Opinión

De la necesidad de ir a terapia

Por Liz Mariana Bravo


Mientras se infusiona, el aroma de manzana con canela invade, desde mi taza, la habitación. Hace rato que Erick Satie acaricia con sublime armonía las teclas de su piano y, como es su costumbre, me provoca esa dulce y sutil melancolía.

Mi desarrollada memoria olfativa me obliga a viajar a aquella tarde de marzo cuando el hombre con la mirada de océano preguntó mi itinerario para la mañana del sábado: ir a terapia, a la universidad, a reunirme con un cliente y una larga lista de etcéteras… Acto seguido sus ojos se abrieron al máximo mientras cuestionaba: ¿a terapia?, ¿qué clase de terapia?, ¿qué está mal contigo?, ¿tienes problemas?, ¿cómo es tu terapia?

Ante la cascada de preguntas, y mi inmersión en su mirada, lo cierto es que sólo atiné a decirle que me gustaba ir a contarle las cosas importantes de mi vida y encontrar explicaciones; a lo que replicó que eso es algo que se puede hacer en un café con los amigos y no hay que pagar por ello.

En ese momento no quise abundar más al respecto, lo cierto es que después de aquella tarde de café la pregunta se instaló en mi mente y, sospecho que, en la suya se situó la firme idea de que yo estaba loca de remate y había que salir huyendo.

Confieso que hasta entonces nunca antes me había preguntado cuál era la razón que daba origen a mi imperante necesidad de ir a terapia. Puedo afirmar categóricamente que, afortunadamente, por ahora no tengo un problema delimitado a resolver… Lidio satisfactoriamente con mis vicios, manías, trastornos y obsesiones, incluso puedo decir que me gustan y les considero parte importante de mi personalidad. Chueca, derecha, funcional o disfuncional, estoy agradecida con la vida porque tengo a mis Padres juntos, a mi hermano y sobrina y, a nuestra manera, nos amamos profundamente. Jamás ha pasado por mi mente la idea de abandonar este mundo, empastillarme o causar voluntariamente daño a alguien.

Sin embargo, sí confieso que adoro autodefinirme como una loca que salta, brinca, danza, aplaude y ríe a la menor provocación; como una loca que es capaz de no dormir en dos noches para hacer con calidad perfeccionista aquello que le mueve el corazón, ya sea un dibujo, poema, obsequio, limpiar su espacio, acomodar su ropa por colores, escribir el más sobrio de los informes, o cocinar las más dulces galletitas… Una loca que es capaz de cruzar el mundo sólo para llegar a abrazar a algún amigo el día de su cumpleaños, quien sin importar cuántas veces le destrocen el corazón, sigue creyendo que vale la pena amar hasta los huesos; una loca que tiene la esperanza de que, sus acciones, aporten un granito de arena para hacer de este mundo un mejor lugar, y al decir esto, caigo en cuenta de que esa es la verdadera razón por la que algún día decidí empezar a ir a terapia: para ser una mejor persona.

Encontrar a la persona adecuada no es fácil. Mi primera visita al psicólogo fue con una entrañable amistad de la familia y algo me hizo pensar que esa relación profesional caía en el rubro de “conflicto de intereses”, así que salí corriendo. Posteriormente un buen amigo me recomendó a una mujer que había colocado sobre la pared, justo detrás de la silla del paciente, un reloj que le indicaba con exactitud cuando los 45 minutos, en los que ella hacía un esfuerzo sobrenatural por no dormirse, llegaban a su fin. Vino la tercera recomendación, a quien llamé a inicios de diciembre de no recuerdo qué año ya, para solicitar una cita y, al colgar, agradecí tanto a Dios por no ser una paciente suicida, adicta, víctima de violación o con una pérdida familiar reciente pues, la falta de profesionalismo de la persona al otro lado del teléfono no sólo hizo que omitiera preguntar mi nombre o la causa que me movía a querer visitarle, sino que osó decir que, debido a la cercanía de las fiestas y las vacaciones, le llamara después del nueve de enero.

Más de 10 años después del primer encuentro fallido con un terapeuta, finalmente “el hilo rojo” me condujo con la persona adecuada, un ser de luz con la sensibilidad, compromiso y vocación para entender las cosas que mueven mi mundo, corazón y mente; capaz de llevarme de la mano para tener certeza de que absolutamente todo lo que nos ocurre, bueno y malo, trae enseñanzas a nuestras vidas; que será necesario convivir con aquellas personas que menos toleramos, o repetir patrones hasta que aprendamos la lección; que no basta con el respeto y la tolerancia hacia los demás, sino que es necesario ponernos en sus zapatos y desbordar compasión; que la meditación constante me ayuda a deshacerme del estrés y la ansiedad, que cuando empezamos a vibrar en frecuencias diferentes podemos ver el mismo mundo con distintos ojos, con nuevos objetivos y atraemos a los seres indicados para acompañarnos en ese camino… Finalmente coincidí con la persona que me hizo caer en cuenta que a veces está bien bajar la guardia, que ser fuerte es una virtud, pero que a veces se vale llorar, quebrarse y mostrar nuestras vulnerabilidades, que es capaz de tocar mi corazón y ayudarme a poner en orden y equilibrio mi caos mental, emocional y espacial, en tan sólo 90 minutos semanales…

Y sí, es cierto lo que dijo el hombre con los ojos de océano, los amigos hacen y hacemos de terapeutas un sinfín de ocasiones, gratis, entre risas que liberan o en medio de llantos desgarradores; pero a veces, es urgente invertirle al alma, mente y corazón de la misma forma que uno paga el gym, el peluquero o el spa, en ocasiones es necesario dejarse llevar por las manos de profesionales que diagnostican y analizan desde cómo te vistes, te sientas, los movimientos, trazos, colores, aromas, tonos, emociones y vibraciones, hasta aquellos acontecimientos ocurridos en la infancia temprana que, seguramente muchos, pasaríamos por alto… Un amigo puede ponernos un curita en las heridas evidentes, pero un terapeuta se encargará de encontrar hasta la herida más antigua, lavarla, curarla y aplicar los ungüentos necesarios para sanarla y evitar, en lo posible, cicatrices dolorosas, todo con la finalidad de convertirnos cada día, en mejores personas.

Gracias A. por conectarte a mi corazón y conducirme por esta locura que es la vida.

Feliz día del psicólogo.