Opinión

¿Qué tan grande es el amor?

Por Alejandro Mier


Aurelio y Elisa cruzaron la avenida, y como siempre la tomó de la mano, sólo que esta vez sorpresivamente, ella no le correspondió; los delgados dedos que solían entrelazarse con los suyos, permanecían frígidos, inusualmente gélidos.

Caminaron unos pasos por el andador del parque hasta llegar a la banca donde tantas felices horas de conversación, cariños y amor compartieron. Pero ahora todo lucía diferente. Por un momento a Aurelio se le nubló la vista y tuvo que llevarse las manos a las sienes para acallar esa sórdida caja de resonancia que generaban los sonidos de su alrededor: los autos, las golondrinas que danzaban por las copas de los cipreses y los cientos de molestas voces de los estudiantes que recién salían de clases. Incluso, se tuvo que recargar en la banca para no desfallecer. Elisa permanecía impasible observándolo de reojo.

Con los cabellos desaliñados, Aurelio por fin rompió el vergonzoso silencio y suplicante se dirigió a Elisa:

–Por favor, nena, no me hagas esto, ¿cómo puedes terminar conmigo? ¿Qué te hice? Explícame por Dios o mejor aún, dime que no es cierto. Anda, ¿qué te cuesta? dame una oportunidad.

Elisa, mirando al piso, columpió la cabeza pausadamente de un lado a otro, por lo que Aurelio se imaginó que por más basto que fuera el puñado de palabras ensayadas que salieran de su boca, tan sólo servirían para ser petrificadas por la inclemente brisa invernal.

Devastado, ocultó el rostro entre sus manos. No quería que nadie descubriera su llanto; sin embargo, en cierto momento de arrojó, tomó por sorpresa esos finos dedos y los roció de desesperados besos; quizá si ella se lo hubiera pedido, también le habría colmado de besos los pies, esos pies tan pequeños; todo, cualquier cosa, antes de que fuera verdad lo que estaba escuchando.

Tan sólo recordar que el primer sabor que tus labios descubrieron fue el roce de los míos, en este mismo lugar, bajo ese cielo de pinceladas naranjas, pensaba; yo, Elisa, que vivo para amarte, ¿qué será de mí ahora sin ti? No puedo creer las horribles palabras de despedida que has pronunciado, incluso tu carita está transformada, no eres tú la que habla, es alguien más con la sonrisa manchada y yo, yo que me había prometido jamás permitir que tu rostro se enturbiara, ahora lo está, y agonizo al saber que el motivo soy yo.

A pesar de que mis ruegos chocaban contra un muro de contención, más la amé. Ya sé que parece extraño que, a pesar de estarme destruyendo, por un segundo dejé de escucharla y su seguridad me cautivó. Por supuesto que yo quería una mujer así de decidida junto a mí y que cuidara a nuestros futuros hijos con esa amazónica gallardía. Y si ahora nuestras vidas se hundían en un abismo, para mí no significaba nada, Elisa me había enseñado a volar, e igual la rescataría de las penumbras.

¿Qué palabras podría decirte que te hicieran sentir como si mi mano acariciara esa carita de niña y borrara por siempre el cristal de tus ojos? Pero no puedo, no me atrevo, mis labios tiemblan, tiritan.

Y aunque tú lo descubres en mi mirada, y la lees tan puntual, tan perfecto como siempre, no tienes compasión.

Eres todo lo que le pido a Dios, ¿es eso tan difícil de entender? Por favor bésame que mi vida se ahoga y necesita de tu aire para sobrevivir. Sin ti, muero.?Y cuando la noche caiga, ¿con quién soñaremos? Y mañana, cuando nos descubramos caminado de la mano de algún extraño amor, ¿lograremos perdonarnos este ayer?

Quisiera hacer un poema en el que cada palabra llevara tu esencia para que nunca lo confundieras con los versos de nadie más y mi voz te envolviera hasta elevarte en el cielo y allá alcanzarte de nuevo para juntos vibrar.

Contigo pensé que no tendría miedo a nada, y mi ceguez no me dejó ver que tú misma llegarías a ser el peor de mis pesares. ¡Qué cerca del amor y qué infinitamente lejos de la dicha!

Al ver retirarse a Elisa con la cabeza gacha, Aurelio la inmortalizó en un cuadro mental: caminaba tan lento que su falda gris a cuadros parecía flotar debajo del suéter verde perico atado a la cintura; y sus calcetas blancas arrugadas hasta los tobillos, algo tan de ella.

Se levantó de la banca, estaba extremadamente cansado, peor que después de haber jugado la final de fútbol de la semana pasada. Más lastimado aún. La nariz le escurría, pero lo remedió rápidamente pasando su antebrazo desde el codo hasta la muñeca. Sobre la banca de cemento, el mismo viento que hacía unos minutos escarchaba sus lágrimas, arremolinó en estampida las hojas de su libro de Biología de primer año de secundaria. El poemario que tanto repasaba había caído al piso tirando un separador con la leyenda "Club de poetas coyoacanenses, marzo de 74". El mismo desconsuelo lo había hecho encontrar el significado de palabras y pasajes hasta ese momento incomprendidos. Entre sus hojas, sobresalía el borrador del último inútil ensayo: "¿Y es que acaso tú no sabes que hablas sonriendo? ¿Y que tu mirada refleja un bosque tupido de vida, en el que entre los pinos una cascada refresca mis ganas de amarte? Hueles a tierra mojada, sabes a esperanza, eres néctar de vida...

En tu semblante descubro a la persona que deseo ser.”

Echó la mochila a la espalda y se dejó deslizar en su patineta calle abajo, rápido, muy rápido, como queriendo devorar toda la brisa del día, porque bien sabía que en ella se escondía el dolor de ese momento que era eternidad, y tan sólo deseaba absorberlo todo para que no pudiera, ni por un segundo, alcanzar a Elisa.

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