Opinión

Sicario

Por Alejandro Mier


De estatura media, recio de expresión, nunca reía. De hecho, a su corta edad no había hallado ningún motivo para hacerlo.

Los niños del barrio jugaban fútbol cuando Enrique vio que se aproximaba.

–Miren –dijo cauteloso–, ahí viene el Búfalo, ¿qué tal si aviento el balón para allá y todos huimos de aquí?

–¡Sale! –respondieron nerviosos el resto de los chicos y en segundos se esfumaron.

Leopoldo lo notó y más que causarle angustia, sintió un extraño placer arremolinarse justo al centro de su estómago. Ya desde tan pequeño la gente le temía; y no era por el prominente tórax y los anchos brazos que de manera natural tenía, sino por lo arrojado y peleonero. 

Su mamá después de ir al mercado, aprovechó el vuelto de monedas que le quedó y de camino a casa pasó a visitar a Madame Rosas; al concluir de leerle las cartas, Madame Rosas acompañó a doña Mariana a la puerta, pero al ver al moreno niño de espesas cejas negras que se fundían al centro de la nariz, espantada arrojó las monedas al aire y le gritó que se largara y no volviera nunca ¡llévese a esa criatura de aquí! Al Búfalo le dieron ganas de arremeter contra la médium pero doña Mariana lo empujó a la calle.

–Pero, ¿qué pasó? ¿Qué vio usted, Madame Rosas? –cuestionó su asistente.

–¡Esa criatura está marcada! ¡Es un asesino!

–¿Cómo puede ser? Si apenas es un niño…

No me comprendes… en la línea de expresión que tiene en la frente, sobre la ceja, pude leer con claridad su futuro… ¡Es un monstruo!

Durante ese otoño, por los constantes pleitos en los que se ve inmiscuido, doña Mariana tiene que mudar a Leopoldo de escuela. Pero eso, por supuesto, no basta ni cambia nada.

En sus primeros días de quinto de primaria reta a golpes a Julián, el niño que tiene fama de ser el terror de la escuela.

–Pero, ¿yo qué te he hecho? ni siquiera te había visto en la escuela –dice Julián, pero para ese momento el Búfalo ya esta encima de él recetándole tremenda tunda.

Si de por sí el Búfalo no tiene amigos, ahora menos. Todos los niños le temen. Así es que dos días después del pleito, al salir de la escuela, su olfato animal le dice que algo anda mal. En efecto, detrás del carrito de los chicharrones, vestidos de uniforme de secundaria, lo esperan el hermano y el primo de Julián.

El Búfalo, sin dirigirles la mirada, camina lentamente hasta situarse en un montículo de tierra. De reojo observa que el más grande se acerca a él; debe sacarle de estatura por lo menos la cabeza completa y a Leopoldo le da asco ver su cara repleta de granos. Bueno, pronto ese será su menor problema.

Se agacha, deja a un lado la mochila y hace como si estuviera anudándose las agujetas, pero en realidad captura un puñado de arena.

El hermano de Julián intenta sorprenderlo por la espalda, pero cae en la treta. Sus ojos están atascados de tierra y por más que se cubre, la ráfaga de macanazos no para. Leopoldo no lo dejará hasta verlo inerte. Esa es la clave que encontró desde hace tiempo: si pegas uno, síguete hasta que tu enemigo no se reconozca ni a él mismo.

Al regresarse caminando por la calle, el primo rápidamente se hace a un lado y el Búfalo se complace al descubrir que no le teme a nada ni a nadie.

 

Algunos años después, solitario como siempre, Leopoldo entra por primera vez al billar del barrio.

–Oye, tú –ordena al gordo que despacha–, dame una cerveza “Victoria”. 

El gordo lo observa con desprecio y responde:

–Chamaco mojón, ¿por qué no te largas a la tienda de la esquina a tomar una “Chaparrita”? Este no es lugar para escuincles.

El Búfalo se incorpora del banco, saca la cartera y le arroja su credencial de elector en la barra.

–Te estoy diciendo que me sirvas una Victoria.

Al observar la identificación, el gordo mejor se da la vuelta y le atiende su bebida.

Cerca de la media noche, los tipos de una mesa, por simple diversión, comenzaron a burlarse de él. Sin decir una sola palabra, con toda calma, Leopoldo tomó su botella de Victoria y salió a esperarlos al callejón contiguo.

–Ahora si vas a saber por qué me apodan el Diablo, –escupe al pandillero.

La contienda empieza a puño limpio, pero en cuanto el contrincante del Búfalo se ve en desventaja, saca un puñal y en el primer zarpazo le hiere el antebrazo. El Búfalo alcanza su botella, la rompe contra el piso y ataca a su rival encajándole varias veces la filosa boquilla de la cerveza.

Una patrulla tiene rato mirando la pelea hasta que, Escobar, el jefe, ordena que detengan al Búfalo. Hace falta tres hombres para contenerlo y poder meterlo en la jaula de la patrulla.

Escobar sube al auto y le dice:

–Ya te cargó la tiznada, chaparro. Mataste al Diablo… aunque te diré que no es una gran pérdida, es tan solo un pandillerito y nadie va a preguntar por él… Pero, ¿qué hay de ti? ¿Alguien te va a extrañar ahora que te refunda en la cárcel?

Escobar sonrió mostrándole unos asquerosos dientes infectados de tabaco y residuos de comida de días y continuó.

–¿Qué crees, chaparrito? te vi rompiéndotela y no lo haces nada mal, ¿eh?, tienes agallas…

El Búfalo lo observó con esa mirada gélida que no comunicaba absolutamente nada.

–¡Puta madre! –arremetió Escobar pensando que “el chaparrito” nunca había escuchado la palabra “agallas” –. ¡Es lo malo de estos pinches gandallitas, ni la primaria terminan!

Sin embargo, lo único que ocasionó fueron las risas disimuladas de sus compañeros ya que ése era exactamente el caso de Escobar, había desertado en segundo.

–¡Huevos, pa´ que me entiendas! –gritó en su rostro–, y estoy pensando que podría salvarte el pellejo, ¿cómo la ves?

Por primera vez, el Búfalo le dirigió la palabra.

–Estoy dispuesto.

–¡Eso! ¡Así me gusta pinche chaparrito! Todavía ni te digo de que se trata y tu ya le entraste; muy bien cabrón, muy bien.

–Vamos a ser socios –y dándole una foto, continuó–, el imbécil de la camisa negra, le apodan el Lucas… me la debe. Hazte cargo de él, y tú y yo quedamos a mano.

–¿Dónde lo hallo?

–En la Buenos Aires…

Una semana más tarde, después de estudiar cada paso del Lucas, el Búfalo lo esperó hasta altas horas de la madrugada. Sabía que en cualquier momento saldría de casa de su novia para tomar la ruta de costumbre.

Así sucedió y para el Búfalo fue muy sencillo tenderle una emboscada en una solitaria calle. En breves instantes acabó con él y a pesar de no haber hecho el menor ruido y suponiendo que nadie había presenciado el homicidio, al intentar huir, un uniformado lo sorprendió, y apuntándole con un arma, le dijo:

–Escobar te manda sus saludos y te agradece la chambita, sólo que no le gustan los testigos así que, ni modo, chaparrito, ¡ya te chingaste!

El uniformado ni siquiera pudo terminar su absurdo discurso porque el Búfalo detonó la pistola que llevaba debajo de la chamarra.

De inmediato, se dirigió a su último destino.

Trepar por las escaleras de servicio y forzar la puerta del departamento de Escobar, no fue ningún problema. Sin hacer el menor ruido llegó hasta la habitación. Ahí estaba él. Roncaba copiosamente. La botella de brandy Presidente de su buró, seguro era la causa de ello. 

Después de escuchar el “click” del cargador, Escobar abrió los ojos para descubrir que el cañón de la pistola del Búfalo descansaba justo entre ceja y ceja.

–¡Tranquilo! ¡Tranquilo! Mira, aquí en el cajón está el dinero que me pagaron por mandar a matar al Lucas… Quédate con él, ¡es tuyo, pero no me hagas nada! ¡Por piedad!

¡Pum! sonó el estallido y Leopoldo se hizo para atrás molesto por ser la tercera vez de la noche que se salpicaba de sangre… y esta vez hasta de cachos de cráneo.

El fajo de billetes y las últimas palabras de Escobar, acababan de darle un vuelco a su vida. Una nueva posibilidad nunca antes vista se presentaba ante él.

Al caminar por las fauces de la oscura noche, se sintió poderoso. Era lo suyo. Su suerte estaba echada. El Búfalo acababa de nacer por segunda vez. Se había convertido oficialmente en un sicario.

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