Opinión

Cuestión de negocios

Por Alejandro Mier


Andares

 

Esa fría mañana, el termómetro señalaba -13º C. Frank encendió el televisor y antes de levantarse de la cama, echó un vistazo a la hermosa compañera que entibiaba su cama; su sublime busto lo invitó a acariciarla y volver a hacerle el amor, sin embargo los negocios le parecieron algo más excitante. Se asomó por la ventana y observó como las ráfagas de nieve caían sobre el tapete de bienvenida del Hotel Hampton; en la acera de enfrente, la gente caminaba apresurada dejando apenas asomar los ojos de entre las gruesas prendas de vestir. Algunos, a pesar de la hora, entraban al restaurante “Chipotle” donde Frank juró no volver a comer esos extraños tacos gigantes repletos de arroz, frijoles y “carnitas”, como decían los mexicanos.

Durante el día, atendió un par de temas sin importancia, caminó por Times Square y justo a las siete de la noche, se internó en Broadway hasta ocupar su butaca en primera fila del Teatro Ambassador. Era la sexta vez que disfrutaba de la obra Chicago y en cada ocasión encontraba millones de nuevos detalles en la interpretación de la inigualable Bianca Marroquín, la mexicana que había llegado para conquistar Broadway y su tenacidad, belleza y gracia, la había llevado a ganar el premio como primera actriz de todas las obras que se presentaban en el distrito.

Ya para finalizar su perfecto día, decidió tomar un par de Dry Martinis en la barra de un bar aledaño donde unas simpáticas damas, ya entradas en años, acompañaban al grupo de jazz con una melancólica interpretación de “Blue Moon”.

Al día siguiente, al cruzar Park Avenue, Frank sacudió el polvo que le cayó a su elegante blazer. Después abordó el elevador que lo condujo directo a su oficina, en el piso 27 de la Torre Cristal.

Se sentó en su sillón y mientras que eliminaba con su pañuelo de seda una mancha del escritorio de cristal, apenas perceptible para su adiestrada vista, apretó el altavoz del conmutador y una voz femenina le respondió:

-A sus órdenes Mr. Frank.

-¿Cristy?

-No señor. Soy Susan, su nueva asistente.

-¡Ah! Discúlpeme. Bueno, ya estoy en mi despacho, ¿algún mensaje?

-Sí, Mr. Frank, lo espera en el recibidor el señor Thomas Lancaster. Se presentó como el escritor de la película que está produciendo y dice que usted lo citó. Tiene más de una hora que lo espera.

-Así es. Hazlo pasar.

Frank abrió una compuerta del librero de caoba que vestía de lado a lado una pared de su oficina y retirando el cuadro donde él y su esposa figuraban en la última entrega de los premios “Oscar”, tomó una caja de habanos H. Upmman Mágnum 50 y con un cuidado quirúrgico cortó uno.

Al entrar Tom a la oficina, se acercó a su viejo amigo y le ofreció fuego de su encendedor “Zipo”.

-¡Jamás! Querido Tom. Sería un desperdicio prender uno de estos puros con un encendedor de gasolina, perdería su bouquet.

Frank destapó una licorera y le ofreció un trago:

-¿Cognac?

-Gracias Frank pero nunca bebo antes de mediodía.

-Tienes razón, -respondió cerrando la botella, -es muy temprano para beber.

-Amigo, -continuó Frank, -necesito pedirte un gran favor, es acerca de “Fuera de borda” nuestra película, ¿sabes?

-¿Qué hay con ella?

Frank encendió su habano. Siempre que trataba un tema importante no miraba a su interlocutor sino que se aproximaba a la ventana para observar Manhattan en todo su esplendor, ahí se sentía un dios, dominando la Gran Manzana… y mirando a un extremo pensó una a una las palabras que continuaron:

-Quiero que hagas otro final de la película…

-¡Qué! -Dijo Tom sobresaltado.

-Escúchame, escúchame, por favor. Mira, tú sabes, Kim ha lucido mucho en el rodaje y creo que debemos sacar el máximo provecho a su imagen dejando que su personaje llegue hasta el final del film.

-Pero Frank, precisamente esta semana rodamos la parte en donde el asesino acaba con ella… la película está prácticamente concluida.

-Lo sé, lo sé. Pero te pido que confíes en el instinto comercial de este viejo. Kim es muy bella y es exactamente lo que el público quiere ver.

Tom quiso preguntarle si ella se lo había pedido. No era un secreto para nadie que la jovencita era su nueva amante, pero sabía que hacer un comentario de tal naturaleza al “Pezzonavante” cinematográfico, sería toda una ofensa.

Ni siquiera alguien tan poderoso como el mismo Frank podría convertir en éxito lo que ya se veía venir como un nuevo fracaso.

-Frank, -con todo respeto, -es cierto que Kim es una lindura pero aún cambiando el final, no creo que tenga ninguna oportunidad, por lo menos esta vez, de obtener el “Oscar”.

Frank, hizo una mueca de desaprobación y respondió:

-Hazlo por mi, Tom, déjalo en mis manos que el viejo Frank se encargará de la academia, ¿ok? ¿Crees que hoy podrías tenerme algo?

-Hoy no, -contestó resignado, -pero te prometo que mañana por la noche escribiré el nuevo guión.

En cuanto Tom abandonó el despacho, Frank se sirvió una tajada doble de cognac para recuperar el tiempo perdido. Se acomodó en el sillón de la sala y estaba a punto de darle el primer sorbo a su vaso, cuando el alta voz lo interrumpió:

-¡Mr. Frank, lo siento! -Dijo Susan muy angustiada, -se dirige a su despacho la señorita Kim. Le dije que tenía que anunciarla pero ella hizo caso omiso y simplemente se siguió.

A Frank le divertía que Kim hiciera esas pequeñas travesuras porque ambos sabían que en todo Nueva York, era la única persona que se atrevía a hacer tal cosa.

Kim abrió la puerta sin tocarla y como si nada hubiera ocurrido se aproximó a Frank.

-Cariño, cariño, vine muy rápido porque estoy a punto de filmar la escena del barco y no quise hacerlo sin que “mi papi” vea mi vestido, ¿qué te parece?

-Luces maravillosa. Eres todo un encanto, -dijo Frank mientras la revisaba palmo a palmo, tal y como lo hiciera aquel glorioso día cuando la descubrió caminando por Fifth Avenue con esa mini falda escocesa a cuadros, abrigo negro y el sombrero bajo el cual su cabello caía a la espalda, brillando, cual crin de caballo. Aunque era muy delgada, casi flaca para su gusto, le fascinaba su porte: alta, distinguida y con ese irresistible toque latino.

Kim colocó una pierna sobre el fino sillón y con sumo cuidado le retiró de una mano el cognac y de la otra, el puro.

-¿Sabes, papi? Aún tengo un poquito de tiempo… Tras estas palabras Kim se hincó ante él. Sus largos y delicados dedos, en un par de rápidos movimientos, liberaron el pantalón de Frank; a continuación, entre besos y palabras tiernas dirigidas a su miembro, lo dejó perplejo.  Kim siguió el ritmo que Frank le marcaba halando impetuoso su cabello hacía adelante y hacía atrás, mientras gemía intensamente haciendo un esfuerzo sobre humano por no gritar a todo pulmón. Esa era Kim, maestra del éxtasis.

A los 55 años de Frank, no sabía a ciencia cierta si le gustaba más observarla o tenerla. A ninguno de los dos les importaba hablar de intimidades o incluso, de la bulimia que padecía Kim; ambos coincidían en que ese, era problema de ella. Frank, sólo quería poseer a la nueva estrella. Poseerla en toda la extensión de la palabra: que lo necesitara, presumirla en eventos del medio, con sus amigos, en los restaurantes de moda.

Al concluir lo que Frank calificaba con “el más impecable masaje bucal de pene”, máxima cualidad de la actriz, Kim tomó su copa y se la volvió a acomodar en la mano; lo mismo hizo con su habano. Después, sin dejar de mirarlo, muy sutilmente terminó de bajar la fina braga hasta pasarla por debajo de sus piernas.

-Ten Frank, es un regalito, -le dijo al oído dejando la perfumada prenda a su lado.

Frank observó extasiado como se contoneaba hasta perderse detrás de la puerta. No hacía falta que nadie dijera a que venían tantas delicadezas, en su mundo, en su lenguaje, los dos lo sabían.

Quizá este año, -pensó Kim al salir -no gane una estatuilla dorada por “Fuera de borda”, pero vaya que la excelsa actuación que acabo de tener vale más que mil Óscares juntos, ¡jajaja!

Para ese momento, Frank sostenía la prenda íntima posándola cerca de su nariz mientras escaseaba un nuevo cognac desde su trono, la ventana que dominaba su mundo, que tras los encantos de Kim, invariablemente lucía mucho más prometedora, sublime, majestuosa.

 

La noche del día siguiente, Tom se sentó frente a su computadora para redactar el “script” del nuevo final que le pidiera Frank. Por supuesto que no estaba de acuerdo, pero el asunto no tenía remedio. Estaba consciente de que detrás de la puerta de Frank había cientos de jóvenes escritores muy talentosos y que aunque no contaban con su nombre y reconocimiento, eso Frank lo podía resolver de la noche a la mañana, con una pequeña campaña publicitaria. Era su especialidad, crear y destruir estrellas.

Tom comenzó a repiquetear con gran fuerza el teclado. Lo hacía con furia y gozaba de ello, al grado de que uno de sus placeres privados era el momento en que las teclas ya no resistían y brincaban frente a él. Cuando eso pasaba, Tom sonreía complacido y arrojaba el aparato a una pila de teclados que descansaban en la esquina de su biblioteca y simplemente tomaba uno de tantos repuestos.

Tom tenía varios años que vivía solo en su apartamento. Ninguna mujer, ni siquiera la mamá de sus hijos, le habían aguantado que durante el día no hiciera caso de nada y se la pasara divagando con las historias que sólo él soportaba en su cabeza, y que por las noches, se encerrara hasta el amanecer golpeando su aparato.

Pero a él no le mortificaba; era feliz entre el polvo de sus libros, los ceniceros hasta el tope de colillas, sin nadie que lo regañara, y bailando, mal comiendo, llorando y embriagándose de tanta soledad.

Le dieron las dos de la mañana y estaba punto de dar los últimos manotazos cuando su más grande tesoro, la mano derecha, fue perforada con un picahielo que como castigo maléfico, la dejó inamovible, clavada contra el teclado y su escritorio de madera.

Acto seguido, siguiendo el más puro estilo de los “Tattaglia” cuando asesinan a Luca Brasi en “El Padrino”, unas manos protegidas con guantes de piel para no cortarse, le dieron vueltas sobre su cuello a una fina cuerda de seda, asfixiándolo en breves instantes.

El hombre colocó la cabeza de Tom a un lado para evitar que lastimara el scrip del nuevo final de “Fuera de borda” y antes de escabullirse por las escaleras metálicas de servicio del viejo edificio, marcó un número:

-Jefe… el paquete fue entregado. Todo en orden.

-Muy bien, -dijo Frank colgando el teléfono.

-Tenías razón, Tom -susurró para si mismo, -Quizá Kim y “Fuera de borda” no ganarían ningún premio y menos con la pésima racha que traíamos en los últimos tres films, pero ¿qué opinas ahora que tenemos un nuevo final y la misteriosa muerte del escritor?

Cuestión de negocios, amigo mío. ¿Acaso no te dije que lo dejaras todo en mis manos?

 

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