Opinión

El Niño de la rosa

Por Alejandro Mier


Era cerca del mediodía y el sol arreciaba con bravura en la colonia Roma, del Distrito Federal. Caminé por la calle de Salamanca y doblé en Durango. A la distancia, parado justo a la entrada de El Palacio de Hierro, lo vi; bajo de estatura, gordito y la sonrisa pronta. Portaba su chaleco de gamuza y la inseparable tejana.

–Hola tío Óscar.

–Hola, mijito –reviró, dándome unas palmaditas en el cachete.

–¿Por qué no entraste? Hace mucho calor aquí afuera.

–Ah... –dijo mirando la tienda–, es que me quedé recordando buenos tiempos.

–El Palacio de Hierro, ¿te trae buenos recuerdos? ¿Te ligaste a alguien aquí, o qué?

–No, no, manito. Ni te imaginas porque todavía eres un chaval, pero en este lugar pasé uno de los días más gloriosos de mi vida.

–¿En serio? ¡Cuenta, tío!

–Aquí en donde ahora se halla esta gran tienda, hace años estaba la plaza de toros más importante de México, “El toreo de la Condesa” y unos amigos y yo, veníamos seguidísimo, no nos perdíamos ni una corrida. Ese imborrable día que te platico, vine con Alfredo Leal y Lalo Vargas, ¿te acuerdas de ellos?

–Como no, tío. Ambos fueron figuras de la fiesta brava.

–Sí, matadores de toros. Sólo que en ese entonces no éramos nadie; la única arma con la que contábamos eran nuestros sueños... ¡y vaya que eran grandes! Con nosotros también venían tu tío Héctor y Carlos Montes, que se convirtieron en buenos novilleros; ah, y por fortuna ese día nos acompañó doña Meche, la mamá de Lalo Vargas, extraordinaria mujer. Fíjate, era el año de 1943, yo no tenía quien me apoyara en mi ilusión de volverme matador, así es que le pedí a doña Meche que escondiera en su abrigo mi muleta. Y ahí estábamos en las gradas, con unos nervios que pa’ qué te cuento. “Mujeriego”, un toro negro zaino, salió al ruedo con arrogancia. La corrida se festejaba en todo su esplendor cuando me llegó la señal. Ya sabes, de esas que algunas veces en la vida te caen del cielo y te dicen: ¡ahora o nunca! Así es que me paré y sin pensarlo, de un brinco, volé al redondel. El torero en turno no supo ni qué hacer, la plaza enmudeció y es que todos sabíamos que el riesgo que corrían los espontáneos, en caso de librar las cornadas, era la cárcel.

–¡No me digas, tío!

–Sí, Ale –respondió capturándome por los brazos con gran fuerza y continuó–:

¡Los 348 kilos de “Mujeriego”, merodeaban a escasos metros de mí, amenazando con embestirme! Me quedé petrificado. La bestia me miraba con ojos de muerte y detrás de sus puntiagudos cuernos, comenzó a arrojar la tierra con la pata trasera derecha. El momento de la verdad había llegado. Era vivir o ver sepultados mis sueños de torero dos metros bajo tierra.

“Mujeriego” dio un paso al frente y en medio de esa plaza tan silente, quise sacar la muleta, pero el miedo me tenía como engarrotado y no pude moverme. Supongo que, desde las gradas, mis 17 años y 42 enclenques kilos de peso, se veían insignificantes frente al astado.

En un instante, de esos en los que parece que el mundo se congela, “Mujeriego” agachó la cabeza, expiró escandalosamente por la nariz y tras dar un último y despreciativo empujón a la tierra con sus cuartos traseros, arrancó enfurecido hacia mí, ¡mmuuuu!

–¡Caray, tío! ¿Qué hiciste?

–Pues fajarme, qué más si ahí estaba “Mujeriego”: hermoso, con gran vigor, corriendo para embestirme. Yo permanecía estático; sin embargo, por detrás del burladero tronó la voz de Alfredo Leal y Lalo Vargas gritándome: ¡Ole Óscar! ¡Acaba con él, matador! Y fue como encender el “swich”, porque entonces escuché los murmullos de la gente y tras un rápido movimiento, jalé la muleta, coloqué mi mano derecha en la cintura y le di a Mujeriego el pase natural más limpio que recuerdo haber dado en mi vida. ¡Ooole! El público estalló en júbilo y yo, ya con toda confianza, brindé tremenda corrida.

Más adelante, con pasos muy cortos, primero hacia él y luego a un lado, lo fui llevando a los tercios de matadores, debajo del palco de jueces... ¡Aja! ¡Aja toro! Le decía mientras me acercaba más y más. 60 centímetros me separaban de sus pitones playeros ¡Ssshhh, aja!... 40, 20... entonces embistió y le di completita la vuelta a la muleta, ¡ooole! Y un segundo natural, ¡torero! Hasta rematarlo con un pase de pecho. El público se levantó eufórico. Yo me acerqué a “Mujeriego” y él volvió a agachar la cabeza; pero ya no embestiría, ambos lo sabíamos, por lo que al tenerlo prácticamente pegado a mi cuerpo, le agradecí la faena con una leve caricia en la frente y dándole la espalda, levanté la muleta para recibir la ovación del público.

Fue increíble, en cuestión de segundos, siguiendo mi andar, la arena se llenó de todo tipo de cosas: sombreros, chamarras, prendas femeninas, botas de vino, dinero y flores, muchas flores.

Traía en mis manos una espléndida rosa roja cuando una dama del público me gritó, ¡torero! Y arrojó a la plaza su tejana. Coloqué la rosa entre los dientes, tomé el sombrero para devolvérselo y fue justo ahí cuando los “flashes” de los fotógrafos me captaron. ¿Te acuerdas de esa foto, Ale?

–Cómo olvidarla, tío...

–La publicaron al día siguiente en la portada del periódico “Esto” y abajo de la imagen en la que sujetaba con los dientes la rosa y traía la muleta en alto, el encabezado rezaba... en ese instante, en plena Avenida Durango, mirando al cielo con los ojos llenitos de gloria, mi tío Óscar levantó la tejana, su voz se entrecortó y aunque quizá completó la frase quedito, yo la grité a todo pulmón: “¡Nace fenómeno del toreo! Óscar Mier Jiménez, El Niño de la rosa”.

Era brusco y cariñoso. Sentimental y bravío. Temple y trapío de ídolo.

 

–Anda, Ale –dijo abrazándome–, vamos a entrar de una buena vez a la tienda a ver si no nos topamos por sus pasillos con el fantasma de uno que otro matador.?Mientras nos adentramos, recordé que mi padre, Jorge, una

tarde que cantábamos en casa: "...fuimos nubes que el viento apartó / fuimos piedras que siempre chocaron / gotas de agua que el sol resecó / borracheras que no han terminado...” se detuvo de tajo al recordar que “No volveré” era la canción preferida de mi tío y entonces me platicó que esa tarde de 1943, el Niño de la rosa fue cargado en hombros hasta el Café de Chinos de la calle Coahuila, lugar en el que acompañado por sus amigos, quedó el dinero con el que lo premiara el público de la plaza.

Así inició su carrera, viendo cómo el caudal del arte taurino que llevaba en la sangre, adornaba con espectacularidad la coreografía de sus faenas.

Triunfó en monumentales plazas como el mismo “Toreo de la Condesa”, “La México”, “La Progreso” de Guadalajara, “Río verde” en Zacatecas y “La monumental plaza de Bogotá en Colombia”; y en ellas, compartió el cartel con toreros de la talla de Manuel Capetillo y muchos más.

Después, Óscar se retiró del toreo y su gran amor y pasión por la fiesta brava, lo llevó a fundar la ganadería “Hermanos Mier”.

Su arte para torear fue lo que siempre lo distinguió, y el mismísimo Silverio Pérez, en una comida de aficionados a los toros, lo inmortalizó con estas palabras: “pocas veces en mi vida he visto torear con tanto arte, como vi hacerlo a El Niño de la rosa”.

Descanse en paz, don Óscar Mier Jiménez (1926-1989).

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