas.
Vivimos tiempos donde se promueve la narrativa del “self-made”, individuos que supuestamente se construyen desde cero, sin ayuda de nadie, como si la independencia absoluta fuera una virtud moderna y el éxito, una demostración de autosuficiencia. Esa historia resulta atractiva para las redes sociales, pero falsa ante cualquier análisis serio. Todo proceso de crecimiento personal, profesional o emocional está atravesado por vínculos, estructuras, oportunidades, aprendizajes heredados o compartidos. La autonomía no niega la necesidad de un punto de anclaje; al contrario, se fortalece a partir de él.
Si observamos a las grandes figuras de la historia—los líderes sociales, los empresarios que transformaron sectores, los activistas, los creadores artísticos, los científicos—veremos que cada uno tuvo un soporte esencial. A veces fue una familia que creyó cuando nadie más lo hacía; otras, una mentoría silenciosa; otras, un fracaso sembrado en tierra fértil, que se volvió cimiento; y otras, un sueño casi irracional, pero sostenido con disciplina. El punto de apoyo no siempre es visible, pero siempre es determinante.
En México y en el mundo, miles de jóvenes profesionales atraviesan una etapa donde el éxito parece medirse en likes y contactos, más que en raíces. Pero sin raíces no hay árbol que sobreviva al viento. Ese punto de apoyo es lo que permite crecer con coherencia, con dirección, sin que el entorno nos mueva al vaivén de expectativas ajenas. Lograr metas implica tener una brújula ética y emocional, un fundamento desde el cual lanzar esfuerzos, tomar decisiones y sostenernos cuando el camino se vuelve complicado.
Ese punto de apoyo puede tener formas distintas según la etapa de la vida. En la juventud suele ser la intuición; a media carrera, es la experiencia; en la madurez, la claridad. Pero en todos los casos, es un ancla que nos recuerda que hay razones detrás de cada paso y que el crecimiento personal no es un salto al vacío, sino un proceso donde lo más difícil no es llegar, sino sostenerse.
Cuando observo a los emprendedores que acompañan procesos de innovación social, o a los estudiantes que buscan su lugar en un mercado profesional competitivo, veo siempre dos actitudes: los que avanzan dispersos y los que
avanzan desde un punto firme. Los primeros acumulan experiencias, pero no dirección. Los segundos transforman cada experiencia en estructura. Es esa diferencia la que determina el impacto y la permanencia.
Una sociedad que desea progreso necesita promover puntos de apoyo colectivos, no solo individuales. Políticas públicas que reduzcan desigualdades, educación de calidad, espacios donde la creatividad pueda incubarse, redes de apoyo que sostengan el talento femenino, indígena, diverso. No hay crecimiento sostenible si solo unos cuantos tienen palanca y el resto debe construir la suya sin herramientas. El punto de apoyo, en esta dimensión, se convierte en justicia estructural.
En lo personal, sostener un punto de apoyo implica reconocer qué nos mueve. ¿Es el miedo al fracaso o el deseo de aportar? ¿Es la búsqueda de validación o la necesidad de ser coherentes con nuestras convicciones? El punto de apoyo no debe confundirse con apego o dependencia. No es refugio para evitar el riesgo, sino plataforma para convertirlo en impulso. En un mundo que exalta la inmediatez, tener un punto de apoyo nos recuerda que las cosas importantes requieren tiempo, constancia y sentido.
A lo largo de la vida he encontrado mi propio punto de apoyo en la palabra: escribir, investigar, conversar con la realidad, incomodar cuando es necesario. Esa certeza—que la palabra transforma—ha sido mi palanca. No se trata de escalar por ambición, sino de mover algo más grande que uno mismo: generar reflexión en el lector, animar discusiones que importan, construir una narrativa crítica.
Todos deberíamos preguntarnos cuál es nuestro punto de apoyo y cómo podemos fortalecerlo. ¿Qué nos sostiene? ¿Qué nos impulsa? ¿Qué nos da dirección cuando el ruido externo pretende dictar el rumbo? En ese simple ejercicio se pueden encontrar respuestas que redefinen el sentido de nuestras metas.
Porque el mundo sí puede moverse, aunque no sea con una fuerza descomunal, sino con una convicción sólida. Arquímedes tenía razón: el punto de apoyo existe. El reto contemporáneo es encontrarlo, sostenerlo y permitir que nos eleve.