Opinión

El coordinador administrativo

Por Alejandro Mier


Es media noche y el escritorio del reducido despacho, tan sólo es alumbrado por una bombilla de baja intensidad.

En esa semi oscuridad, Rolando acaricia a “Lucas”, su gato, y medita qué debe hacer. El destino le ha puesto frente a él dos caminos y tiene que tomar una decisión.

Su vida actual, aunque mediocre, no es del todo mala. Dirige un pequeño negocio contable que por lo menos le da para cubrir sus escasos gastos; el resto lo destina para la educación y alimentos de su hija. Desde que Griselda lo abandonó, todo ha sido más fácil. Ya nadie critica su obesidad y lo poco que gana. Está consciente de que aún no junta lo suficiente para pagar el vestido que su hija usará en la graduación de primaria. Para acabarla de amolar, le hicieron un sobrecargo por el exceso de tela que hay que agregar para cubrir sus 60 kilos de grasa.

Sí –piensa–, voy a tomar el trabajo que me ofrece Felipe. Está decidido. Formaré parte del nuevo gabinete de este gobierno. No debe estar nada mal.

Su nueva oficina apesta. Huele a orines y el color verde de las paredes haciendo juego con los deprimentes archiveros grises a punto de caerse, le provocan náuseas. En el rincón, un enorme trozo de aguacate con jitomate, bañado en crema, se derrama de la torta cubana que come esa mujer.

–Perdón licenciado –se disculpa la secretaria con la boca llena.

–No soy licenciado, soy contador –responde sin saber que, en el gobierno, señor con corbata es igual a licenciado, signifique lo que signifique ese término.

Su privado por lo menos tiene baño y un enorme sillón en el que al sentarse, el respaldo se asoma por arriba de su escasa cabellera.

Esa misma semana, su jefe lo invita a una comida con el sindicato. La comitiva de directores y él entran juntos. La ovación no se hace esperar. Está contento, pero se equivoca; ni los aplausos son en su honor, ni los halagos son sinceros.

Para su mala fortuna, ya que comienza a gozar de los beneficios de ser un burócrata de altura, le dan la pésima noticia: su amigo y jefe ha sido despedido.

Por la mañana, presenta la carta de renuncia al nuevo director. Para su sorpresa el trato es muy cordial; le pide que se mantenga en su puesto y, por cierto, que lo apoye cerrando dos contratos urgentes. Sale feliz de que alguien por fin valore su trabajo.

–¿Qué te parece nuestro nuevo amigo? –pregunta divertido el director a su secretario privado.

–Qué buena caladita le pegó, jefe. Ahorita cambiar al coordinador administrativo levantaría muchas sospechas, más vale mantener al gordito. Además, se ve re dócil... ¡justo como nos lo habían descrito!

–Méndigo marranito, nos va a ser de mucha utilidad, ni hablar... ¡es el pendejo perfecto! ¡Jajaja!

En su oficina, Rolando revisa que los colguijes y estampitas de santos que lleva alrededor del cuello, estén completos. No le vayan a fallar ahora que el director le ha pedido formalizar tantos contratos. A pesar de que desde su llegada no ha tenido descanso, ni siquiera en domingo, se ha portado de maravilla con él y no sólo lo presentó con el mismísimo Gobernador y el Oficial Mayor, sino que le dio el lugar que merece: “les presentó a don Rolando Avendaño, nuestro mago de las finanzas”.

Ahora el poder comienza a tocar a su puerta. Está en la cúspide de su carrera y si se pone abusado, hasta al puesto de su propio jefe puede aspirar. Por eso, aprovecha un descuido para hacerse del carro y el chofer que le correspondían a un director de área. ¿Cómo va a ser posible que su propio asistente vista “Gucci” y escriba con “Montblanc”? Es curioso, pero su ropa vale más de lo que gana en tres meses. No le importa comenzar a tener algunos enemigos, su jefe es intocable y si se ofreciera algo, hasta podría recurrir al propio Gobernador, seguro lo respaldaría.

Cuando Lety entra a su privado, pega tremendo brinco. Son las 10:30 de la noche y por raro que parezca aún no se ha retirado.

–Y, ora Leticia... ¿qué hace usted todavía por aquí?

–Ya ve, contador, me quedé también trabajando. Oiga, pero que cansado luce. A ver, déjeme darle un masajito.

A Rolando le sorprendió tanto que esas pequeñas manos, chiquitas y regordetas como tamales, lo estuvieran tocando. No le importó que ese tipo de morena, chaparra, jamás le hubiera llamado la atención. La verdad, tiene tiempo que esos placeres escasean “tanta carne y tan poco atendida”, piensa mientras va cerrando los ojos. A Lety le cuesta trabajo treparse en él, pero con destreza hace a un lado las prominentes “llantas” del contador, hasta localizar el tímido miembro del miembro del gobierno.

Por la mañana, Valdivia, el líder del sindicato, le muestra una cinta donde Rolando se sorprende de lo pequeña que se aprecia Leticia sobre sus muslos. “¿Cómo pudo aprovecharse de una de las compañeras más distinguidas de la agrupación?” Más vale firmar las concesiones que solicita Valdivia, faltaba menos.

Hoy de plano no es su día. Lo acaba de mandar a llamar su jefe y parece molesto. Ya sabe lo de Leticia. Le dice que se va a ir una semana de vacaciones y que para su regreso quiere las cosas en paz con el sindicato. Ah, también le recomienda firmar unos contratos sin efectuar licitaciones y girar los pagos correspondientes.

Caray, ahora sí se voló la barda el director. El fraude esta vez es por 26 millones de pesos. El cheque está a nombre de una televisora y es por la transmisión de una campaña publicitaria que no existe. Qué más da; los vuelve a encubrir y se olvida del asunto.

En los últimos meses no duerme bien. Está más gordo que nunca, el pelo se le cae a puños y las punzadas del pecho son cada vez más frecuentes. Dos cajetillas diarias de cigarrillos ya no son suficientes.

Cuando lo llaman de la oficina del director general, mientras camina por el pasillo, se le figura como si trajera atada al vientre una carga de dinamita. Dos funcionarios de la contraloría están con el jefe. Antes de tomar asiento los hilos de sudor bajan vertiginosamente por su frente. Lo han acusado de fraude.

–Contador Avendaño –le dice el director–, aquí los señores quieren saber quién autorizó y porqué firmó estos cheques de la televisora.

–Son los que usted me ordenó, jefe.?

–Eso es imposible –responde el funcionario de la contraloría–, en esos días, su director ni siquiera estaba en México, eran sus vacaciones, las cuales, como coordinador administrativo, usted mismo firmó; aquí su director nos mostró el documento.

Rolando lo comprende todo, se la hicieron redondita.

Por la noche, cavila en aquel escritorio de su casa. Maldita la hora en que aceptó el puesto. Esconde la cabeza entre sus gruesos brazos. Sus manos ya no encuentran cabello que jalar. ¿Cómo podrá sobrevivir alguien como él en la cárcel? La pregunta no halla respuesta. Tiene miedo, mucho miedo y frente al retrato de su hija, otra vez se descubre ante dos caminos: confesar y atenerse a las amenazas de su jefe y del propio sindicato, o purgar condena en la cárcel.

Piensa que quizá deba recurrir al Gobernador. Él mismo alguna vez le dijo: “lo que se le ofrezca, Avendaño.”

El teléfono llama, qué ganas de molestar, son las tres de la madrugada. Es una voz truqueada: “Rolando, tu silencio y lealtad ahora que son elecciones, valen más que nunca. Descuida, no hare- mos “carnitas” con la gorda de tu hija, por el contrario, cuidaremos que no le falte nada mientras estás en la cárcel, el Gobernador confía en ti. Sé leal y pronto quedarás libre”.

Rolando arroja la bocina aterrorizado. ¡Al carajo! Delatará a todos y huirá con su hija, eso es lo que debe hacer. Gime a un ritmo intermitente. Enciende otro tabaco. Fuma, bebe, grita. Una sombra se desliza por la estancia. Él la siente y su espalda se eriza. Quiere levantarse y correr, pero sus piernas permanecen petrificadas, clavadas al piso. ¡No puede voltear y protegerse! ¡No puede! Otro ruido más. Por fin logra incorporarse. Da la vuelta pensando en hincarse y rogar perdón, y es entonces cuando una fulminante punzada en plena boca del estómago, le ahorra el trámite. Su corazón se ha detenido. “Lucas” le lame la cara. El gato se siente triste al quedar completamente solo en medio de ese gran silencio...

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