Opinión

Juventud, divino tesoro

Por Alejandro Mier


“Tin-tan”, sonó el timbre de la casa de Susana. A Emilio le agradaba ese sonido. Pensaba que le iba muy bien a la casa de su vecina ya que su resonancia era tan dulce como ella. La había conocido desde quinto de primaria y ahora que estaban por comenzar la preparatoria, recordaba que siempre fueron grandes amigos. Nada nunca los pudo distanciar, ni siquiera cuando Emilio tuvo que pelear con su primo, Enrique, por una tonta discusión en el básquetbol.

Estaba a punto de volver a tocar el timbre cuando oyó el grito de Susana: “¡Enseguida voy, estoy en el baño!”

Emilio sonrió. Ese grito era la mejor evidencia de cuanto lo apreciaba. Susana era súper tímida y a un niño que le gustara o que no fuera de su íntima confianza, jamás le diría “¡Estoy en el baño!”

Emilio se sentó en la banqueta y encendió su “MP4” para entretenerse en lo que bajaba Susana.

–Ay, perdón, ¿me tardé mucho? –Preguntó al abrirle la puerta.

–No, qué va. Casi echo raíces aquí afuera.

–Ándale, no seas llorón y pásale.

–Oye, ¿y tus papás?

–Se fueron a la casa de Teques… anda, pon algo de música en lo que sirvo unos refrescos, sa´.

–Chido, ¿te gusta el de Belinda?

–¿Me da igual? El que quieras.

–¿Y tú por qué no fuiste a Teques?

–Porque mañana es la fiesta de Halloween, ¿a poco no vas a ir?

–No sé. No tengo ni disfraz.

Susana llegó a la sala en donde estaba recostado Emilio, colocó los vasos sobre la mesa y tomándolo de la mano, le dijo: ven, vamos a mi recámara que de esta casa tú sales disfrazado, me canso.

–Ah, no manches, a mi no me late…

–No seas payaso, todos van a ir disfrazados. Además, detrás de la máscara de Drácula, ni quien sepa quien eres tú. Te vas a divertir como niño y me lo vas a agradecer, ya verás.

El resto de la tarde la pasaron probándose todo tipo de atuendos y máscaras.

Susana se metió al vestidor para un nuevo cambio, cuando Emilio le preguntó:

–Susy, ¿no te da cosa entrar a prepa?

–Pus si, un poquito de miedo, pero también mucha emoción, ¿qué tal si encuentro al niño de mis sueños? Además, –dijo saliendo con unos mini shorts de diablita, muy ajustados–, vamos a estar juntos, ¿no?

Emilio se quedó distraído al darse cuenta por primera vez, de lo bien formada que estaba su amiga. Jamás lo había notado. Susana de plano estaba cambiando.

–¿Qué? –Continuó Susana–, ¿por qué pones esa cara de menso?

–No, no, por nada, sólo me quedé pensando que… ¡Pobrecito!

–¿Pobrecito? ¿Quién, tú?

–Pues quien va a ser… el niño de tus sueños... ¡Pobrecito si se topa contigo! Jajaja.

Susana pescó una almohada y se le arrojó encima… –Eres un tonto, ¡ahora verás quien es el pobrecito!

Al entrar a la preparatoria, les tocaron grupos diferentes y cada vez se veían menos. Sin querer se habían distanciado mucho y sólo platicaban un momento las pocas veces que se encontraban en los pasillos.

Al principio, Susana lo extrañaba mucho. Incluso, sus papás eran los que más le insistían que lo buscara en el colegio pensando que él la cuidaría, pero Susana dejó de hacerlo porque, efectivamente, a mediados de año encontró al niño de sus sueños. Se llamaba Diego y la traía muerta porque aparte de que era del grupito de los más populares, le fascinaba a todas sus amigas, no lo podían ocultar aunque quisieran. A Susana, lo que más le agradó de él, fue la seguridad que mostraba. Tal parecía que lo sabía todo y no le temía a nada. Ese era Diego, un chavo educado, de buena familia que la trataba muy bien.

Por eso el día que la invitó a su casa y que después de tanta insistencia porque le diera “una prueba de que ella también lo amaba”, Susana cedió. Aunque tenía terror de que llegara el momento, por otro lado, también lo deseaba. Estaba convencida de adorarlo y sufría al pensar que si no le daba “la prueba de su amor”, podría llegar una de tantas de la prepa a darle “su pruebita” y entonces sí, lo perdería.

Diego era el quinto de seis hermanos, todos hombres, y tenía fama de haber tenido muchas novias. Eso, aunque no le gustaba del todo a Susana, le daba cierta tranquilidad de que él sabría qué hacer.

Lo de los besos y el manoseo era ya prueba superada, el “shock” vino cuando se descubrieron desnudos. Fue un solo instante en el que ambos, casualmente, abrieron los ojos al mismo tiempo para estamparse en sus vírgenes pieles.

–Qué blanca estás. –Fue la única estupidez que se le ocurrió decir a Diego al toparse con tan brutal belleza. Pero de inmediato la volvió a asaltar para no darle chance a arrepentirse. Susana en realidad no tenía la intención de echarse para atrás, lo que pasó por su cabeza fue pensar si Diego sacaría unos preservativos. No importaba cuales fueran, total, ella ni los conocía, pero seguro Diego, sí.

Viajaron a la luna perdiéndose por el Mar de la Tranquilidad, se columpiaron de la Osa Mayor a la Osa Menor, brincando de la constelación más grande a la más brillante y después de rodar juntos confundiéndose con el suave prado y el perfume de las flores de una montaña, se estremecieron al encontrarse solos en una isla desierta en la que se volvieron a mirar, sólo que esta vez, con los ojos empequeñecidos, buenos, agradecidos.

–Jamás me sentí así en mi vida. Eres una diosa, –dijo Diego, sujetando con todas sus fuerzas el cabello de Susana y oliéndolo profundamente sin imaginar que esa esencia tan de ella, a partir de ese instante quedaría impregnado a él hasta el más lejano de sus días de invierno.

–¡Te amo! ¡Te amo! –Respondió todavía agitada por la emoción. Se llevó la mano a la mejilla para capturar un par de lágrimas que le escurrían. Al verlas entre sus dedos, supo que conservaría ese recuerdo por siempre.

Cuando Diego la observó desde su ventana retirándose rumbo a su casa, pensó que en la próxima ocasión que estuvieran juntos, sería bueno preguntarle que preservativos usaba. Sólo por saber, total, esas cosas de pastillas o dispositivos, eran asuntos de mujeres.

Seis semanas después, Susana buscó por todas partes a Emilio, pero sin suerte. Le urgía hablar con él. Era la única persona sobre la tierra a la que le tenía confianza para platicarle lo que le sucedía, a pesar de tener meses de no saber nada de él.

Por fin, la noche del viernes, una amiga le dijo que Emilio haría una fiesta en su casa, así es que fue a visitarlo. Cuando llegó ya era un poco tarde y la mayoría de la gente se había ido. Como no estaba abajo, fue a su recámara y al abrir la puerta lo vio tirado en la cama: los ojos rojos, perdidos; el cuerpo sin ropa, lucía cadavérico.

–Ven, Jazmín, –balbuceó confundiéndola–, móntate en mi otra vez, trae a tu amiga y vuélvanmelo a hacer…

Susana se aterró, ¿qué le había sucedido a su gran amigo? ¿en qué momento fue que dio tan irreconocible cambio? Sabía que era sumamente influenciable y que en la prepa muchos compañeros se drogaban, pero no él, ¿por qué? ¡Por qué!

Ya habría tiempo de averiguarlo, por lo pronto, intentó ayudarlo.

–Soy yo, Susana, ¿te sientes bien?, –cuestionó mientras lo cubría con las sábanas.

Emilio intentó abrir más los ojos para verla, pero no pudo reconocerla. Sus brazos lucían amoratados y junto a un sostén y una tanga, percudidos y corrientes, observó dos jeringas recién usadas.

Recargó la cabeza en la almohada y se marchó. Sin duda, los problemas de Emilio eran más grandes que los de ella. Así es que acudió a Diego, solo que al contarle lo que ocurría, descubrió el rostro más angustiado, jamás visto; sus acuosos párpados eran los de un ciervo herido y sin poder decir ni media palabra, el chico se dio la vuelta y caminó con la cabeza gacha, muy lentamente, rumbo a casa.

No había más, Susana tendría que recurrir a su madre.

En la semana siguiente, don Rubén, el papá de Emilio, dormía en su habitación cuando escuchó de nuevo esos pasos sigilosos de otras ocasiones, sólo que esta vez esperó a que estuviera junto a él y en el momento en que Emilio volvió a tomar la billetera para robarlo, con un movimiento brusco, lo pescó de la mano.

Emilio intentó liberarse, pero su padre lo llevó arrastrando hasta su cuarto.

–¡Qué te pasa! ¡Qué estás haciendo! ¿Crees que me puedes sacar dinero todas las noches? Y tan grandes cantidades, ¿por qué lo haces? En qué lo gastas, ¡contéstame!

No hizo falta una respuesta. Don Rubén lo abrazo y se soltó llorando como un niño. Emilio también comenzó a llorar.

–¡Lo siento, papá! ¡Perdóname!

–Mañana te llevaré a una clínica de adicciones... ¡Juntos saldremos de esta! Ya lo verás…

En la clínica, Emilio fue dócil y salió un poco más tranquilo con la encomienda de hacerse unos análisis.

Paola, la mamá de Susana, quedó petrificada al oír de su propia hija que estaba embarazada. Tenía noches inconsolable y no hallaba como comunicárselo a Joaquín, su esposo.

De novios, solían dar largas caminatas por el parque y en ese entonces, ella imaginaba que cogida de su brazo no habría porqué temerle a nada en el mundo, así es que le pidió que la llevara. Pasearon en silencio más de dos horas y Paola no encontró como decirle que Susy, su pequeña de quince años… ¡No podía ser verdad! ¿Qué pasaría con sus estudios? Ella deseaba ser abogada. ¿Y su viaje a Europa? ¿Y su boda? ¡No la vería entrar de blanco a la iglesia del brazo de su padre! En un suspiro, sin siquiera notarlo, se le había esfumado su princesa, su nena, y ahora tendría que convertirse de tajo en madre, ¿cómo decírselo a Joaquín? Imposible.

Antes de volver a casa, para levantarle el ánimo, Joaquín se detuvo en la panadería. Comprarían pan dulce para merendar con Susana. Tomó un bísquet recién horneado mientras Paola escuchaba en el radio a Pedro Ferriz de Con. Entrevistaba a un Psicólogo… “así es, Pedro, el abuso de las drogas, como atinadamente has dicho, pisotea los valores sociales y familiares e incita a la promiscuidad alimentando por desgracia, al fantasma del VIH, las estadísticas son alarmantes. Y un problema también mayor, es que, hoy en día, los jóvenes mexicanos comienzan a experimentar su sexualidad dos años antes que las generaciones pasadas, o sea a los quince años; y si el índice de embarazos no deseados es tan alto, se debe a que el 80% de estas parejas no tiene ninguna educación sexual, ni en la escuela, ni siquiera en casa.

Paola dejó caer la charola del pan y se sujetó de Joaquín para no caer.

Al salir de la clínica, con gran desesperanza, Emilio corrió al primer teléfono público que vio.

–¡Papá! ¡Papá! ¡Por favor ven por mí!

–Calma hijo, calma, dime qué pasa…

–¡Los estudios papá! ¡Los estudios! ¡Ven, date prisa!

Rubén encontró a su hijo ahí mismo, sentado debajo del teléfono público. El encabezado de la hoja arrugada que yacía a su lado, decía: Resultados de examen VIH.

 

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