Opinión

Grandes clásicos

Por Alejandro Mier


Mi abuelo era un increíble contador de historias. A mí, las que me encantaban eran las de miedo, pero siempre tenía que oírlas a escondidas porque a mi mamá no le gustaban, ni él ni sus cuentos. Cuando los observaba juntos, se me figuraba como estar frente a dos seres de galaxias distintas que no tenían nada que ver el uno con el otro. Mi papá lo sabía y a leguas se notaba que eso le divertía. Su rostro se llenaba de gozo cada vez que ellos se entrampaban en discusiones estériles en las que mi mamá invariablemente perdía. Esa era la parte que más disfrutaba mi padre; el abuelo le decía cosas que él no se atrevía.

Aquella mañana nos acompañó mi primo Toño y un compañero de la escuela y cuando llegamos a la acostumbrada visita dominical, el abuelo reposaba en su viejo sillón tomando el sol. Aunque la mañana era calurosa, jamás se despojaba de su grueso abrigo en el que en cada bolsa podías encontrar una cajetilla de cigarrillos. La sonrisa con la que siempre nos recibía, se apagaba en cuanto veía entrar a mi madre.

–¡Abuelo!, ¡abuelo! –corrí hacía él–. ¿Nos cuentas un cuento?

–¡Hola hijos! –y continuó su saludo con desgano–, buenas tardes, señora.

–Buenas tardes –contestó mamá, cantadito, como en tono burlón.

–Anda hijo –le dijo a mi primo–, acércate y preséntame a tu amigo, ¿con que quieren oír una historia, eh?

–¡Sí, abue!, ¿nos cuentas una?

–Claro, claro, pero antes dime, ¿cuál es tu nombre? –dijo dirigiéndose a mi compañero.

–Me llamo Hermes, señor.

–Vaya, vaya, vaya… un nombre griego, de un dios griego, si no mal recuerdo guía de los viajeros, patrón de los ladrones, conductor de las almas hacia los infiernos y protector de los resucitados… y eso, mis queridos niños, evoca en mi memoria una historia.

–¡Ash! –interrumpió mi mamá al tiempo que tomaba a mi padre del brazo para encaminarlo a la sala y sentarse en el mueble en el que mi abuelo no la veía, pero ella sí podía vigilar sus palabras.

El abuelo comenzó su relato:

–Es la vida de un niño que a los tres días de nacido fue abandonado por sus padres. Corrió su niñez sin mayor percance hasta que, ya de joven, un hombre le dijo que los que el veía como padre y madre, en verdad no lo eran. El joven se sintió muy mal y decidió salir en búsqueda de su origen.

En su camino se cruzó con un grupo de gente que sin motivo lo atacó. Había caído en una emboscada, pero los hombres que intentaban golpearlo no contaron con su fuerza y valentía y él se defendió hasta darle muerte a cada uno. Siguió su marcha y los Andares de la vida quisieron que su coraje lo convirtiera en rey. En su nuevo reino conquistó a una dama, contrajo matrimonio y juntos procrearon varios hijos.

Todo iba muy bien hasta que una mala tarde, se presentó ante él un mensajero para llevarle una terrible noticia de su pasado. Le dijo que desde su nacimiento estuvo marcado ya que el oráculo de las profecías había pronosticado que aquel hombre asesinaría a su propio padre y fecundaría a la madre de la que él mismo había sido engendrado, por lo que sus hijos nacerían del mismo vientre del que él provenía.

–¿Saben lo que quiere decir esto, niños? –nos preguntó.

–Noooo –contestamos ante el trabaluengas.

–Pues bien, pequeños, escuchen con atención. El oráculo no mentía: el niño que un día fuera abandonado es el mismo que de joven, en aquella emboscada, sin saberlo, mató ni más ni menos que a su propio padre. Después, conoció una bella mujer con la que se casó, nuevamente ignorando que ésta, en realidad, era su madre. Como podrán adivinar, las hijas que nacieron del matrimonio eran sus hijas y hermanas a la vez.

Al enterarse de su cruel origen, el rey no pudo más y fuera de sí se precipitó a la habitación de su madre-esposa, sólo que la encontró colgada, suspendida del piso por retorcidos lazos. De inmediato aflojó el nudo y, al caer muerta a sus pies, fue tal el dolor que el rey prefirió perderse en un mundo de tinieblas así es que arrancó los broches dorados de su vestido y con ellos se golpeó las cuencas de los ojos hasta dejarlos vacíos.

Los tres nos quedamos inertes, no podíamos ni respirar porque estábamos fascinados con la narración del abuelo, sin embargo, mi madre nos sacó de nuestra hipnosis:

–¡Pare!, ¡pare! ¡Esto sí que es el colmo! Mire que contarle esas horribles historias a sus nietos… ¡Vaya mente tan enferma tiene usted!, ¡vámonos, niños, vámonos ya!

–Mi distinguida dama –refutó el abuelo–, como siempre, me atribuye usted más dones de los que este viejo pudiera imaginar. Es obvio que esta magnifica historia dista mucho de ser mía. De hecho es uno de los grandes clásicos griegos que dan inicio a La Tragedia, su nombre es “Edipo Rey” y fue escrita por Sófocles en el siglo V antes de nuestra era.

–¡Oohhh! –exclamamos impresionados.

–¡Asshh! –refunfuñó mi madre otra vez mientras se daba la vuelta para descubrir que mi papá se regocijaba con la escena.

En lo que mi mamá nos tomó del brazo para sacarnos cuanto antes de la casa, mi abuelo no pudo dejar de rematarla; la prudencia no era una de sus cualidades, así que continuó: “y mi intuición me dice, señora, que si los niños la escuchan desde ahora puede despertarles el gusto por la literatura y salvarlos de una penosa vida de ignorancia… ¡Vuelvan pronto, chicos!”, gritó divertido.

Al quedarse solo, por la mente del abuelo se cruzó la frase que inmortalizara su amigo Germán y que con el caló y la sabiduría propia de “la banda”, invocaba cada que presentaba un nuevo examen de inglés en el que de antemano se sabía perdido: “el que nada sabe, nada teme”. Rió al recordarla y al instante se sumergió en un largo sueño no sin antes cuestionarse una última pregunta: “¿quién será más feliz?, Aquél que todo lo ignora o aquél que sabe de más…”

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