Opinión

Paseo de Semana Santa

Por Alejandro Mier


–¡Rubí! ¡Rubí! ¡Alevanta a todos que ya cantó el gallo!, –me gritó mi amá. Yo desperté rete contenta porque pa empezar me gustaba harto mi nombre “Rubí”; se oyía re bonito y mi apá decía quesque me lo pusieron porque cuando yo nací había una telenovela en la que salía una señorita chula de bonita que así se nombraba. Además, una vez el profe Esteban me dijo que “Rubí” era una piedra preciosa y todos los chamacos pusieron cara de babosos. Y hoy estaba todavía más feliz porque yo y toda la familia nos íbamos de paseo de Semana Santa a Veracruz.

Mis hermanos, hermanas, el tío Jeremías, la tía Chonita y hasta la prima Engracia que exactamente el día que cumplió catorce años le nació su chilpayate, el “Moi”, todititos dormíamos en el mismo cuarto sobre petates. Me alevanté y jui pasándoles por encima pa que se despertaran.

Aunque era muy de madrugada, mi amá ya tenía rato metida en la cocina preparando tortas de frijoles con huevo pal camino. ¡Huy! ¡Qué emoción! ¿Te imaginas dos días de playa? Me moría de ganas por ya estar allí y meterme a bañar.

Luego güi a buscar a mi apá y lo hallé ya rete arregladito mirándose al espejo. Don Seferino, como le llamaban en el pueblo, era bien grande y tenía una panzota de este tamañote, ji, ji. Además, se paraba re chistoso con los brazos echados pa tras por lo que se veía todavía más gordo. Pero era su orgullo porque decía que la había conseguido “gracias a años de pulque y cerveza”. Se puso su mejor camisa, una del América quesque de colección porque las mangas pasaban de los codos y traían unos dibujitos como de plumas, así como si güeran las alas del águila. Agarró su gel y se lo untó en la cabeza. Me gustaba mucho como se peinaba, hasta se parecía al Buki, así con su pelo rete largo de atrás.

–¡Órale! ¡Jálenle pa la camioneta que el que no esté en cinco minutos, se queda! –Dijo al salir de su cuarto, pero para su sorpresota ya casi todos estaban trepados. Ya merito alguien si iba a querer perder el paseo, ¡ni de burros!

–Oiga don Seferino, ora si que ya ni la hace, ¡ni vamos a caber! Ya cambie el modelito, no? –dijo el tío Jeremías.

–Sshhh, aahh, –respondió cerrándole el ojo–, qué pasó, más bajito que tas hablando de un clásico, una Dart modelo 1974, ya casi ni las ves en el pueblo. Además, todavía hay rete harto espacio en la cajuela.

Yo tampoco sé ni como cupimos. Con todo y el Moi, entramos trece, pero ay íbamos rete contentos en la carretera. Lo único malo es que el Moi no paraba de llorar y el perico de gritar.

–¡Chaaaale! ¿Pa qué trajiste al “Bato Loco”? nomás está de escandaloso. –Le dijo Clemente al Camilo.

–Pos piensa, –le respondió moviendo los treinta y siete pelitos que un día la Petra le contó, y que eran sus bigotitos–. ¿Quién le iba a dar de tragar si nadien se quedó en el cantón?

–Pos como sea, pero ti advierto que aunque me quede sin chicle, si ese perico sigue se lo voy a pegar en el pinche pico ya pa que se calle.

Por fin, tres horas después, llegamos a Veracruz. Mi apá se metió en una playa que estaba cerca de la Marina donde podías entrar hasta adentro con todo y carro. Al estacionarse le entró la muina.

–¡Iren, les dije que se alevantaran desde nantes! Ya hay un chorro de monos y apenas van a dar las nueve.

–Ya apá, no se sulibeye y mejor ábrale a la cajuela que quiero orinar, –respondió el Juanelo.

En cuanto bajamos, el Martín le dio un sape al Camilo y le dijo “vieja el último”. A los pocos instantes ya estábamos adentro del mar con todo y ropa, haciendo pis y aventándonos de agua. Ni siquiera la Lupita se quitó sus tenis “Stepgym” que se había comprado en el tianguis quesque para bajar de peso y ponerse güenota como la de la tele que los anunciaba.

El Camilo y Martín se veían re chispas correteándose y empujándose pa que las olas los tiraran; cuando caían, nomás se veían salir sus pantalones de mezclilla y las botas, ji, ji, ji.

Ya después, nos acomodamos como pudimos en un güequito de la playa, junto a un arbolito, pa poder colgar el plástico rojo desde la cajuela hasta una de sus ramas pa que nos diera un poco de sombra. Nomás que mi amá se enojó porque la atarantada de Petra lo jaló re güerte, se alcanzó a rasgar un poco y pos como era el que usaba en el puesto de tamales, ni te imaginas la que armó.

El Clemente y el tío Jeremías hicieron una zanja sobre la playa para frenar a los carros porque allí, más que playa, parecía carretera de carreras y pasaban rete duro los carros, las camionetas de ruta y hasta los camiones de pasajeros.

Ya más al rato, allí nos sentamos para jugar con la arena. En eso, ay estaba el Clemente de sisañoso:

–Oye Camilo, ¿qué esos lentes amarillos de sol, suyos del Martín, no son las que usas pa trabajar en la obra?

–¡Pinche Martín! Con razón no los encontré en la herramienta… chaaaales, se pasa.

–Te duele porque se le ven re chidotes y a ti ni se te ocurrió trairlos.

–Bueno, yaaaa contestó Clemente –y me ganó la risa porque cuando decía “yaaaa” como que le iba cambiando a la entonación y cada “a” sonaba diferente, como llena de gallos porque le estaba cambiando la voz–, saca el balón pa darte tus clasecitas.

–No manches, si ay re harta gente; no se puede panbolear.

–Tu nomás empieza a patiar el balón y ya verás como solitos se quitan, sino allá ellos.

–En eso, se me acercó la Petra, estaba como espantada, haz de cuenta que había visto un fantasma, y me dijo:

–Oye Rubí, ¡ya vistes a esos como nadan parados!

–Ay mana, si serás, ¡qué no ves que van sobre una tabla!

–Aaaaaah, –me respondió y aprovechando las enormes suelas de sus “Stepgym” se alzó de puntitas para tratar de ver con sus propios ojos que no estaba mintiendo.

–¡Rubí! -interrumpió mi apá.

–¿Qué pasa apá?

–Mire, hija, córrale a ese puesto de cervezas y me trai otra de éstas. Pero no se me atarugue, que sea así de grande. Y el Camilo terció:

–Apá, ¿me compra una?

Mi apá puso cara de enojado, por lo que Camilo siguió:

–Ándale apá están re baras. La mega Corona vale veinticinco varos…

–Si eso no es el “pecsi” lo que pasa que uste con una de esas se pone rete burro.

–Aaaaahhhh… ¡chale! Por una vez… ya ni la burla perdona, jefe. Además eran los quince de la Chona… Órale apá, saque la feria.

–A ver Rubí, córrale que vamos a ver si es cierto que su hermano ya es un hombrecito. Tráigase cuatro de una vez.

Mi apá tuvo razón, todavía no daba el medio día cuando Camilo ya estaba bien burro. Pero lo que se le olvidó decir es que él también se ponía peor de burro y ay estaba viendo bizco con la barrigota de fuera y su playera, quesque de colección, toda arrugada. Ni siquiera se quiso comer los volovanes de jamón que le preparó mi amá y ay los dejó junto a su cerveza, pero no le duraron mucho porque al ratito un perro callejero se los comió en sus narizotas y él ni cuenta se dio. Qué va ser, con tamaña borrachera. Y mucho mejor, eh, porque si hubiera visto lo que hicieron el Juanelo y Martín, ahí mismo los crosefica… o como se diga, pues.

El Juanelo era rete buena gente, todo inocentote. Lo que pasa es que taba salado porque nació con las cejas echadas pa rriba y la frente arrugada. Tons, parecía como si todo el tiempo estuviera haciéndola de pedo y pos no, al revés, era malo pa los cates. Y acababa de llegar con la cara toda colorada y los pelos parados de la madriza que le pusieron. El Martín venía muerto de la risa con unos tenis en la mano.

–Ira, baboso, ni siquiera son originales, ¡ajú, ajú, ajú! Te lo dije, son Miky, no “Nikie”…

–No manches, wei, por tu culpa nos cacharon… te oyeron cuando me dijistes que me chingara también su reloj.

–Y yo que iba a saber que el bato que estaba atrás de ti venía con ellos. Además, tu por menso que no corristes.

–¡Ah, no ma! ¡Ay vienen otra vez! ¡Míralos!

–¡Pélate baboso! Sin que te vean métete en la camioneta, ¡órale! Y tú, Rubí, si te preguntan algo, mándalos a la fregada.

Por suerte los batos se pasaron de frente porque venían pero bien enchilados. Y eso sí, el Juanelo y el Martín no salieron de la camioneta en toda la tarde.

Lo que más me gustó del paseo fue la noche. Clemente sacó su grabadora y estuvimos baile y baile bajo un cielo tan estrellado que hasta me hizo acordarme del Hilario, un bato re guapote que iba en mi salón y que nomás se la pasaba echándome ojitos, ¡ay nanita! ¡Qué ganas de que me diera un besote desos que se dan en las telenovelas!

Después, todos nos durmimos donde se pudo, unos en la camioneta, otros en la playa sobre unos petates que llevamos; mi apá en la misma silla en la que se sentó desde que llegó. Y el Moi, con todo y que le apartaron la cajuela para el solito, no paró de llorar. Estaba incómodo y hasta al otro día nos dimos cuenta que, al igual que la mayoría de la familia, estaba todo ardido por el sol y bien picotiado por los moscos, desos re chiquitos que ai en Veracruz. El peor fue mi apá, con tamaña borrachera, se quedó como ido, todo el tiempo bajo el sol y de la quemada no se podía ni mover. Pero con todo y eso, tempranito me volvió a mandar por sus mega Coronas quesque pa curársela. Y ora si hice una cola peor que la de las tortillas porque la gente no dejaba de llegar, ya hasta parecía mercado sobre ruedas. Ay, pero con todo y todo, nos la pasamos súper chido.

Ya en el camino de regreso todos venían bien calladitos, hasta el Bato Loco dejó de estar de escandaloso. Y que bueno porque como era el domingo en el que todos regresaban de vacaciones, la carretera parecía estacionamiento y avanzábamos re lento. La camioneta se calentó dos veces y ay nos tienes bajando todo de la cajuela para sacar la herramienta y una cubeta. Las tres horas que se hacen se convirtieron en siete y el único que siguió llore y llore fue el Moi, pobrecito hasta calentura le dio de la quemada y yo, de la emoción del paseo y de que hacía mucho que la familia no estaba junta tanto tiempo, pos muy contenta y esperando que el año pasara de volada… me moría de ganas porque ya fuera otra vez Semana Santa.

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