Opinión

La pantera negra

Por Alejandro Mier


Leonor y Guillermo Smith reposaban en la cama y aunque por costumbre mantenían el televisor encendido, ambos pasaban largas horas dedicadas a sus respectivas lecturas. La última vez que se dirigieron la palabra en forma, si no amorosa por lo menos cordial, había sido dos años atrás cuando despidieron a su hija en el aeropuerto al partir a Europa a terminar su maestría en psicología. Guillermo vio despegar el avión y supo que con él se iba el único motivo por el que aún se resistía a romper el delgado hilo del que pendía su relación con Leonor, así que desde ese momento, como un pacto en el que sobraban las palabras o los documentos, decidieron por comodidad compartir la casa, pero sólo eso.

Aquella noche, Guillermo por ningún motivo apagaría la luz de la lámpara de buró hasta no ver concluido el “Ensayo sobre la ceguera” de Saramago; por su parte, envuelta en su bata púrpura de seda, Leonor devoraba entusiasmada la revista de marzo de GQ; le urgía conocer la moda en Europa porque pronto, muy pronto, le sobraría tiempo y dinero para pasear por el Río Sena en París; ash, no, que trivial, aburrido y poco original; para sus amigas ya no sería novedad, así es que quizá elegiría cruzar el canal del Bósforo, de la parte Europea a la parte Asiática de Turquía; y por ningún motivo dejaría de visitar el museo de Van Gogh en Ámsterdam. No entendía mucho sus pinturas, pero el hecho de arrancarse la oreja le sonaba tan romántico...

Nelson era un hombre calculador y lo tenía todo bajo control. Su reloj Mont Blanc le indicó que era hora de actuar y eso lo hizo feliz. Con agilidad felina, trepó la enorme barda de la residencia, sin embargo, en esos momentos escuchó unos pasos que provenían de la calle. En efecto, debajo de él, en la acera, un vagabundo lo observaba admirado. La posición de Nelson, con los pies y los brazos apoyados en la barda, su vestimenta negra completamente pegada al esbelto cuerpo, y para embellecer la escena, la luna llena cual moneda de plata, con su reflector puesto en él, lo hacían parecer como una pantera negra urbana. “Esto es verdaderamente hermoso”, dijo el vagabundo y prosiguió su paso.

Nelson saltó al césped sin temor. Ni el jardinero, ni la gente de servicio, mucho menos el velador, estarían en casa esa noche. Forzó la puerta de la cocina y de inmediato desactivó las dos alarmas. Perfecto, todo marchaba de acuerdo a lo planeado. Sacó su amada Bereta .38 y comenzó a subir con mucha cautela cada uno de los escalones. Al llegar al descanso de las escaleras pudo observar la lucecilla que salía de la habitación de los señores. El estómago le dio un vuelco y la sensación de pánico le recorrió todo el cuerpo. Nelson, el hombre de nervios de acero, experimentaba la adrenalina a tope, un placer tan extremo, pero infortunadamente tan transitorio como el orgasmo.

Situado entre el televisor y la cama de la pareja, le pareció simpático que no notaran su presencia así es que dio un ligero empujón a la cama con su zapatilla negra.

Nelson ahogó el grito de Leonor porque de inmediato la sujetó por el cuello apuntándole en la sien con su Bereta.

–No intente nada señor Smith o mato a su esposa –susurró en tono caballeroso. Sólo vine por el dinero. Prometo que, si no comete ninguna estupidez, nadie saldrá lastimado–. Y arqueando la ceja para imponer autoridad, levantó ligeramente la voz: ¡de prisa, a la caja fuerte!

–De acuerdo, de acuerdo, tenga calma. Le daré lo que pide –contestó Guillermo, sin embargo, al ir bajando por las escaleras pensó: “si supiera que aniquilar a Leonor sería el favor más grande que podría hacerme. Quizá sea una buena oportunidad... ¿Debo provocarlo? Nadie podría culparme...”

Guillermo movió la fuente que se encontraba en la sala y debajo de ella apareció lo que los tres sabían que se ocultaba ahí: la caja fuerte.

Guillermo le entregó varios fajos de dólares, las joyas de su esposa y valiosos documentos, mas, de pronto, al notar que el hombre pantera no quitaba la pistola de la cabeza de Leonor, le arrojó un puñado de centenarios con el afán de que le cumpliera su promesa de dispararle a Leonor, pero en su intento de huir rumbo a la cocina, un tiro seco y certero lo derrumbó dislocándole la cadera.

–¡No me mate, por piedad, no me mate!?Los ruegos llegaron demasiado tarde, Nelson descargó un segundo cartucho perforándole el cuello y provocando que un sangriento chisguete vengador, bañara el rostro de su esposa.

Muerto el señor Smith, Nelson se quitó con toda confianza el pasamontaña. Leonor lo miró embelesada. El color tostado de su piel, los ojos grises y la varonil barba entrecana de dos días, hacían juego con su vestimenta.

–¿No tuviste dificultad para entrar, cariño? Me encargué de la servidumbre.

–No, ninguna, buen trabajo...?

–¡Bueno, ahora date prisa, Nelson! –Apuró Leonor–, alguien podría haber escuchado los tiros.?

–Sí, tienes razón, ¿es todo lo de valor??

–Sí. Ahí están las escrituras de la casa y las del rancho. ¡Vete ya!

–De acuerdo. Ahora te voy a tener que golpear para que la policía se trague el cuento...?

–Lo sé... ¡Hazlo rápido! Y no lo olvides amor, nos vemos en Florencia...?

–¡Claro! En el Puente Vequio, –completó él.?

De un cachazo en la barbilla, Nelson noqueó a Leonor derrumbándola a un lado del cuerpo de Guillermo.?La Pantera negra salió tan campante por la puerta principal, casi como si ya fuera el legítimo propietario de la mansión Smith, Al caminar por la acera, arrojó los incómodos guantes y extrajo de su bolsillo un boleto de avión. Sí, un ticket sencillo, sin regreso ni mucho menos acompañante, después de todo, ¿a quién le interesaría compartir su vida y fortuna con una arpía cincuentona que era capaz de planear hasta el asesinato de su propio esposo? No, no, no. Jamás podría confiar en semejante mujer. Oh, la brisa nocturna era tan gratificante. Ni hablar, hacer bien las cosas tenía sus recompensas: evidentemente, ella no lo inculparía; equivaldría a delatarse a sí misma.

El boleto señalaba como destino Río de Janeiro y aunque Nelson se imaginó rodeado de deidades brasileñas en bikini, decidió que primero visitaría Machu Pichu. Siempre deseó conocer más del imperio Inca.

 

andaresblog.com