Naciones, instituciones y organismos internacionales padecen conflictos relacionados con el ámbito jurídico. La ONU está hecha añicos en toda su normatividad acuñada durante más de siete décadas. La Corte Suprema de Estados Unidos (de gran prestigio como institución respetable de un sólido Estado de derecho), desde la aberrante absolución de Donald Trump, en una decisión dividida, por su participación en los actos subversivos de la toma del Capitolio en enero de 2021, ha emitido resoluciones contradictorias que resquebrajan una larga tradición. La Comunidad Europea enfrenta enormes desafíos para preservar su unidad en torno a los principios concebidos en su origen. En América Latina ha emanado un concepto emblemático: lawfare, un anglicismo que procede de los vocablos law (derecho) y warfare (guerra), definido como “el uso indebido de instrumentos jurídicos para fines de persecución política, destrucción de imagen pública e inhabilitación de adversarios políticos”.
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Desde siempre se ha señalado la enorme responsabilidad y la delicada y difícil tarea de hacer leyes. Las comparaciones llegan a las más expresivas metáforas: “Los poetas son los legisladores no reconocidos del mundo” (Percy B. Shelley), hasta exigirles cualidades sobrehumanas para diseñar la conducta de los hombres.
Es una tarea que demanda la concurrencia de varias disciplinas: lógica, filosofía y sociología jurídicas, derecho comparado, técnica legislativa, ordenamientos parlamentarios y economía para precisar costos y beneficios. Nuestros actuales funcionarios, a quienes, de acuerdo con nuestra Carta Magna, se les concede esta atribución, literalmente desechan todos esos insoslayables estudios.
El casi centenario propósito enunciado por Plutarco Elías Calles de constituir un país de leyes e instituciones pasa a ser una tumba más del cementerio de nuestros más acariciados ideales.
Señalo a los culpables más relevantes.
Sí tienen algo en común Benito Juárez y López Obrador. Los dos vinieron de abajo para, con gran denuedo, llegar a la cúspide del poder. El primero asumió el deber de defender la República, mientras el tabasqueño, para nuestra desgracia, tuvo una motivación sobre cualquier otra: no tener limitación alguna para hacer su voluntad y perpetuarse en esa posición.
El próximo presidente de la Suprema Corte (si no sucede algún evento salvador) declara con soberbia y desfachatez que a él lo “eligió el pueblo de México”. Una persona que dice una mentira de ese tamaño se autodescarta para asumir la compleja obligación de hacer justicia.
La presidenta Claudia Sheinbaum declaró: “Resulta que el PAN y el PRI, primero, se negaron a participar (…) pues, ¿cómo esperan que haya más candidatos que estén identificados con otra posición política? (…) la gran mayoría del pueblo de México apoya a la Cuarta Transformación”.
El asunto, como es ostentosamente evidente, es que ese apoyo no se hizo por convicción ni con una participación legitimadora, sino a través del “acordeón” y la complicidad de los órganos electorales. Se violó el artículo 96 constitucional, que expresa: “Los partidos políticos y las personas servidoras públicas no podrán realizar actos de proselitismo ni posicionarse a favor o en contra de candidatura alguna”.
La investidura presidencial está rasgada. Una incongruencia más puede ser letal.
Ya he señalado en este espacio las nefastas consecuencias que acarrearía la necedad de seguir impulsando tantos cambios. México ha tenido buenos juristas y ya hay una buena aportación de muchos de ellos para corregir el rumbo. Diego Valadés, el más destacado a mi juicio, aporta una idea que encaja perfectamente para concluir: “El gobierno del pueblo, basado en elecciones libres, exige el gobierno con el pueblo, a través de los controles que permitan constatar que el poder se ejerza para el pueblo”.
La hazaña es sencilla: hay un ser y un deber ser. Se trata de que no estén distantes uno del otro.