Opinión

Cerebro 350

Por Alejandro Mier


El día que Luz y Jaime visitaron al doctor Olson para verificar la fecha exacta en la que nacería su hija Bety, jamás imaginaron que el mundo estaba a punto de cambiar para siempre.

–Señores Arizmendi, he revisado mis notas cientos de veces. No hay error, se los aseguro… su hija hoy cumple 40 semanas contadas desde la fecha de ovulación; es decir –continuó tras un suspiro– 42 desde su última menstruación.

–Lo sabemos doctor, –contestó confundida Luz–. Pero, ¿qué es exactamente lo que nos quiere decir?

Olson los miró dubitativo consciente de que su consejo iba en contra de la ciencia médica, –deben continuar esperando. Su placenta, oxígeno y nutrientes, están como el primer día, perfectos para el bebé.

–¡Eso sería retar a la naturaleza humana, doctor Olson! ¡Programe el parto en este instante! –Vociferó enérgico Jaime.

Luz tomó la mano de su esposo procurando contagiarle su calma y cuestionó:

–¿Qué riesgos corremos?

–Bueno, los seres humanos somos macrocefálicos. Lo seríamos más aún de no ser por la estructura plegada de la corteza cerebral. Por esta razón, abandonamos el útero materno antes de estar plenamente preparados para sobrevivir por nuestra cuenta; de seguir Bety desarrollándose en su interior… este… su cabeza no pasará a través del cuello uterino.

–Pero puede practicarme una cesárea, ¿cierto?

–¡Claro! Una cesárea, ¡sí, por supuesto!

La estrellada noche en que Bety nació, cumplía 4 semanas más de lo que ningún ser humano pasó dentro del vientre materno. Había una docena de médicos en el quirófano y en el momento en que cortaron el cordón umbilical, todo se hizo silencio porque la recién nacida condujo la mano hasta su rostro, se quitó unos fluidos que le incomodaban y observó, uno a uno, a los presentes. Tras un leve bostezo, se retorció como exigiendo que alguien la aseara. El doctor Olson comprendió que esa niña no lloraría.

 

Un pequeño suburbio de clase media avecindado en San Francisco, EU, fue su primer hogar. Bety jamás fue una niña normal. De hecho, aún no hablaba y ya parecía mandar en casa; sus padres, dóciles, seguían al pie de la letra las que suponían como indicaciones.

Una tarde, cuando Luz estaba calentado los biberones en la cocina, escuchó un agudo y casi imperceptible chillido animal. Corrió al cuarto de la bebé y se horrorizó al ver la escena: Bety estaba sentada a mitad de la cama y ¡una veintena de ratones la rodeaban! De inmediato Luz fue por una escoba, pero al regresar, ya no había uno solo. Bety la miraba divertida.

Un mes después, a media noche, Jaime escuchó que su nena reía. Pensó que quizá estaba soñando así que fue muy silencioso a su habitación y abrió tan solo un par de centímetros la puerta. Lo que vio lo dejó pasmado. Frente a Bety estaba un ratón. La pequeña bebé giraba su dedo y el roedor giraba el cuerpo. Ella levantaba la mano, y él se paraba en dos patas. En fin, hacía todo lo que le indicaba.

Tato, el hermano de Luz, era apenas un joven universitario. Desde pequeño fue muy brillante lo que le valió ganarse una beca en Singularity University y por las tardes ejercía sus prácticas en “Test”, una empresa apostada en Silicon Valley, dedicada al estudio de la tecnología biológica.

Desde que Bety nació, Tato tuvo una gran conexión con la pequeña. Y Luz permitía que pasaran grandes partes del día juntos ya que se sentía impotente, rebasada, ante la inteligencia de Bety; era un alivio que alguien la comprendiera.

Aunque sus padres eran conscientes que desde que la pequeña llegó, los guiaba como telepáticamente, no les sorprendió para nada que a los cinco meses ya hablara con total fluidez. A los catorce meses, mientras desayunaban, Luz notó que Bety no quitaba la mirada de encima del San Francisco Chronicle que su padre traía entre las manos. Se lo quitó, puso el diario delante de Bety, e impresionados fueron testigos de cómo leyó sus páginas en un santiamén. Nada ya los tomaba por sorpresa, mucho menos el ver que a Toña, su vecina latina, le hablaba en perfecto español. Todavía no cumplía los tres años.

Por todo ello, a Tato le urgía hacerle una prueba de inteligencia así que una noche, ya que sus compañeros habían salido de trabajar, Jaime le llevó a Bety. El medidor de IQ era como un termómetro en el que un genetista de “Test” le había colocado los nombres de los coeficientes intelectuales más altos en la historia.

Pronto comenzaron el examen de Bety y el contador alcanzó el promedio global humano de 110 – 120 en segundos. Al superar los 140, ambos sabían que ya se consideraba una mente prodigio. Pero a Bety nada la detuvo… su medidor continuó: 160 de Stephen Hawking; 180 de Albert Einstein; 190 de Garry Kasparov; 195 de Christopher Michael Langan; 210 de Kim Ung-Yong; 225 de Christopher Hirata; 230 de Terence Tao. Jaime y Tato se miraron atónitos, el marcador de Bety seguía escalando hasta superar los 250 – 300 de William James Sidis, considerado como la persona más inteligente de la historia. El tope del medidor terminaba en 350 de IQ, los cuales a Bety, le habían quedado muy cortos.

A los 12 años se tituló de las carreras de Física y Matemáticas; a los 14 concluyó la maestría y a los 16 obtuvo el grado de doctor. Para ese momento, había ganado 5 medallas en las olimpiadas del conocimiento, otras más en las olimpiadas de ciencias y era un misterio cuantas lenguas hablaba, habían perdido la cuenta al superar las 50.

Bety recordaba como el día más feliz de su vida, una radiante mañana de primavera en que toda la familia acudió al Zoológico, su preferido ya que no tenía jaulas y los animales gozaban de grandes áreas. En un momento en el que se detuvieron por un refrigerio, Bety se les perdió de vista. Rápidamente dieron aviso al zoológico y un drone comenzó a recorrer las casi 60 hectáreas. “Búsquela en donde están los leones”, dijo de manera intuitiva Tato. Y en efecto, de inmediato la localizaron en la sabana principal.

El encargado del zoológico estaba aterido de espanto.

–¡Lo siento mucho! ¡Jamás había sucedido! No entendemos como pudo llegar hasta esa zona. Ya va un escuadrón de rescate, si es necesario mataremos a cada León… aunque debo decirles que es extremadamente peligroso ¡toda la manada está alrededor de ella!

Tato lo tomó del hombro y con toda tranquilidad le dijo:

–No es necesario que mate a nadie. Aquí no va a pasar absolutamente nada. Ordene de inmediato a su escuadrón que se alejen del lugar. Solo acérqueme a mí, lo más posible.

Cuando Tato vio a lo lejos a Bety, platicaba con un inmenso felino, seguramente el líder; formando pequeños grupos, hembras y machos custodiaban la periferia. Incluso, otros animales también se habían sumado para proteger la zona. Tato caminó rumbo a Bety, hasta que una cobra real se levantó delante de él mostrando amenazadora su résped. Un tigre rugía a sus espaldas. Como quien termina una junta, es decir, una buena reunión en la que se llega a excelentes acuerdos, Bety se puso de pie, dio un abrazo efusivo al gran león y protegida por todo tipo de cuadrúpedos y aves, alcanzó a Tato. Tomó su mano apaciblemente, ambos sabían que todo estaba bien.

Desde luego, la empresa “Test” crecía a pasos agigantados, trabajando 24/7 alrededor de Bety, en la lucha por desenmarañar el secreto de la mente humana.

El 2 de abril de 2013, Roland, el CEO de “Test”, reunió a sus mentes más brillantes para escuchar el esperado discurso del presidente Barack Obama en el que presentó su proyecto de Mapeo del Cerebro humano refiriéndose a él como algo histórico y con su característico humor, lanzó sarcástico: “podemos identificar galaxias, estudiar partículas más pequeñas que un átomo, pero no hemos destrabado el misterio de las tres libras de materia gris que está entre nuestros oídos…”

La Casa Blanca eligió de entre más de 200 proyectos el presentado por el español Rafael Yuste. La revista Nature lo había escogido como uno de los cinco científicos a nivel mundial que estaban trabajando en los proyectos más revolucionarios. Yuste hizo el doctorado en la Universidad Rockefeller de Nueva York y ahí mismos trabajó bajo la supervisión del Premio Nobel, Torsten Wiesel y su posgrado estuvo bajo la dirección del prominente neurobiólogo Lawrence Katz.

Para ese momento, Yuste conocía técnicas como la magnetoencelografía, o resonancia nuclear, en la que se puede ver qué partes del cerebro se encienden cuando un paciente está pensando. Y contaba con información de otros proyectos mundiales en los que se había logrado que pacientes paralíticos movieran brazos o piernas robóticas en base en el pensamiento. A través de los experimentos de conexión de cerebro y robótica, Yuste y su colega John P. Donoghue, esperaban que dentro de pocos años un paralítico pudiera conducir un automóvil o escribir un libro, con tan solo el poder de su mente.

“Test” tenía años siguiendo los avances de estos prominentes doctores y estudiando de manera paralela a Bety. ¿Cómo no hacerlo si como científicos reprobaban totalmente el hecho de que la ciencia médica conociera mucho acerca de los músculos, los huesos, el hígado, el corazón… pero prácticamente nada del cerebro? Vaya, hasta los practicantes de nuevo ingreso en “Test” sabían que la antigua versión de que solo usamos el 10% de la capacidad del cerebro, era una cita erróneamente atribuida a Albert Einstein. Una afirmación, –rezaban los investigadores– que no figura en los libros de psicología o de fisiología del cerebro, y que ha sido insistentemente desmentida por la neurociencia durante las últimas décadas, porque simple y sencillamente, no lo sabemos. La confusión seguramente se debe a que las neuronas solo componen el 10% de las células del cerebro; el resto son células gliales que, a pesar de estar implicadas en el aprendizaje, ejercen la función de soporte de las primeras.

Lo que ahora sí había comprobado “Test”, era que podrían transmitir pensamientos del cerebro humano a las ratas para que siguieran sus instrucciones, tal como Bety lo hacía desde pequeña con los roedores que la visitaban. Ello gracias a una gran similitud en ambas constituciones cerebrales, claro, guardando las lógicas proporciones.

En una ocasión en la que Bety iba a ser nuevamente conectada, puso en su lugar a Tato y le colocó uno a uno los electrodos. Todos los investigadores guardaron silencio. En la pantalla se podía apreciar el cerebro de Tato con sus más de 100,000 millones de neuronas e infinitas líneas moviéndose de un lado a otro. Bety descansó la mano sobre el cráneo de Tato y con imperceptibles movimientos de las yemas de sus dedos, los doctores vieron como unas cuantas líneas de la súper carretera del cerebro de Tato, cambiaron de rumbo. Al desconectarlo, Bety le sonrió y le dijo unas extrañas palabras a las que Tato contestó.

–¿Qué fue eso? –cuestionó Roland.

Tato le respondió a su jefe: es Piraha, una legua amazónica de Brasil. Bety está probando cuantos idiomas puedo hablar ahora, tal parece que va en 35. Y, Roland, algo me hace sospechar que debes hacerme de nuevo la prueba de IQ, puede ser que haya superado mi triste 120… y que ello te haga pensar en darme un aumento de sueldo, jaja.

A la semana siguiente, unos militares llegaron a “Test” y, de manera amable, pero que no hubiera aceptado un no por respuesta, se llevaron a Bety.

Cuando se encontró frente al presidente de los Estados Unidos, no necesitó leer su mente para adivinar que lo que antes movía al hombre: poder, riqueza, posesión de tierras, guerras, la conquista del espacio, había quedado en el pasado… ahora su prioridad era mucho más importante.

Lo que le estaba pidiendo el hombre más poderoso del mundo era que le diera “la llave” para manipular el cerebro humano. Para poder crear seres más inteligentes, más tontos o más sumisos, como él decidiera. Obama, era de su agrado, eso era innegable; y si en alguien confiaría algo así, quizá sería en él, así que le respondió:

–Es probable, señor presidente; pero antes debo hacer algo; nos volveremos a ver muy pronto.

Obama vio retirarse a la increíble jovencita sin siquiera sospechar que, de haberlo querido, Bety le hubiera podido dar una muestra de lo que el presidente le pedía, convirtiéndolo en ese instante, en alguien más inteligente, más tonto o más sumiso.

Cuando Bety llegó a la punta del bosque tropical Tesso Nilo, un tapiz verde de 1.800 km2 ubicado en la isla indonesia de Sumatra donde se concentra la mayor cantidad de especies biológicas de la Tierra, sabía que espías de las grandes naciones la observaban. Alrededor de ella, paseaban animales de todas las especies mirándola con atención. Tigres, elefantes, gibones, águilas y tapires, se cercioraban de que no se acercara ningún intruso. De manera telepática, Bety les dio su mensaje. Ayudaría al hombre a tratar de encontrase a sí mismo, a no pelear más, a cuidar los recursos del planeta; pero siendo una raza tan poco fiable, egoísta, movida por los intereses de poder, eso podría nuevamente cegarla. Por eso los había convocado, empezaría por salvaguardar a la especie animal.

Al concluir la reunión, las aves volaron hacía los cuatro puntos cardinales para llevar el mensaje.

La última vez que los espías de las potencias mundiales vieron a Bety, fue en una apacible playa del mar de Cortés, el llamado acuario del mundo, en la península de Baja California de México. Caminó hacia el mar. Una pareja que disfrutaba de la privacidad del lugar observando unas ballenas azules a lo lejos; miró incrédula como la joven entró caminando al agua, se sumergió y custodiada por delfines y lobos marinos, se unió a los cetáceos para dirigirse a los grandes océanos.

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