Opinión

Un trozo de pan

Por Alejandro Mier


El tío Tony jamás peleó ninguna batalla. Su esbelto cuerpo no pasó por gimnasios y mucho menos derrotó a golpes a nadie. En sus hazañas no existieron tórridos amoríos con mujeres exóticas ni actos heroicos. No corría su auto a gran velocidad, ni relució en un flamante puesto gubernamental. Nunca tuvo un arma en sus manos, ni en su currículum figuraron interminables parrandas... ¡Para qué, si la vida era mucho más que eso!

Él simplemente fue un amigo. Un bondadoso compañero. El que está. El que te procura. El que se preocupa por ti. El que te invita. El que te llama para saber cómo sigues. El que se interesa. El que sufre porque te caíste. El que se angustia porque ya está oscureciendo y no has llegado a casa. El que te acompaña aun después de haberse ido.

Al tío le apasionaba el fútbol. Le iba al Cruz Azul y la única manera de verlo perder la cordura era sentándolo frente al televisor. Ahí sí se daba vuelo derrochando sus peores ofensas: “pero mira nada más a este imbécil... ¡Regrésate, estás fuera de lugar!” “¿Qué nadie va a marcar a este idiota?” “¡Ya, chambón, pasa el balón!”

Cuando estaba cerca de los setenta años, por la mañana, muy temprano, una embolia se coló a través de la puerta de su recámara y esquivando con destreza el botiquín ambulante en el que se había convertido, lo alcanzó. Como que ese mal estaba de moda en aquella época y precisamente atacaba a personas del estilo del tío Tony. Los dueños del no: No fumo. No bebo. No me desvelo. No como carne. No. No. No.

Días después, estando aparentemente ya un poco más recuperado, lo visité. Ahí me aguardaba recostado y con el rostro lleno de la luz que bañaba su ventana. Preparé una serie de temas que supuse le serían agradables escuchar y a toda costa impediría que se enterara que el Cruz Azul había perdido el partido de ida de la liguilla. Sin embargo, al sentarme a su lado, nos dimos la mano y guardamos silencio. Con su mirada me condujo hasta los gorrioncitos pecho amarillo que trinaban en la copa del árbol. Lo estaban esperando. Querían que el tío cantara con ellos y a él no parecía disgustarle la idea, aunque frágil al fin, tenía miedo. Quizá no tanto de morir, sino de dejar de vernos.

De pronto volteó y sus tiernas facciones me preguntaron por Ale. El tío Tony deseaba llenarse, colmarse, saciarse de los tres años de vida de mi hijo y del pay de limón que le preparaba mi esposa.

Mis ojos le decían que aún más que el adulto, el niño y el adolescente que llevo dentro comenzaban a extrañar llegar a casa de la escuela, arrojar la mochila y ver el enorme comedor, vacío de gente, colmado de olores. La sopa de fideo, los tacos dorados de pollo con su crema, queso y salsa verde. La jarra de agua de limón y los frijoles refritos. Escuchar el estruendoso claxon de su Opel modelo 70 y al abrir la puerta, toparme con su sonrisa honesta y un largo “alooooo”, que para ser ejecutado con prestancia, requería de inclinar ligeramente la cara y subir las cejas lo más que pudieras... “alooooo”. Debajo del brazo, el tío escondía su gran secreto: una bolsa de pan recién salido y otra de aguacates. Su inocente cara se me figuraba al Chavo del ocho con la amada torta de jamón.

Entonces, de quién sabe dónde, comenzaban a salir todos, papás, hermanos, nietos y cuñadas..., prestos para iniciar el ritual de partir los crujientes bolillos y untarlos de aguacate. A lo que mamá siempre reclamaba desde la cocina –obviamente sin ser obedecida–, ¡niños, no se vayan a llenar de puro pan! Demasiado tarde, el ayuno de tantas horas de colegio por ningún motivo ofrecía resistencia, engullendo hasta el migajón.

“Oye, viejo, ¿y quién va a ayudarnos a adornar el árbol de navidad? Espérate, no te vayas, ¿ya se te olvidó que tienes que traer nuestro rompope? Olvídalo. Olvídalo. Ya nos las arreglaremos.

Ve tranquilo y, por favor, cuando veas a Esperancita, al tío Luis y la tía Mary, échales una partidita de Continental y si quieren fumar y tomarse su copita, no las regañes mucho que, aunque no lo creas, ya están grandecitas y saben lo que hacen”.

Me parece que para ese momento el tío ya no me escuchaba porque cerró los ojos y el canto de los pajarillos elevó su intensidad, y en bolita, todos juntos, comenzaron a volar hacia el horizonte.

Un pan. Eso es ahora el tío Tony. Un pedazo de pan que se parte para compartir en familia.

Dichoso él y más dichosos los que lo disfrutamos.

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