Opinión

Las tres cartas de don Carmelo

Por Alejandro Mier


El agua tibia de la regadera cae sobre su nuca y en esa posición permanece un momento en busca de relajación. Ha sido una ducha prolongada, pero no ha servido de mucho. La depresión sigue punzando. Se seca con sutileza y poco a poco va dejando que la toalla descubra su desnudez. Le agradan sus largas piernas no obstante que ahora tenga que depilarlas más seguido. La delgadez del vientre es su orgullo, sin embargo, no le gusta que los hombros sean un tanto abultados, aunque con la ropa se disimula.

En el espejo de cuerpo entero que colocó detrás de la puerta del baño para que sus papás no lo noten tan fácilmente, se observa tomándose todo el tiempo del mundo. Por fin detiene la mirada en sus caderas; tienen fortaleza y redondez y goza untándolas de crema. No hay nada más adorable en el mundo que su nueva tanga rosa.

Después, continúa con el ritual de siempre. Se sienta en el tocador y maquilla cada parte del rostro. Sabe como resaltar los pómulos, adelgazar las pestañas e inyectar vigor al tono marrón de sus ojos. Llega a la boca y pasa el lápiz con mucho cuidado ya que el labio superior aún esta hinchado a causa de la cachetada recibida por la tarde; fue su mejor amiga, Karen, y el sólo recordarlo emerge el llanto estropeando la pintura de sus ojos. Karen tuvo razón, ¿de qué otra forma podría reaccionar después de confesarle tan cruda verdad? Era la última persona amada que faltaba de darle la espalda.

–Bueno, Esperanza, ¿y qué hace Carmelo tanto tiempo metido en su

recámara? –Preguntó molesto don Carmelo a su esposa–, y ni se te ocurra ponerte a defenderlo, ¡sólo respóndeme!

–Ay, déjalo… cosas de adolescentes. Estará estudiando o en la computadora…

–¡Nada qué! Tú siempre ocultando sus rarezas. A ver, voy a comprobarlo con mis propios ojos.

Los más de treinta años dedicados a la construcción, han hecho de don Carmelo un hombre recio, de mucho carácter. Para él es más funcional el uso de la fuerza que el de las palabras. En el trabajo eso no falla, ¿por qué habría de ser diferente en casa?

“¡Plac, plac, plac!”, suenan los manotazos sobre la puerta de Carmelo. Él pega tremendo brinco y se lleva la mano a la boca, para su fortuna ya ha terminado de desmaquillarse y la gruesa pijama oculta las femeninas prendas interiores.

Al abrir la puerta, su padre entra hecho un energúmeno.

–Qué tanto haces encerrado, escuincle, ¡contéstame!

–Nada papá…, -responde con miedo, –me metí a bañar y luego busqué una información en el Internet…

–¡Me lleva la que me trajo! ¡El maldito Internet! ¡Siempre el maldito Internet! A ver que te parece esto, –le dice arrancando de tajo los cables de la computadora–, ¿sabes lo que eres? Si sabes, ¿verdad? ¡Un pinche enfermo, depravado! ¿Sabes cómo dicen a mis espaldas en la obra cuando pasas por ahí? Te lo diré, –le recalca arremedando la burlona voz de los trabajadores: “ahí va carmelita, la hija de carmelote, jajaja!” –, ¡Soy el hazmerreír de esos idiotas!

–Lo siento, señor… –contesta Carmelo imaginando como se pondría si supiera que su nombre de batalla es “La Florencia”.

–¿Lo sientes? ¡Lo sientes! Vaya consuelo, has vivido a mis costillas diez y siete años y mira como me pagas: ¡volviéndote joto! Eres un travesti, un maricón.

Don Carmelo levanta la corpulenta mano para abofetearlo, pero Carmelo ágilmente se arroja a la cama y haciéndose bolita, le implora:

–¡En la cara no, papá!, ¡te lo suplico!

–Cobarde… Don Carmelo se vuelve un par de pasos y antes de salir de la habitación, replica en un tono más pasivo: –dice tu madre que te quieres ir mañana a Veracruz… al carnaval de Veracruz, ¿tú crees que engañas a alguien?, ¿piensas que yo desconozco a qué va gente como tú a ese lugar? Me das asco… si tanto te gusta deberías pensar muy seriamente quedarte allá para siempre–, concluyó azotando la puerta.

Carmelo no pudo haber tenido un día peor. De por sí que no entendía muchas cosas de las que le pasaban. Primero, en el Internet, visitó mil páginas de sexualidad hasta que encontró toda una comunidad de gente como él. Fue maravilloso descubrir que él no era la única mujer metida en un absurdo cuerpo con pelos por doquier y un pene de pilón.

Luego, fue a antros gay pero no le costó mucho tiempo más comprender que no sólo estaba en el cuerpo incorrecto, sino con el padre equivocado y muy probablemente, en el mundo equivocado. Todo se complicaba, sobre todo el amor.

Por la mañana, se levantó muy temprano para tomar el autobús rumbo al puerto. Su mamá lo esperaba en la cocina. Le había preparado un emparedado para el camino.

–Mamá, –le cuestiona Carmelo–, ¿por qué no me das la cara?

–¡Ay, hijo mío!, –dice Esperanza abrazándolo, ahogada en llanto–, no me veas, por favor, sólo quise defenderte.

Don Carmelo nuevamente la había golpeado. Tenía un ojo como bola de billar y la nariz y boca, agrietadas de las heridas.

–¡Mamá!, ¡mírame a los ojos!, ¡respóndeme! ¿Quién crees tú que está peor de los tres? ¿Yo que nací con un gen homosexual que nunca pedí, mi padre que podría escribir un manual perfecto de mil formas de vejación, humillación y violencia, o tú, madre amada, que no sólo no lo denuncias, sino que aparte sigues a su lado?

Carmelo la besó en la frente, le susurró al oído algo que sonó como a “pobre madre” y soltándola suavemente, se fundió entre el gélido soplo matinal.

Por algún motivo, a Esperanza la abordó un miedo inaudito de no volver a ver a su hijo, así es que subió de inmediato para revisar si se había llevado sus cosas, pero no; Esperanza respiró un poco más tranquila al notar que, por el contrario, Carmelo apenas y cargó con un par de mudas. Todas sus pertenencias, las más íntimas y queridas, estaban en su lugar, incluyendo el preciado juego de pinturas.

Dos días más tarde, cuando don Carmelo volvió a casa, ya de noche, desde que abrió la puerta de acceso a la sala sintió un vacío nauseabundo. La casa se escuchaba hueca, como cuando no se tiene muebles; al avanzar, los tacones de sus botines resonaron más fuerte que nunca. Todo era oscuridad por eso fue que pudo distinguir unos sobres blancos sobre la mesa del comedor. Quien quiera que los hubiera colocado ahí, lo hizo sin tomarse la molestia de acomodarlos. Eso fue lo que llamó su atención y además lo enfureció. Tanto Esperanza como Carmelo, sabían que él no toleraba el desorden. Que existía un lugar específico para su correspondencia, ¿cuántas jodidas veces se los había dicho?, ¿y luego por qué los reprendía?

En fin. Prendió la luz que daba al centro de la mesa y vio que se trataba de tres cartas.

Tomó la primera. Era de Esperanza; le decía que sus deseos se habían cumplido y que jamás volvería a ser el hazmerreír de nadie porque Carmelo no regresaría más. Ella tampoco. Resistió cualquier variedad de violencia intrafamiliar: física, psicológica, económica y hasta de género. Pero lo de su hijo no, eso si que no se lo perdonaría ni pasando toda una vida.

Los 63 años de don Carmelo flaquearon un poco. Se pasó el pañuelo para mitigar el sudor de la frente y tomó la segunda nota.

Era un citatorio. Esperanza finalmente lo había denunciado, y de acuerdo a la ley que acababa de entrar en vigor en México no sólo tendría una pena económica, sino que mencionaban varios años de prisión.

Dio un par de tosidos y se sujetó de la silla. Esto era demasiado, la muy maldita mal agradecida…

De un pésimo humor abrió la última carta. Ni siquiera estaba dirigida a él. Sólo decía URGENTE, ENTREGAR A ESPERANZA SOTO. Extrajo el papel violeta reciclable y recordó haber visto un block de ese mismo material en el cuarto de su hijo. En efecto, al comenzar a leerla, advirtió de inmediato que se trataba de él. Era una nota que le dedicaba a su madre; la recorrió con gran rapidez porque la vista se le comenzó a nublar vertiginosamente. Carmelo se había volado la tapa de los sesos en una habitación de un hotelucho de Veracruz.

El pesado cuerpo de don Carmelo cayó descompuesto en la fría loseta. Pero no, no era nada de cuidado. Un simple desmayo. La verdadera pesadilla para él, ahora estaba por comenzar.

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