Opinión

El caso Barberán

Por Alejandro Mier


Los pocos colonos que habitaban Playa Gaviotas sabían de la afición del señor Barberán por sus binoculares. Los últimos de su nutrida colección eran unos potentes Barska, que aproximaban los objetos en relación a 56 metros por cada kilómetro de distancia. Estaba embelesado con ellos salvo por el pequeño detalle de que, a su edad, el kilo y medio que pesaba el aparato, ocasionaba que tuviera que descansar continuamente.

Playa Gaviotas era el lugar ideal de reposo, ya que se encontraba a veinticinco minutos del poblado más cercano y no era un sitio conocido por los molestos turistas, así que el señor Barberán podía disfrutarlo a sus anchas.

Esa tarde, como muchas otras, había invitado a su vecino don Agustín, a observar el mar.

–Mira, ahí viene un grupo de pelícanos.?

–Cierto. Es la hora de la pesca y seguro nos van a complacer con unos vuelos en picada.?

Cuando la suerte estaba de su lado, podían divisar delfines, inmensos bancos de peces e incluso, en una ocasión, un par de ballenas les ofreció un espléndido espectáculo.

–¡Ahí va el primero!?

–¡Grandioso! Míralo con mis Barska, son más potentes que los tuyos.

–Eso nunca. Estos binoculares fueron el regalo de mis hijos ahora que Almita y yo cumplimos nuestras bodas de oro. Jamás los cambiaría y quizá no tengan el alcance de los tuyos, pero se ve muy bien, tienen hasta visión nocturna.

–Eres un viejo terco.

Don Agustín encendió su pipa y dejó que el oleaje del mar lo arrullara. Muchas veces dormitaba por pequeños lapsos que sus sombreros de paja protegían para evitar las severas críticas de Barberán.

–Mira Agustín, allá a lo lejos parece que se aproxima un yate...

–¿Eehhh? No lo veo, ¿por dónde viene??

–En dirección norte-sur. Parecen turistas, quizá estén en busca de un Marlín, estamos en plena temporada.?

–Ya los veo, Barberán. Aunque no es ninguna pesca, tan solo pasean y mira nada más con qué bombón... ¡Estamos de suerte, parece que habrá diversión!

–¡Oh, sí! La chica rubia del bikini amarillo ¡luce fenomenal!

–Sí, tremendo cuerpo ¿eh? Y tal parece que sólo vienen dos hombres más con ella... ¡Barberán! ¡Observa! Están forcejeando... ¡Discuten!

–Es verdad, parece que la chica se molestó y se marchó al camarote.

–Mírala. Ahí está de vuelta. Pero, ¡qué pasa! ¡Ahora está armada! Oh, no... ¡Les disparó a ambos! ¡Han caído! ¡Seguro los mató! ¡La rubia los asesinó!

–Es cierto, Agustín. ¡De prisa, llama a la policía!

Un par de horas más tarde, Torrente, un oficial de rostro leonino, tocó la campana de la casa de descanso de Barberán.

–Adelante oficial, pase usted, le mostraremos el sitio exacto desde donde observamos todo. Por favor, no vaya tan de prisa, a mis años debo andar despacio con este bastón. Cruce el jardín, don Agustín también presenció el crimen... ya verá.

–Oficial... –carraspeó don Agustín al verlos aproximarse.

–Torrente. Ese es mi nombre.?

–Torrente, muy bien. Y qué nos puede decir, ¿encontraron el yate?

–Se lo tragó el mar; por fortuna los cuerpos sí fueron localizados. Ambos perecieron, era un arma potente, calibre .38.

–Es una pena... la mujer chaparrita... acabó con ellos –dijo Barberán.?

–¿Chaparrita? ¿Qué estás diciendo? ¡La rubia era una mujer muy alta, seguro más que tú, viejo ceguetas!?

–¡Eres un anciano necio! ¿Se te olvida que mis Barska son mucho más potentes que tu juguetito? ¿Quién crees que tenía mejor visión? Además...

–Caballeros –interrumpió Torrente–, por favor caballeros... ¿quisieran decirme a cuántas personas vieron en el bote?

–Tres –respondió don Agustín con total aplomo.?

–Quizá 4 ó 5 –aseguró Barberán–, y pudo haber más individuos en el camarote.?

–Y la lancha, ¿de qué clase era??

–Un yate de pesca, moderno, de aproximadamente 35 pies.

–¡Ahora sí que has perdido la razón, viejo loco! –reclamó Barberán–, era un bote pequeño, a lo sumo 25 pies, una franja azul lo rodeaba.

–¡Los años ya te afectaron! ¡Es absurdo! La franja era una ola color violeta...

Barberán y don Agustín se enfrascaron en tal discusión que ni siquiera se percataron que Torrente, desesperado, se retiró sin decir palabra. Al subir a su auto, recibió una llamada por radio.

–Torrente, ¿qué pudiste averiguar? –molesto, el oficial, respondió–: nada. Fue inútil. Este par de abuelos no tienen idea de lo que vieron. Sólo perdí mi tiempo.

Al día siguiente por la mañana, Barberán caminó hasta el depósito de frutas y de regreso se detuvo en la caseta telefónica.

–¿Arturito??

–Si abuelo, soy yo. ¿Cómo va todo por allá?

–A pedir de boca. No podría ser mejor... don Agustín y el oficial cayeron redonditos, ¡se tragaron toda la historia!

–¡Eres un genio, abuelo! Todo salió justo como lo planeaste. Mendoza pagó muy caro el fraude que cometió en tu empresa y su compañero, bueno, ni modo, estuvo en el lugar equivocado, el día equivocado y pues no podía dejar testigos...

–Lo hiciste muy bien... ¡hasta don Agustín decía que te veías buena con bikini! ¿Puedes creerlo? El viejo rabo verde extasiado con la rubia cabellera sin imaginar que eras tú, ¡jajaja! Pero dime, ¿ya te deshiciste del arma?

–Sí abuelo. Tal como me instruiste. Arrojé la pistola en el tiradero de basura y el bikini y la peluca los tiré en la carretera.

–Bien, muy bien. Ahora, sé paciente mientras la policía busca a una mujer que no existe, tómate esas vacaciones que te prometí y dejemos que corra un poco el tiempo antes de tu regreso. Estoy seguro que nadie sospecha nada, aunque ya sabes...

–Sí, sí –interrumpió Arturo–, tú jamás dejas un cabo suelto. Barberán colgó el auricular, y orgulloso caminó rumbo a casa... tenía una cita con sus binoculares Barska.?

Seis meses después, Barberán y Arturo jugaban una partida de Damas Inglesas en el jardín de su casa de Playa Gaviotas. Estaba muy agradecido con su nieto. Mendoza efectivamente lo había desfalcado, mas eso no era lo que le dolía, lo verdaderamente imperdonable es que se largara con Cristina, su joven y ardiente secretaria. Barberán tenía dos años con ella. La consideraba la amante perfecta, y a pesar de la diferencia de edades y de que nadie lo aprobaría, pronto le pediría que se casara con él, ¡par de traicioneros!

Barberán ejecutó tres brincos con su ficha para después coronarla. Levantó el rostro y sintió un repiqueteo en el corazón al ver que, cruzando el portón, el oficial Torrente se dirigía hacia ellos.

Torrente tenía más de dos meses siguiendo cada movimiento de la pareja y justo quería sorprenderlos así:

–¡Buenas tardes, señores! -Saludó endureciendo su leonino ceño.

–Oficial Torrente, ¿es ese su apellido, verdad? ¿Qué lo trae por acá? ¿Resolvió su caso?

Torrente los observó y con sarcasmo preguntó:

–Señor Barberán, veo que ya no usa bastón, luce usted mucho más joven que la última vez que lo visité, incluso hasta pensaría que se encuentra más lúcido...

–¡Oohh! –respondió Barberán sin perder la seguridad–, no crea usted. Este viejo olvidadizo constantemente tiene recaídas.

–A pesar de ello, quizá recuerde a Vicente Mendoza, ¿será posible?

–... ¿por qué lo dice?

–Imaginé que le gustaría saber que Mendoza, aquel socio suyo que hace años le cometió fraude, es el mismo personaje al que usted presenció cómo lo mataban desde este mismo lugar... curioso ¿verdad? Pero usted, evidentemente no tuvo nada que ver, incluso hasta cuenta con la coartada de haber estado aquí con don Agustín en ese preciso instante.

–Muy cierto –contestó en tono seco Barberán–, no tuve nada que ver, y no me explico porqué viene justo hasta mi casa a decírmelo, ¿es que hay algo más?

–Aún no –respondió Torrente agachándose para anudarse la cinta del zapato–, a menos que también le interese saber que encontramos el bikini y la peluca. Casualmente estaban como nuevos, se percibe que sólo fueron utilizados una sola vez... el día de los asesinatos.

–Muy interesante... –dijo Barberán.?

–Así es –contestó Torrente–. Luego, estiró su mano hacia donde se encontraba Arturo. –Supongo que usted es su nieto... Arturo Barberán.

–Sí.?

–Perfecto. Creo que los veré pronto.?

–No veo el motivo –respondió Barberán arqueando la ceja.

Torrente ya no contestó. Se retiró conteniendo una mueca que amenazaba con convertirse en una placentera sonrisa, ya que, al anudarse la agujeta del zapato, hurtó una colilla de los cigarros fumados por Arturo. Si su instinto leonil no le fallaba, el ADN de la saliva dejada en el cigarrillo coincidiría con el ADN encontrado en las uñas de Mendoza junto con los hilillos de la tela amarilla del bikini, producto ambos del rasguño hecho a su ejecutor, segundos antes de que lo rociaran de plomo.

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