Opinión

Estoicismo jurídico (2)

Por Juan José Rodríguez Prats

La descomposición de México, como suele suceder en todas las crisis, es más profunda de lo que se percibe


Ninguna filosofía niega las virtudes. Ninguna justifica la mentira. Las más relevantes cualidades humanas y la persistente demanda de cumplir los deberes son el núcleo del estoicismo. Sostiene verdades a priori; esto es inherente a nuestra condición racional.

La descomposición de México, como suele suceder en todas las crisis, es más profunda de lo que se percibe. Recomponerlo exige un gran empeño colectivo. Es una tarea eminentemente política. Diógenes de Sinope decía: “El sabio no necesita reglas para actuar y se comporta según su criterio. Las reglas son para la multitud y para los mediocres y no para los excelentes”.

Excelentes deben ser quienes se encargan de los asuntos públicos. La democracia es el sistema de las virtudes. Dos son fundamentales: respeto a uno mismo (pudor) y respeto a los demás (tolerancia). Sin ellas no puede haber convivencia armónica y se genera el mayor padecimiento social, la polarización, la imposibilidad del acuerdo. Es menester combatir el estallamiento de la antipolítica.

Las leyes deben circunscribirse a lo que, revestido de coacción, los seres humanos deben acatar. Es un espacio irreductible. En otras palabras, el derecho siempre es ética, pero la ética no siempre es derecho. No intentemos meter toda la vida social en las reglas. Eso sería contrario al más elemental humanismo que es la confianza en nuestra potencialidad para conducirnos razonablemente. No por hacer muchas leyes ni por reformarlas frecuentemente se logra su mayor observancia. Al contrario, pierden respetabilidad.

Los estoicos Séneca y Marco Aurelio dan consejos sencillos de comportamiento. Insisten en el autocontrol, la empatía y la actitud permanente de estar alerta a nuestras fallas para corregirlas. Cotejar conductas y principios, intenciones y resultados. Valores y vida digna es el primer deber. Ésas también son aplicables al derecho estoico, a la política estoica, en la elaboración de iniciativas, de planes, de todas las acciones en los tres órdenes de gobierno.

Si estas ideas orientaran nuestra política legislativa, se podría plantear una reforma estructural de todo nuestro sistema. Desde la Revolución Mexicana se concibió un derecho social laboral y agrario que fue un rotundo fracaso. Se sustentaba en la protección de una clase que se percibía débil y explotada, por lo tanto, merecedora de ciertas ventajas. En realidad, la distorsión fue desastrosa, teniendo como consecuencia la corrupción, la simulación y el desorden. Lentamente se ha venido corrigiendo, pero el daño fue grave. Si estos mismos ejercicios los hacemos con lo electoral y administrativo, obtendríamos un derecho más vigoroso y confiable.

Estoy convencido de que la larga y demandada filosofía ha provocado más confusión para concebir ordenamientos legales justos. Los grandes postulados a veces son tautológicos, redundantes, obvios.

El sistema legal estadunidense, hasta hace algunos lustros ejemplo de sabiduría pragmática, se está resquebrajando por los nunca ausentes gobernantes pendencieros y deshonestos. En 1776, acuñó un postulado que fue la génesis de su asombroso desarrollo: “Hay verdades evidentes por sí mismas”. En su raigambre está el estoicismo.

El derecho es sentido común. No me parece tan complicado transferirlo a prescripciones claras, accesibles y de viable aplicación. El estoicismo concilia dos concepciones en pugna: la economía de mercado y el Estado de bienestar. Sostiene la globalización. Marco Aurelio expresó: “Soy ciudadano del mundo”.

Hay una alarmante expansión de la ilegalidad. Las causas son obvias: malas leyes en su concepción y deficiencia en los aparatos gubernamentales para su aplicación. Desde luego, una endeble cultura que se refleja en un desdén de la ciudadanía para asumir obligaciones. En estas tareas, el estoicismo recupera su vigencia.