Opinión

El regreso de Lupe la Flaca

Por Alejandro Mier


Lupe la Flaca ingresó al Hospital General a la una con diez minutos de ese miércoles. A pesar de que presentaba un cuadro de severa inflamación abdominal, los ya casi cuarenta años de servicio en traumatología del doctor Rivera, intuyeron que el caso de la paciente no requería hospitalización.

Estaba a punto de recetarle un antiinflamatorio y mandarla a casa; odiaba que un paciente en su estado ocupara una cama que quizá esa misma noche le haría falta a un verdadero caso de emergencia de los que recibía a manos llenas todo el tiempo: accidentes automovilísticos, riñas, robos con lujo de violencia.

Había visto de todo por lo que no requirió más que de un ligero vistazo para saber que Lupe muy pronto estaría bien; sin embargo, en ese momento escuchó a una mujer muy alterada llamándole por el alta voz: “Doctor Augusto Rivera, favor de presentarse de inmediato en urgencias. Repito, presentarse de inmediato en urgencias”. El doctor Rivera, miró de reojo a Lupe y gritó: “Doctora De la Mora, encárguese por favor”. Después, se internó rápidamente por el pasillo.

La doctora De la Mora, recién había terminado sus estudios, por lo que cada caso le parecía interesante, además sabía que la saturación de urgencias en general se daba los viernes, sábados y domingos, por lo que hoy miércoles no había ningún inconveniente en internar a la nueva paciente. Eso, también Lupe lo sabía.

Una vez en su habitación y tras haberle suministrado el desinflamante, la doctora se retiró. Lupe experimentó alivio, de sobra sabía que su intolerancia a la lactosa ya en otras ocasiones la había mandado directo al hospital por lo que el haberse tomado un litro de leche no le iba a fallar en su intención de lograr ser internada. Espero unos cuantos minutos y se sintió feliz al notar que el lugar había entrado en calma; los enfermos dormían y los pasillos lucían desolados. Lupe sacó de su bolso una bata de enfermera con el logotipo del Seguro Social, la misma que ocupaba el personal del hospital, se la colocó y salió con mucha cautela para no ser descubierta.

Conocía el lugar como la palma de su mano, gracias a los cinco años de servicio en las oficinas del Seguro Social, por lo que dar con Cándido Martínez fue muy sencillo. Cándido había sido internado unas cuantas horas antes, tenía varias heridas de arma blanca y se encontraba vivo de milagro. Por su estado aún no había podido rendir su declaración, pero las autoridades esperaban que con los primeros auxilios y las curaciones realizadas, por la mañana estaría en condiciones de declarar acerca de los hechos.

Una vez que Lupe estuvo a su lado, introdujo en la boca de Cándido una gruesa calceta para que no pudiera emitir ningún ruido. Luego, localizó la puñalada asestada  a escasos milímetros del corazón y, para no dejar rastro de una segunda agresión, por la misma herida deslizó a su interior un largo bisturí, muy suavemente, con todo cuidado; al sentir que tocó fondo, sonrió complacida y con ligeros movimientos de muñeca, dejó que la filosa cuchilla terminara de penetrar hasta tasajear el órgano vital y dejarlo sin vida. “Infeliz”, le susurró y enseguida se retiró para tomar un merecido descanso.

Horas después, cuando abrió los ojos, tenía frente a sí, al doctor Rivera y a la doctora De la Mora.

–Buenos días, señora Guadalupe, ¿cómo se siente ahora?

Lupe se tocó el vientre y respondió:

–Mucho mejor. Gracias. Por fin pude ir al baño. La inflamación bajó muchísimo y ya no duele tanto.

–Eso veo, incluso la acumulación de líquido y gases ya también cesó –observó el doctor Rivera–. Doctora De la Mora, por favor dela de alta de inmediato, que siga el tratamiento en casa.

Ambas mujeres vieron como se retiraba el doctor Rivera.

–Bien, ya escuchó. Todo marcha mejor ahora, así es que ya puede irse a casa. Pase por su medicamento y no deje de tomarlo cada ocho horas, durante cinco días.

–Muchas gracias –respondió Lupe.

Acababa de salir al estacionamiento cuando vio que dos hombres se aproximaban al hospital a toda prisa. El primero era gordo y usaba unas gruesas gafas de aumento. El otro, de estatura media, sumamente corpulento. Vestido de chaqueta negra, se deslizaba con la cadencia y fiereza de un puma. Lupe observó el “pearsing” que colgaba de su ceja derecha y fue entonces que los reconoció. Era el teniente Tony Salazar y su compañero Lucio Anguiano, recién condecorado por haber dado muerte al criminal más buscado, Julián López, zar del tráfico de órganos.

“Ayer martes ingresó a las 10:45 PM. Muestra severas lesiones de puñal en varias partes del cuerpo, incluyendo una en el pecho que casi lo mata. Todo parecía indicar que sobreviviría, pero ya ve, no alcanzó a pasar la noche. Se desconoce el móvil, quizá una riña porque no hay rastro de asalto”. Escuchó que Anguiano le reportaba a su jefe.

 

Dos meses atrás, cerca de las ocho de la noche, Lupe le echó llave al cajón, checó tarjeta y se retiró del cuello la credencial que la acreditaba como trabajadora del Seguro Social. Había sido un día larguísimo de atender derechohabientes y los ojos se le cerraban de sueño. Abordó el autobús y se sentó, como siempre, en una de las últimas filas. El largo y aburrido trayecto a casa, esta vez fue interrumpido. El imbécil del chofer sabía bien que la ruta poco a poco se iba quedando sin pasaje y justo cuando ya sólo quedaba abordo la mujer del fondo, esperó a entrar a una calle oscura y poco transitada para atacarla.

Raro en Lupe, que era sagaz y astuta, el chofer la pilló desprevenida. Cuando notó su presencia ya lo tenía frente a ella desabrochándose el cinturón.

–A ver flaquita, vámonos poniendo guapos, aquí hay un compadrito que quiere saludarte, –dijo agarrándose el bulto– ¿a poco te vas a poner difícil? Ya verás que aquí “tres patines” se la va a rifar chido y va a terminar gustándote. De un rápido movimiento, Cándido abrió la blusa de Lupe quedando al descubierto su desértica verdad, “ja, ja, ja no manches, que pinches ciruelas traes ahí.” A ver, –carraspeó manoseándola– no vaya a ser que la nena, resulte ser nene: “¡vamos a comprobarlo!”

Ni de lejos, el chofer se imaginó que se encontraba frente a una peligrosísima culebra. La más letal y sanguinaria, y ahora acababa de despertar toda su ira y frustraciones. Su gélida mirada era como dos penetrantes hojas de acero. Calculadora y fría como era su naturaleza, esperaba paciente el momento justo para contraatacar, sin embargo, el chofer comenzó a golpearla y en breve ya la tenía dominada, con la rodilla encajada en su espalda y todo a su favor para violarla. Con total libertad metió la mano por debajo de la falda y de un jalón rasgó el calzoncillo. Lo llevó a su nariz y cerrando los ojos, aspiró profundamente “ayayay flaquita, después me vas a extrañar, pero aquí va a estar su Candidote pa’ darle su gustote, eh”.

A pesar de que Lupe era garruda, puro músculo, estaba francamente dominada y de no ser por la luz de un auto que entró en la calle, nada la hubiera salvado. Cándido quiso agacharse para no ser descubiertos, pero ante los gritos de Lupe y las patadas que volaban por doquier, no le quedó otra que abrir la puerta y arrojarla al piso para inmediatamente salir huyendo.

Lupe cayó de bruces y a pesar de las severas contusiones y raspones, no permitió que la auxiliaran ya que no deseaba que nadie la reconociera pues tenía sus propios planes para el calenturiento choferete.

Durante las siguientes semanas, Cándido ni siquiera notó que su víctima viajaba de nuevo en el autobús y es que Lupe era una maestra del disfraz. A veces había pasado por un hombre, escondida bajo un saco marrón y cachucha deportiva; otras, como una mujer de complexión gruesa y densa peluca negra.

Fiel a su perversa personalidad, estudiaba cada movimiento del infeliz y las calles y avenidas más propicias de la ruta. Hasta que el día tan esperado llegó. Ese martes Lupe se vistió con minifalda y la entallada blusa requirió de dos gruesas calcetas de cada lado para darle un volumen apetitoso a su raso pecho.

Cándido de inmediato notó la presencia de la rubia damisela y sus pulmones se llenaron de eróticos sueños al oler el provocador perfume.

Por el espejo, se compartían sonrisas. Cándido lo bajó un poco más para poder ver a detalle las piernas de su  bombom y por poco choca cuando ésta le correspondió abriéndolas para mostrarle su tanga de encaje.

Al entrar a su calle predilecta, por fin se encontraron solos. Apagó el motor y se dirigió presuroso con la mujer. Ella lo esperaba  recostada en una posición muy sensual; se subió la minifalda hasta la cintura y colocó las manos detrás de la espalda, sumisas, ocultando un puñal. Ya que Cándido se encontraba a medio metro de ella, totalmente sin razón ante la delicada tanga, Lupe lo incitó: “vamos, ¿qué esperas? Bájate los pantalones, hazme tuya”. Cándido obedeció de inmediato pero para su mala fortuna tardó más en llegar el pantalón a la mitad de los muslos que el grueso cuchillo en ser enterrado debajo de la tetilla izquierda. Acto seguido, Lupe se quitó la peluca y escupiéndole a unos ojos que amenazaban con salir expulsados del rostro, le dijo: “¡Parece que nos volvemos a ver, infeliz!”.

Retiró la hoja de acero del pecho y con sumo placer perforó una y otra vez el cuerpo del chofer hasta ser interrumpida por unos fuertes manotazos en el cristal delantero del autobús que la sacaron de su trance. “Cándido, Cándido, ¿estás ahí? Ábreme, soy Vicente”. Lupe se deslizó cual serpiente a lo largo de todo el pasillo y se escurrió por una de las ventanillas sin ser vista, sin embargo, iba furiosa, llena de rabia, pues su víctima aún seguía con vida, lo que representaba un error que la escurridiza asesina serial debía enmendar cuanto antes.

 

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