Opinión

El Inquilino

Por Alejandro Mier


Narraciones del más allá...

“Taca, taca, taca, taca”, sonaba la vieja maquina de coser cada vez que el señor Tovar cerraba tras de sí la puerta. No era necesario voltear para saber que por debajo de ella un fino hilo de luz delataba que la lámpara de la mesa había sido encendida. Todas las noches le sucedía lo mismo. Abría de golpe la puerta, pero no sorprendía a nadie y la habitación se tornaba oscura y silenciosa.

“Taca, taca, taca, taca”, oyó nuevamente al volver a emparejar la puerta que dejaba filtrarse la luz a la que ya hacía mucho tiempo atrás le había cercenado el cable de la corriente que, por extraño que parezca, alguien reparaba.

Caminó por el pasillo y al disponerse a subir las escaleras, observó que ahí estaban ellas. Eran como espíritus. Una mujer y una niña que, tomadas de la mano, impedían el paso. El señor Tovar, después de tantos años se había acostumbrado a ese par de rostros impávidos, sin expresión, que jamás le dirigían la palabra.

– ¡Quítense, déjenme en paz!, ¡Vaya compañía!, ¡A un lado! ¿Qué buscan aquí?, ¡Largo!, –Gritaba mientras pasaba a través de ellas manoteando.

Él ya estaba cansado y lo único que quería era retirarse a su habitación y entrar en calma. Alguna vez hasta había pensado en quitarse la vida, pero nunca tuvo el valor, ni para eso, ni para jubilarse del monótono empleo que tenía desde hacía ya quien sabe cuantos años o décadas.

No soportaba lo tedioso de ver a diario las mismas caras, sobre todo la del nuevo director que, estaba seguro, era por lo menos tres veces menor que él y aún así, tenía que seguir sus órdenes. En realidad, el joven nunca le había dado ninguna instrucción, ni siquiera lo volteaba a ver pero era intolerable la sola idea de que algún día le dijera con sus tan decentes y finos modales “buenos días, señor Tovar, sería tan gentil en…” Esto jamás pasaría porque al parecer había algo así como una regla no escrita de no molestar al viejo, bajo ningún pretexto. Nadie le hablaba y eso le irritaba de sobre manera.

Al finalizar el trabajo, su rutina incluía doce minutos y medio de un camión que a esa hora del día venía completamente lleno de olores de medio turno laboral.

Resultaba increíble que después de tantos años de abordar el mismo autobús, el chofer jamás se dignara a saludarlo. Con la gente sucedía lo mismo, lo ignoraban. Un día, incluso, al bajar, una señora cuya grasienta masa corporal abarcaba de lado a lado las escaleras, le pasó prácticamente por encima provocando que casi cayera al asfalto. Era tan odioso como aguantar a los mocosos esos que siempre jugaban en su calle y que, al llegar por las tardes a su casa caminando por la banqueta que quien sabe a qué inútil se le había ocurrido diseñar tan estrecha, varias veces lo habían golpeado con el balón y nunca de los nuncas le pidieron aunque sea una disculpa. “Escuincles”, refunfuñaba. “Parece que lo hacen a propósito”.

Esa tarde, al llegar a su casa, oye ruidos en la cocina, como si alguien estuviera cocinando. No es la primera que le pasa. Camina por un lado de la habitación principal; sigue hasta otra más que da justo con la pequeña cocina y el zaguán. “¿Por qué una casa de trece recámaras tiene la cocina tan ridículamente chica?”, se pregunta. “Quizá sea porque la construcción es tan vieja como mi propio nombre”, se responde.  En efecto, alguien estuvo cocinando. No puede ser, esta harto de las dos mujeres que habitan su propio hogar. Una cosa es que no haya llamado un médium para desalojarlas y otra muy diferente que tomen todo como si les perteneciera. Es el colmo, al final de las largas escaleras, están ellas.  Para variar, ni lo voltean a ver; él sube los diez y ocho escalones, las hace a un lado de su camino y con frustración observa que las veintidós puertas de recámaras y baños que dejó cerradas, se encuentran abiertas. “Majaderas”, reclama.

Tras un descanso en el que para su mala fortuna los truenos y la lluvia no lo dejan dormir, el ritual nocturno se repite. Se pasea por la casa para apagar las luces y cerrar cada puerta. Afuera de su habitación, se encuentra con la niña. Ella juega con la muñeca que al jalarle el cordón, saluda y canta “Pin pon es un muñeco muy lindo y de cartón…” Siempre la misma cantaleta. “¡A un lado, a un lado!”, le dice y sigue su camino. Al llegar al pasillo del piso de abajo, descubre a la mujer. Esta parada frente a una mesa que contiene quien sabe que tantas cosas. Esta vez, es él el que la ignora, después de todo, tiene que continuar con su acostumbrado rondín. Lo sabía, la luz de la habitación del fondo está encendida. Tendrá que cortar nuevamente el cable para evitar ese molesto resplandor. Detrás de él, escucha a la niña que baja corriendo y llega al lugar donde su mamá lo espera.

–Mamá, ¿Hoy es jueves treinta y uno de octubre, verdad? –Interroga.

– Sí, ¿Por qué?

–Es que ya va a ser el día de muertos y aún no hemos acabado de poner el altar.

–Sí, hija tienes razón. –Y acallando el escandaloso “taca, taca, taca…”, completa, –ten, pon el suéter, por fin terminé de coserlo.

–Te quedó precioso. Justo como a papá le gustaban.

–Colócalo junto a su foto y vamos por la comida. Preparé mole rojo, ¿te acuerdas cuanto lo disfrutaba?

–Sí. Lo extraño tanto, ma. Y es tan injusto que en sus últimos meses ya ni nos reconociera.

–Si mija, maldita enfermedad.

La niña tomó la foto y observándola con cariño, le dice: –Te quiero, papi. Espero que por lo menos en el cielo te portes bien y no te la pases quejándote.

A continuación, besó la fotografía del señor Tovar y, con mucho cuidado, la puso en el lugar más vistoso de la ofrenda.

 

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