Opinión

Política y decencia

Por Juan José Rodríguez Prats

El que quiera amar la vida y gozar de días felices, que refrene su lengua de hablar mal y sus labios de proferir engaños.


En alguna de las espléndidas novelas de Sándor Márai (obsequio de mi buen amigo Raudel Ávila), uno de los protagonistas, ante un reclamo sobre una mala conducta, responde: “Porque soy un político y porque es imposible hacer política con auténticos caballeros”.

Permítaseme relatar una experiencia personal. Fernando Gutiérrez Barrios, uno de los actores de nuestra vida pública más controvertido —y me atrevería a calificar de legendario—, del que mucho se ha dicho y escrito, se caracterizó en su trato como un hombre excepcionalmente cortés y educado. Su firmeza y prestancia eran fama pública. En su novela Morir en el golfo, Héctor Aguilar Camín pone en boca de un personaje (que por todas las referencias corresponde al veracruzano) una respuesta que lo define. Una mujer le recrimina que en México no había justicia, a lo que respondió (cito de memoria): “Señora, yo no sé lo que es eso, a mí me encargaron que cuide de la seguridad”. Ése fue el deber que asumió en su larga carrera y, ciertamente, debe haberse llevado una enciclopédica información de lo que el Estado mexicano ha hecho en esta vital área de la administración pública.

Tuve oportunidad de platicar con él cerca de media hora en su oficina, cuando era secretario de Gobernación, sobre don Adolfo Ruiz Cortines. Me escribió el prólogo de la primera edición de la biografía que escribí del expresidente. Al interrogarme sobre sus diversos dichos y anécdotas, me impresionó la esmerada atención con que me escuchaba. Fue interrumpida la conversación por una llamada telefónica. Después de atenderla, me dijo: “Se quedó usted en el relato sobre don Adolfo cuando aconsejaba que ningún gobernante debe confrontarse personalmente con nadie, continúe”. La verdad, me cautivó el detalle. Cuidaba las formas, era obsesivo en cuanto a la actitud que el político debe tener con su interlocutor. Por muchos testimonios, se confirma también su rigurosa convicción de siempre cumplir su palabra. Lo consideraba lo más esencial de la negociación política. De ninguna manera pretendo hacer un panegírico de don Fernando, con quien conviví en sus últimos días cuando coincidimos siendo senadores en el 2000. Escuché su último discurso el 2 de octubre de ese año sobre el movimiento de 1968. Falleció el 30 de ese mismo mes. No intento tampoco emitir juicios sobre su larga trayectoria. Simplemente relato mis vivencias en el afán de explicar, recurriendo a sus protagonistas, por qué un sistema político se prolongó casi un siglo en estabilidad y desarrollo en la historia de México. No sobajaba nunca, teniendo en cuenta que, como bien expresa el filósofo Avishai Margalit, “la humillación es un mal doloroso, mientras que el respeto es un bien”. Lo describo como un servidor público persistente en cuidar las formas para hacer eficientemente su trabajo, derivado del escaso trato que tuve con él y de los muchos testimonios escritos y hablados sobre su persona. Muchos simplemente lo calificaron como un caballero.

Los años me han ido despojando de prejuicios y también de la mala costumbre de emitir sentencias absolutorias o condenatorias de los seres humanos con los que he convivido en la tormentosa profesión política. Lo hago –y por eso me atrevo a escribir– para sacar lecciones que nos den luces en los difíciles momentos que vivimos.

Recientemente, Enrique Krauze escribió: “No hay uno solo de los valores que creíamos comunes que no esté ahora bajo asedio en América y España”. La afirmación, por desgracia, es cierta. Empezar por respetarnos, por cierta cortesía, por depurar nuestro lenguaje, por cuidar las formas, no nos vendría mal. Lo que viene a nivel global, nacional y regional es de pronóstico reservado, el horizonte es borrascoso. Rescatar el prestigio del político apreciando como esencial su reputación me parece de alta prioridad.