Opinión

Juego de Estrellas

Por Alejandro Mier


En esa época del año, todos los días llovía hasta el punto de granizo, y ya cerca de las seis, alguien allá arriba cerraba la llave de la regadera y nos regalaba un escondidizo sol que lanzaba reflejos intermitentes sobre nuestro polvoso diamante de béisbol.

Esa tarde, ahí nos encontrábamos todos como de costumbre, refugiados en el techito de la cochera de doña Lucy, cuando de pronto apareció Hermán.

Al principio nos dio miedo porque era mucho mayor que nosotros. Creo que ya tenía diez y siete cuando Humberto, que era el más grande del grupo, apenas había cumplido trece.

A pesar de que la lluvia no cedía en su totalidad, Hermán no se atrevió a meterse al refugio porque apenas y cabíamos. Se sentó como a dos pasos y mientras no lo veías, él te observaba. Si volteabas, metía la cabeza entre las piernas y de una manera infantil, casi tierna, se asomaba para averiguar si lo seguíamos viendo.

–¿Qué onda con este bato? –preguntó Coco en voz baja.

–No sé –respondió Neto–, pero mejor vámonos porque está re feo.

–A ver, dile algo.?–Ah, ¡yo porqué!, dile tú si eres tan valiente.

Mientras ellos continuaban discutiendo, yo observaba divertido cómo el tipo del bigotito en las puntas de la boca, aprovechaba cualquier descuido para acercarse un poquito más a la “bola”. Evidentemente no venía en mal plan, pero su comportamiento era muy extraño. Se seguía mojando y nadie le decía nada.

Por fin, ya que lo tenía como a medio metro, me miró a los ojos –o por lo menos lo intentó porque parpadeaba sin parar– y haciendo mil gestos y con la boca medio chueca, me preguntó: –ete, ete, ¿cómo te llamas?

Iba a contestarle cuando Raúl al notar que el agua ya casi se había detenido, gritó “¡Vieja el último!” Todos se pararon, tocaron el timbre de doña Lucy y echaron a correr hacia el campo de beis. Yo hice lo mismo, pero le alcancé a decir: “¡Pélate, pélate!”

Desde esa corrida, Hermán se volvió inseparable del grupo. Al principio, a varios de los chavos les costó trabajo aceptarlo y en nuestras casas hacían muchas preguntas acerca de él. Nadie ajeno a la pandilla se explicaba qué hacía un joven de esa edad entre tanto chamaco.

Hermán no era más que un niño pequeño, muy pequeño, atrapado en un peludo cuerpo de adolescente.

Él era el que más disfrutaba los chistes y los juegos y escucharlo gritar después de cualquier hazaña, por insignificante que fuera, “ah no manche, pinche Alejano... ¡ete güey!”, era gozar la cúspide de la emoción de una persona. A Hermán le pasaba todo el día.

A mí me reinventó el nombre, y a propósito o no, fue todo un halago porque me decía Alejano y si tú le preguntabas su nombre, te respondía con total seguridad, “me llamo Hemán”. Éramos los hombres sin “r”.

Pero el retraso mental de Hemán lo hacía un ser tremendamente vulnerable y los niños somos crueles por naturaleza.

Esa mañana de sábado, estábamos en el patio de la casa practicando box cuando llegó Hemán. “Ah, no manche güey”, dijo y se sentó a observar.

Al concluir dos o tres rondas entre los amigos, Neto le dijo a Hemán:

–Ándale güey, ponte los guantes.?

–No inventes. Déjalo en paz –rebatió Gerardo.?

–Ah, no seas marica –insistió Neto poniéndolo de pie.

De un momento a otro, ya le estábamos pegando y por una de esas extrañas cosas que uno no sabe ni porque las hace, yo también le asestaba tremendos macanazos con mis guantes.

Hemán se cubría y aunque su rostro expresaba un miedo e impotencia extrema, nosotros no nos detuvimos.

En ese momento no comprendimos que, por su fuerza física, de haberlo querido, nos hubiera hecho trizas. Le pegamos, nos burlamos y lo humillamos hasta que se nos fue encima, nos atropelló como toro y se siguió corriendo hasta llegar a su casa.

Cosa curiosa, “Solovino”, nuestro perro callejero que jamás se movía de donde estuviéramos, salió tras él y no lo volví a ver hasta la tarde siguiente.

Pasaron cuatro días para que regresara Hemán. Otra vez estábamos en el techito de doña Lucy y llegó a sentarse a un lado. Ni cien años borrarán de mí ese rostro. Ocultaba la cara entre las piernas y muy a su estilo, poco a poco se iba asomando. Pensé que me guardaría rencor y, al contrario, me miraba como preguntándose si lo volveríamos a aceptar. Era su amigo y lo había traicionado, y a pesar de ello, esos bondadosos ojos cafés me decían que su cariño era más grande que el miedo que sentía. Desearía haberme disculpado, pero los chicos jamás me lo hubieran perdonado, así que callé y ahora fui yo el que escondió la cabeza entre las piernas.

Al dar las seis, los chavos corrieron al parque y cuando me levanté, lo tomé del brazo y le dije:

–Vente, Hemán... ¡Vamos a jugar beis!?Atrás de mí a todo galope, nada más oía como gritaba, feliz, “¡Ete güey, ete güey, no manches!”?

Unas semanas después, cuando estaba por concluir el ciclo escolar, llegó el tan anhelado Juego de Estrellas en el que nos mediríamos contra los chavos de la “Avante”, la colonia vecina. Éramos acérrimos rivales y los partidos se peleaban a muerte.

Como no nos completábamos, tuvimos que incluir a Hemán en el equipo; de algo serviría, pensamos.

Así es que lo colocamos hasta atrás en el jardín, y efectivamente, una que otra pelota que caía por sus dominios la regresaba con rapidez, sin embargo, nadie imaginaba lo que venía.

Nos encontrábamos en la última entrada y perdíamos por tan sólo una carrera. A pesar de tener dos outs a cuestas, remontar el marcador estaba “papita”, ya que veníamos tres buenos bateadores.

El primero fue Coco y de un firme golpe logró llegar hasta segunda base. Después, Humberto metió un hitazo que lo llevó a primera y a Coco a tercera. Al llegar mi turno, todos jurábamos que entrarían por lo menos dos carreras, pero el batazo me falló y la pelota rebotó suavemente entre el pitcher y la tercera base. Coco no se pudo mover y yo de milagro llegué a primera.

Bueno, pensamos, ¡casa llena! Fácil ganamos, pero claro, el hombre que seguía al bate, no podía ser otro.

Se hizo un silencio total en nuestro equipo y los de la “Avante” ya festejaban su triunfo con sonoras carcajadas.

A alguien de la banca se le ocurrió gritar “¡Vamos Hemán, tú puedes!” y aunque sabíamos que estábamos perdidos, todos comenzamos a apoyarlo.

–¡Fíjate en la pelota! ¡Dale con todo! Strike one.?

–¡No importa! ¡Tú puedes! ¡Pégale! Strike two.

–¡Carajo Hemán, atínale!

El pitcher exhaló, lanzó la pelota dibujando una curva perfecta y un potente y sordo golpe silenció hasta el zumbido del aleteo de las abejas.

¡Hemán había asestado tremendo hit! El batazo fue tal, que hasta lo hizo girar en la almohadilla quedando de espaldas al diamante. Salí despedido a segunda mientras brincaba de gusto, repitiendo “ete güey, ah no manche, ete güey”, hasta que el poderoso grito de Humberto lo hizo voltear: “¡Hemán, corre, no te quedes ahí parado, corre!”

Hemán sacudió la cabeza, giró su cuerpo y observándolo por un instante, levantó su frenético trote, sólo que con un ligero error de ubicación... ¡corrió hacia la tercera base arrollando a mitad de camino a Coco!

Los dos salieron despedidos cayendo casi inconscientes. Los outs no se hicieron esperar y segundos después los de la “Avante” se retiraban dejándonos en un mar de burlas.

Todo nuestro equipo se volcó sobre Hemán y le cayó encima en una histórica “bolita” en la que Hemán gozoso, suplicaba, “ete güey, ete güey, ah no manche Alejano, quítamelos de encima, ete güey, ete güey...”

Hemán dejó de ir a jugar varios días por lo que decidimos ir a buscarlo. Al abrir la puerta, su madre, una mujer gruñona tremendamente parecida a él, nos dijo: “váyanse de aquí y no regresen. Hermán se ha ido y no volverá”.

El siguiente domingo, esperamos a que la mujer saliera en su flamante auto. Neto se acercó a la barda y arrojó al interior el balón de fútbol. Al tocar, ahora salió su hermano mayor.

–Perdone señor –preguntamos–, ¿está Hermán??

–Hermán se ha ido –respondió sin expresar ninguna pena y continuó–, olvídense de él y déjenos en paz.?Antes de que nos cerrara la puerta le dije:?–¡Espere! ¡Espere! Se nos voló nuestro balón ¿Puedo pasar por él?

–Apresúrate y si quieres quédate también con los balones de Hermán porque él ya no los necesitará. Me interné en el jardín y por más que husmeé, no hallé ningún rastro de nuestro amigo.

Nos fuimos sumamente compungidos y esa noche antes de dormir, mamá entró a mi recámara y tras escucharme, con tristeza me comentó que muchas veces, las personas que sufren de ese mal, viven pocos años.

Muy temprano como de costumbre, me encontré en la esquina de la calle con Neto y Coco para dirigirnos a la escuela. Ahí íbamos los tres bien callados cuando nos detuvimos a esperar la luz roja del semáforo para poder cruzar, y entonces escuchamos una voz, así como lejana, que nos decía: “Ete güey, no manche, ete güey”. ¡Sí!, ¡era Hemán que, embarrado como mosca, gritaba detrás del vidrio del autobús escolar!

Nos acercamos a la ventana y mientras el camión seguía su camino, Hemán no paraba de decir: “Ete güey, en la tarde jugamos béisbol, ete güey.”

Alzamos el brazo para decirle adiós y ya no le respondimos. Los tres conocíamos ese autobús. Su mamá lo había mandado a un internado de tiempo completo.

El joven del bigote cantinflesco, el que ocultaba su cabeza cual avestruz, al que su madre no reconocía y los niños llegamos a humillar, se había convertido en un entrañable y querido amigo.

“Ete güey, ete güey, donde quiera que te encuentres, siempre ete güey”.

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