Opinión

El conjuro

Por Alejandro Mier


Andares

Esa mañana al despertar, Wilfredo se llevó el peor susto de su vida. Al abrir los ojos, parado sobre su pecho y a escasos centímetros del rostro, se encontraba un abominable gnomo. El enano tenía la cara arrugada como pasita y una gran nariz en forma de pepino que sobresalía por esa maraña de pelos pelirrojos que se mezclaba con la barba que le caía hasta los pies, justo donde nacían sus botas campiranas. Wilfredo hubiera disfrutado gustoso su presencia, si no fuera porque el gnomo portaba en su puño una filosa punta que amenazaba clavarle en el ojo. Muerto de miedo, cerró los párpados esperando lo peor, sin embargo, al abrirlos de nuevo, el duende había desaparecido. Wilfredo se sentó y con gran agitación empezó a mover las sábanas en busca de una pista. Bien sabía que no era una alucinación y muy pronto lo constató al encontrar un par de largos pelos color rojo. Aunque estuvo muy atento, durante ese día ya no pasó ningún suceso extraño.

Wilfredo tenía muchos años habitando una vieja casa en compañía de su tía Engracia, había perdido a sus padres cuando niño y su tía cuidaba de él. En verdad era muy respetuosa y rara vez lo molestaba en su habitación. La privacidad que gozaba, también había sido motivo de que Wilfredo coleccionara cualquier cantidad de cosas raras sin que nadie le dijera nada. Para su suerte, hasta Gladis, su novia, compartía esos extraños gustos y continuamente le obsequiaba inauditos objetos.

Ya por la noche, Wilfredo intentó aguantar el sueño el mayor tiempo posible; por primera vez le temía a un gnomo, ya que pensaba que quizá podría lastimarlo de gravedad. A pesar de ello, llegó un momento en que no pudo más y se quedó dormido. En sueños, su corazón comenzó a palpitar rápidamente; de su frente chorreaban hilos de sudor y no cesaba de moverse de un lado para otro. De pronto, por fin volvió en sí pese a lo que vio, que lo dejó mudo del pavor. Intentó gritar "¡Socorro!" a todo pulmón, pero la voz simplemente no le salió. Ahí frente a él, en un costado de su cama, el gnomo cargaba una pesada hacha y estaba a punto de dejarla caer sobre su pescuezo. Wilfredo se echó la mano a la cara esperando el golpe final, aunque éste no llegó porque el gnomo de nuevo desapareció tal y como vino.

En cuanto amaneció, Wilfredo corrió a casa de Gladis para contarle lo sucedido. Durante años Wilfredo había convivido con gnomos, sólo que todos eran buenos; cuando mucho, uno que otro travieso le movía sus cosas de lugar o escondía alguna de sus pertenencias. Todas las noches les dejaba una cazuelita con leche y miel y ellos, juguetones y escurridizos, vaciaban el deleitoso líquido. Disfrutaban de una envidiable relación y hasta los tenía identificados por su nombre. Eran como una familia e incluso, una vez que estaba en el jardín de la casa, con su canto los atrajo y al tomar unas fotografías, tres de ellos salieron sentados en las ramas del árbol tarareando sus canciones. Vestían gorro y pantalón de peto verde para confundirse entre el follaje; aun así, el brillo de sus pequeños y profundos ojos negros y esas orejas largas y puntiagudas, los delataban. Eran muy simpáticos y amistosos, por eso, ahora sí que tenía miedo; jamás le había tocado un gnomo malo y violento.

–Wily –dijo Gladis una vez que escuchó su historia–, tienes que ir con la bruja y contarle lo que te pasa antes de que sea demasiado tarde, seguro ella sabe lo que debes hacer, vamos, te acompaño.

La bruja recibió a Wilfredo y no dudó en asegurarle:

–Wilfredo, tú convocaste a un ser que existe desde tiempos muy remotos y ahora corres un gran peligro, ya que está atrapado en esta dimensión y para liberarse tiene que matarte... ¡A menos que recuerdes el conjuro que utilizaste para atraerlo y encontremos una pócima para contrarrestarlo!

–¡Espere!, ¡Espere!, ya recuerdo, hace unos años leí en el Talmud, el libro sagrado de los judíos, que, si uno juntaba una serie de objetos, podía lograr atraer a un gnomo a nuestro mundo.

–¿Y qué pasó??

–Bueno, primero conseguí un racimo de hongos venenosos; también la piel completa recién mudada de una víbora de cascabel; las uñas de un murciélago y las entrañas de nueve cucarachas... pero, nunca completé los ingredientes...

–¿Qué te faltó??

–No lo recuerdo porque Gladis se llevó el libro.?

–Pues más vale que lo averigües porque ese duende en cualquier momento puede terminar asesinándote, y la única forma de detenerlo es encontrando el conjuro para deshacerlo.

Entrada la noche, Wilfredo sufría por no quedarse dormido. Gladis había prometido revisar los escritos e intentar resolver el misterio; en cuanto tuviera alguna novedad, le llamaría.

Mientras, Wilfredo mataba el tiempo molestando a los dos sapos que Gladis le regalara en su cumpleaños. Aun sabiendo que contra los gnomos ningún arma humana funcionaba, colocó sobre el buró su pistola de diábolos y antes de que el sueño lo venciera revisó que quedara bien cargada.

Por su parte, Gladis ya había localizado “la pócima para atraer gnomos” y la estudiaba detenidamente. Veamos, –decía–, los hongos, la piel de víbora, las uñas de murciélago... ajá, hasta aquí habíamos llegado... después la tía Engracia le consiguió las famsas hierbas del campo santo... ya sólo faltaban dos ingredientes ¡uy! No sería raro que en su habitación hubiera tres extremidades de araña patona, en su jardín son muy comunes y podrían subir hasta su recámara por la enredadera, mmm, así es que sólo faltaría... ¡No puede ser! ¡Tengo que avisarle antes de que sea demasiado tarde!

Ya para ese momento, Wilfredo lloraba como un bebé. El gnomo lo había sorprendido y sujetándolo de la barbilla, le asestó dos rasgadas en el rostro con una filosa navaja.?

–Vas a morir lentamente –gemía el enano con una voz chillona y a la vez rasposa–, pagarás por profanar los 300 años que llevaba habitando mi mundo. Hoy, esta misma noche perecerás, ¡jajaja!?

A punto del desmayo por la pérdida de sangre, entre sus alucinaciones, oyó un murmullo más allá del jardín, parecido a la voz de Gladis.

Estiró la mano, tomó la pistola e intentó romper la ventana para escuchar mejor, mas justo en el momento de disparar, como en otras ocasiones le había sucedido, algo le jaló la mano. Seguro había sido uno de los gnomos buenos haciendo sus famosas travesuras, ¡y en qué momento! El tiro salió desviado y mientras Wilfredo cerrando los ojos se resignaba a morir, el proyectil se estrelló contra la cabeza del sapo desbaratándolo en mil pedazos.

–¡Son los sapos! Ahora sí alcanzó a escuchar la voz de Gladis que repetía ¡Son los sapos! ¡Acaba con uno de ellos y el conjuro terminará!

Wilfredo no pudo contestarle, pues una copiosa tos se lo impedía; a su lado reposaba la fina cuchilla y para ese instante, el pequeño gnomo ya corría libre por los bosques de Devon, al norte de Inglaterra, esperando no volver a ser molestado.

 

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