Opinión

Amor de Madre

Por Alejandro Mier


Lorenzo dormía plácidamente su siesta de la tarde y le molestó que los quejidos de su esposa lo despertaran. “Ay mis hijos, ay mis hijos” decía con un tono muy triste que se entrecortaba con el llanto.

–¡Carajo! –dijo Lorenzo–, apenas tengo 30 minutos para descansar y mira nada más con qué me sales; tú y tus lloriqueos me tienen hasta el copete… ¡Qué les pasa a tus hijos que tanto te quejas! ¿Qué no ves que ellos están perfectamente?

Lorenzo sabía que Estela ni siquiera lo escuchaba y aunque así fuera, le había repetido tantas veces lo mismo, que ya hasta él se aburría.

Se sentó en la orilla de la cama, se ajustó las correas de los zapatos y decidido, se marchó de casa, sólo que en lugar de volver al trabajo prefirió refugiarse en un bar al que acudía con frecuencia.

A diferencia de otras ocasiones en las que se apostaba en la barra para conversar con el cantinero buscando distracción, esta vez se sentó en la mesa de un rincón.

–Señor Lorenzo, ¿qué hace por aquí tan temprano? –preguntó el mesero.

–Ya ves Luis, me tomé la tarde, tengo algunos asuntos que meditar, tú sabes… Oye, ¿me servirías un tequila?, doble de una vez para no estarte molestando.

Luis entendió el mensaje, así que se retiró para atenderlo rápidamente.

“No puede ser”, pensó Lorenzo mientras ocultaba el rostro entre sus manos, “ya no aguanto más. Dieciocho años escuchando la misma cantaleta. Está decidido, he intentado todo, voy a pedirle el divorcio”.

Toda la tarde se repitió las mismas palabras hasta que la voz de Fabián lo sacó de sus cavilaciones.

–¡Hola, Lorenzo! Ya no te vi en la tarde; ahora sí te adelantaste…

–Sí Fabián, no regresé a trabajar. Estoy cansado y tengo algunos problemas que resolver.

–¿Qué pasa amigo? Seguro es otra vez lo de Estela.

–Así es. Ya no la soporto, mano. Sigue con la angustia esa de “mis hijos, mis hijos” –dijo imitándola–, y tú que nos conoces sabes bien que ni a ella ni a los niños les falta nada.

–Sí caray, jamás me lo he explicado, pero ¿qué te ha dicho el psicólogo?

–¡Tengo toda la vida yendo de psicólogo en psicólogo, desde el primer año de casados! Te has de acordar, Estela era una mujer súper alegre, se la pasaba riendo y no se perdía un solo baile.

–Claro, era las más popular del grupo, siempre rodeada de amigas.

–¿Verdad? Pues yo no sé qué le pasó. El primer doctor al que fuimos, me recomendó embarazarla asegurándome que en cuanto tuviera en sus brazos a su hijo, los llantos iban a desaparecer. Y ya ves, nació Rodolfo, tres años más tarde Diana, y nada. Vamos a cumplir casi veinte años de casados y sigue igual. Es el cuento de nunca acabar y, ¿sabes qué? Ya estuvo bueno, ¡me voy a separar antes de que me vuelva loco a mí también!

–Tranquilo, Lorenzo.

–No, no, ya no soporto más, ¿tú sabes lo que es que tu mujer se levante a media noche gritando, llorando por sus hijos? ¡Y resulta que los hijos están tan tranquilos dormidos en la habitación contigua! No, esto ya no puede seguir así.

–Híjole, si quieres tírame de a loco, pero si ya estás decidido a dejarla, creo que antes debes darle una oportunidad, probando…

–¿Qué? ¿Qué más me puede faltar?

–Escúchame. ¿Te acuerdas de la suegra de la señora Mary, la amiga de Graciela?

–Sí, más o menos, ¿por qué?

–Verás. Ella junto con un grupo de amigos que conozco bien y me parecen gentes decentes y serias, creo que pueden ayudar a Estela. Mira, yo sé que no es el camino más ortodoxo, mas a pesar de ello, esta gente hace sesiones espiritistas y son muy buenos. Es más, también sé de casos en que han hecho operaciones, así, sin bisturí, tan sólo a través del poder de la mente.

–¿En serio?

-Sí, Lorenzo. No digo que el caso de Estela sea tan grave, pero deberías hacer la prueba. ¿Qué puedes perder?

–No sé –titubeó Lorenzo pidiendo otro trago–, okay, lo voy a hacer. Estela lo merece.

El viernes siguiente por la noche, Estela y Lorenzo acudieron a casa de la señora Mary. Ahí ya los esperaba con sus compañeros. Todos, como bien había opinado Fabián, parecían gente honesta y amigable.

Tras un par de tazas de té y una plática trivial, la señora Mary comenzó a interrogar a Estela.

–Estelita, ¿por qué no le platicas a nuestros amigos acerca de tu problema? Mientras mejor te entendamos, más podremos ayudarte.

Una joven aprovechó el silencio para prender cuatro velas y apagar las luces del pequeño salón.

–Lorenzo y yo –dijo tomándole la mano–, pronto cumpliremos veinte años de casados, veinte años en los que sin saber el motivo, he sufrido hasta el cansancio por un mal presentimiento que tengo hacia mis hijos. Los lloro aunque los tenga felices frente a mí, ¡y no me explico por qué!

Mary la observó con pena. Estela aparentaba ser mucho mayor que Lorenzo, cuando era tres años menor que él, y su rostro parecía el de una madre aterrada.

–¿Y puedes recordar cuando empezó este sufrimiento? ¿Les pasó algo en su boda o en algún otro momento?

–Para nada, la boda fue el día más feliz de mi vida; de luna de miel, nos fuimos a Acapulco y aunque desde ese momento comenzó mi tristeza, no hubo ningún motivo especial. Lorenzo siempre ha sido bueno conmigo y nuestros hijos son unos jovencitos adorables.

–¿Perdieron a algún niño?

–¡No! ¡No! Eso es lo que nos tiene consternados… ¡Jamás hemos sufrido una pena!

–Estela –exclamó la señora Mary con ternura–, ven, recuéstate aquí. Otro compañero se acercó a ella y mientras le pasaba la palma de sus manos a escasos centímetros del rostro, le decía: duerme, duerme, duerme…

Muy pronto los sollozos de Estela comenzaron: “Ay mis hijos, ay mis hijos” repetía perturbada.

–¿Quién eres tú? –dijo la voz de una “médium” que provenía del fondo–. ¡Hazte presente! ¿Quién eres?

Estela se incorporó violentamente del sofá y observando a todos los presentes, gritó:

–¡Ay mis hijos! ¡Ramiro, Víctor!, ¿Dónde están? ¡Quiero verlos!

La mujer, insistió: –¿Cómo te llamas? ¿Qué haces aquí?

–¡Soy Ernestina Andrade Cruz y ¡quiero a mis hijos aquí, conmigo!

En este instante, el cuerpo de Estela se desplomó. Rápidamente la asistieron y mientras volvía en sí, la señora Mary le dijo a Lorenzo: –todo parece indicar que se trata de un alma en pena que tomó el cuerpo de tu esposa, ¿te dice algo el nombre?

–¡No¡ –respondió Lorenzo asombrado por lo presenciado–, nunca lo había escuchado.

Bueno, creo que por hoy es suficiente, será mejor que te lleves a descansar a Estela. Si recuerdas cualquier cosa, comunícanosla de inmediato.

Lorenzo y Estela caminaron hasta su casa. Antes de dormir, ambos tomaron un calmante.

Estela, por primera vez desde hacía mucho tiempo, se sintió alegre y mientras recordaba las últimas horas de su boda, se quedó plácidamente dormida. De pronto, se vio dieciocho años atrás, en el auto con Lorenzo rumbo a Acapulco. La carretera estaba casi vacía y al dar la vuelta en una curva prolongada Lorenzo tuvo que frenar por completo; un auto acababa de precipitarse a la barranca. Estela abrió la ventana y como que alcanzó a escuchar gritos de niños, sin embargo, no pudo decirle nada a Lorenzo porque sintió una sensación extraña en el cuerpo, como si algo la invadiera y acto seguido se desmayó.

Para el siguiente viernes, la señora Mary lo sabía, todo. Ernestina Andrade viajaba con su familia a Acapulco ese mismo día y justo antes de que Estela y Lorenzo pasaran por ese tramo, su carro se volcó perdiendo la vida ella y su esposo.

Recostada en el sillón, Estela pronto entró nuevamente en trance.

–Ernestina, ¿me escuchas? –dijo la “médium” invocándola.

–¡Mis hijos! ¿Dónde están Ramiro y Víctor? –respondió la voz que provenía del cuerpo de Estela.

–Escúchame, Ernestina, tus hijos están muy bien. Ahora Ramiro es un exitoso estudiante de medicina y Víctor es un sano y apuesto jovencito.

–La voz entró en calma, sólo se oía que lloraba quedito… y  parecía hacerlo más de felicidad que de angustia.

–Ernestina –continuó la “médium”–, ellos viven plenos sus vidas. Es momento de que tú también descanses y abandones el cuerpo de esta mujer.

Estela se desvaneció sólo que esta vez consciente y luciendo un rostro radiante, alegre, lleno de luz.

La señora Mary los tomó de la mano y con afecto les dijo: Se ha ido. El espíritu de la madre que, ante la desesperación de dejar desamparados a sus hijos, tras su muerte, poseyó el cuerpo de Estela, hoy por fin descansa en paz. 

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