Opinión

Exorcismo

Por Alejandro Mier


Narraciones del más allá

–Este puro va a quedar de primera. Lo estoy forjando como pa’ que se lo fume la jefa. Seleccioné re bien el tabaco.

–A verlo, tú. Ah, ta’ bueno. Pero apriétalo juerte que lo miro flojo.

–Cate, Porfidio!, que no se te olvide quien te enseñó este oficio.

–Ya ni le sigas. Son las 2:20. Ya hace hambre.?

–¡Pérate! Vente conmigo. La Lolis preparó unos tamalitos de mole que están a todo mecate.?

–No, carnal. La neta, no.?

–¿Qué? Te da miedo o qué.?

–Pus... ya sabes. Tu hermana... Como que no le caigo, ¿no?

–¡Ándale! Ni le hagas caso. A ver, párese y camine antes de que aparezca el patrón, ya sabes que con él no se juega.?

–Ni me lo digas porque estoy que me lo quebro. No me ha hecho nada y yo, sueñe que sueñe con que lo mato con su propio machete. Qué raro, ¿no??

Porfirio y Juventino se encaminaron por la orilla del plantío de tabaco y tomaron por la vereda arbolada hasta internarse por el cerro de aquel paraje de Catemaco. Al llegar a la humilde cabaña, Porfirio abrió la puerta y se encontró con su madre.

–Hola, viejita. Mire, le traje al Juve y ¿adivine qué? Le preparó un puro como los que asté le gustan.

Con la mirada, Juventino agradeció a su amigo la mentira de que él le había preparado el puro y continuó con el juego:

–Espero que le guste, seño.

Extendiendo una sonrisa que asomaba los cinco escasos dientes que le quedaban, la anciana se quitó el pelo negro y desaliñado que le caía sobre el arrugado rostro, jaló una silla y le ordenó a Juventino:

–Siéntese, joven. Hace bien en procurarme porque asté necesita ayuda.

A Juventino no le espantaban tanto las palabras de la mujer; en realidad no las comprendía del todo, pero sus pequeños ojos, cuando lo miraban como ahora, sí que le ponían la piel de gallina.

La señora se introdujo en la siguiente habitación. Porfirio aprovechó para destapar dos cervezas y le gritó a su hermana:

–Órale, Lola, sírvenos los tamales que la tripa está que ruge. Dolores salió de la cocina y sin hablar ni tan siquiera verlos, comenzó a hacer sus labores.?

–¿Qué? –dijo Porfirio–, no vas a saludar al Juven.

–Buenas... –respondió Dolores mirando al techo. Dio la vuelta y se metió en la cocina.

–¿Ves? ¡Qué te dije! Tu carnala no sé qué trae conmigo. No le caigo. Nunca me mira. Yo mejor me voy...

–Espérate –respondió Porfirio deteniéndolo del brazo–. Ya sabes cómo es la Lola. Quesque ve cosas.?

–¿Cómo que ve cosas? ¿Eso qué??

–Sí, muertitos y quien sabe cuántas tarugadas más.

–Y eso, ¿qué tiene que ver conmigo??En eso entró Dolores para serviles los tamales y ambos guardaron silencio. Cuando ella atendía a su hermano, se notaba un trato cordial; sin embargo, a Juventino, al servirle, agachaba la cabeza y lo esquivaba.

Juventino prefirió acabarse rápido el tamal y en cuanto Dolores salió, le dijo a Porfirio:

–Yo me voy, mano. Gracias, pero con tu carnala yo me incomodo re gacho.

–No, hombre. Ya te dije que ella ve cosas y tú no es que le caigas mal, lo que pasa es que no te mira de frente porque le das miedo.

–¿Miedo yo? ¿De qué? No me cuentes.?

–Ya, mano. Te voy a decir la puritita verdad. Mi carnala dice que trais un niño colgado.

–¡¿Qué?!

–Sí, un niño sentado en tus hombros, así, agarrado de tu cuello. Neta que yo nunca te he visto nada, te lo juro por mi jefa. Pero la Lola ya te lo vio y ella no se equivoca.

–¡Vámonos, Porfirio! Deja de decir palabrerías y jálale que ya es tarde y hay que atorarle a la chamba.

Ambos se levantaron de la mesa, salieron de la cabaña y durante el trayecto de regreso e incluso, en los siguientes días, ya no hablaron del tema; sin embargo, Juventino se mostraba preocupado, había pasado varias noches de insomnio y no dejaba de observarse en cualquier espejo.

Al martes siguiente, Porfirio lo invitó a tomar mezcal, y Juventino le inventó una mentira para no acompañarlo, ya que tenía cosas más importantes que hacer. En cuanto se despidieron, Juventino se dirigió a la cabaña del bosque. Al pararse frente a la puerta, cuando apenas estaba buscando valor para tocar, ésta se abrió y apareció Dolores.

–Sabía que vendrías –dijo mirando a sus pies.?

–¿Por qué no me ves a los ojos, mujer??

–No me gusta el niño que trais ahí, en tus hombros.

–¿De qué hablas? ¡Explícate!

–¿No percibes su presencia? Es raro, porque te está haciendo mucho daño y tú estás cargando con sus penas.

–¿Y qué debo hacer?

–Si quieres echarlo de tu vida, tengo que hacerte un trabajo de exorcismo. No va a ser fácil, así es que, si te interesa, ven conmigo el viernes por la noche. Hay luna llena y la energía ayudará.

–¿Lo has hecho antes? –preguntó Juventino, pero la puerta ya se había cerrado.

Los siguientes días no pudo conciliar el sueño y al llegar la noche del viernes, se dirigió a la cita.

Dolores ya tenía todo preparado en una habitación. Había mucho humo, hierbas, y notó que la anciana fumaba aquel puro sentada en una esquina del lugar.

–Yo la ayudaré, aunque me haya mentido con lo de este puro –dijo a Juventino mostrándole sus dientes cafés como gajos de maíz–, asté quédese tranquilo y haga lo que ella le diga.

Dolores llevó de la mano a Juventino al centro del cuarto. Se paró frente a él, tomó un ramillete de hierbas y comenzó a pasárselas por el cuerpo. Juventino miraba como Lola movía con agilidad su flacucho y menudo cuerpo al tiempo que la anciana, entre fumada y fumada, exclamaba unos cánticos que jamás había oído.

Breves minutos después, Dolores tomó un huevo y se lo empezó a restregar por las piernas, el estómago y el pecho. Al llegar al cuello, el blanquillo se estrelló y salió de él una hedionda y espesa masa negra desuniforme. Dolores tomó otro huevo y mientras la escena se repetía y el huevo volvía a reventarse podrido en su hombro, decía: “déjalo; ese cuerpo no te pertenece; no es tuyo; libéralo; tú no eres de esta dimensión; ve con los tuyos”.

Juventino estaba a punto de salir huyendo del lugar, cuando Dolores lo agarró de un brazo y con la voz gruesa de un hombre adulto, totalmente transformada, sin duda poseída, comenzó a hablarle en un dialecto que él nunca había escuchado. Se quedó petrificado y ahora el que no tenía valor para ver a los ojos a Dolores, era él. Ella lo jalaba una y otra vez y no cesaba de gritarle palabras sin sentido. De pronto, Dolores se inclinó hacia atrás y cayó al piso como tabla. Juventino no supo si ayudarla a levantarse, o no, pero la vieja le ordenó: “Déjela, está en trance, aún no logra ni siquiera comunicarse con el niño que trai asté, ¡ay quédese!”

Juventino estaba prácticamente paralizado del terror cuando Dolores, con una velocidad vertiginosa, se puso de pie, lo tomó del pecho con las dos manos y sin más ni más, levantó sus casi noventa kilos de peso. Juventino intentaba comprender de dónde había sacado fuerza esa mujer tan enclenque, cuando comenzó a gritarle con una voz como salida de ultratumba:

–¡Órale, hijo de tu puta madre! ¡No te hagas pendejo! ¡Tú eres de los míos y aquí te va a cargar la chingada! ¡Nos vamos juntos cabrón!

Dolores no dejaba de insultarlo al tiempo que lo cargaba por toda la habitación. Juventino estaba aterrado y suplicante recurrió a la anciana que continuaba en su rincón, pero ahora hincada:

–¿Qué hago, señora? ¡Qué hago??–¡Rece, joven! ¡Rece lo que pueda!?Juventino comenzó a repetir: “Padre nuestro que estás en el cielo, Padre nuestro que estás en el cielo...” una y otra vez hasta que la escandalosa voz dejó de insultarlo. Dolores, aun cargándolo, dio un par de pasos y sin más, lo arrojó hacia atrás al tiempo que ella también caía desvanecida.

Cuando ambos reaccionaron, se encontraban sentados, frente a frente. Dolores hizo una expresión amigable, muy tierna. Juventino se sintió aliviado pensando que todo había terminado; sin embargo, Dolores, se aproximó a él y le dijo con un tono chillante como de niño:

–Dame tus manos, vamos a jugar –y comenzó a cantar: “la, la, la, la, la, la... –” mientras le daba palmaditas, una en una mano y otra en otra.

Juventino comprendió que Dolores por fin había podido atraer al espíritu del niño y ahora se encontraba poseída por él.

–¿Dónde está mi papi? ¡Tú no eres mi papi! Llévame con él, hace tanto que no lo veo... –dijo Dolores nuevamente con el tono infantil–. Ya sé, voy a buscarlo al bosque para ayudarlo, antes de que el patrón de los hombres que hacen los puros nos vuelva a pegar con su machete... ¡Adiós! –dijo, y salió de la cabaña dando pequeños brinquitos, “la, la, la, la, la, la...”

Juventino se desvaneció agotado. Un par de horas después, abrió los ojos y al incorporarse se sintió muy ligero y extrañamente feliz. Cerca de él, vio a la mamá de Porfirio que dormía dando tremendos ronquidos. Sonrió y abandonó la habitación en silencio para no interrumpir sus sueños. Afuera de la cabaña, se encontró con Dolores tirada en el césped. Con cuidado la cargó y la condujo a su cama. Al recostarla, Dolores volvió en sí, lo miró por primera vez a los ojos y tras asomar una ligera sonrisa en la comisura de su boca, le dijo “hola Juve”, y se volvió a quedar profundamente dormida.

 

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