Opinión

Firenze

Por Alejandro Mier


Aquella tarde de viernes no cabía un alfiler en todo el bar Antonio ?s. Un barullo sin igual se mezclaba con la torrencial lluvia que prometía no dejar salir a los parroquianos en horas. En cada rincón sonaban las risas, los vasos, los besos y los versos.

Ahí estábamos nosotros siempre puntuales a gozar de nuestros más de quince años de andares que habían iniciado en épocas universitarias.

En cierto momento, el mariachi fue apagando su voz y tras cantar la última estrofa de “...me quito la camisa por un buen amigo...”, se hizo una pausa; en la mesa relucían miradas de camaradería, de complicidad, de verdadera alegría.

Alan, dirigiéndose a Aline, rompió el silencio y en tono melancólico le cuestionó: amiga, ¿tú crees que el amor que yo viví con Blanca pertenece a este mundo? ¿En verdad sucedió?

–Ay Alan, no sé qué decirte...

–¿Qué fue? –Preguntó Norma que era la única del grupo que tenía poco tiempo de conocerlos.

–No quieres escuchar mi historia, te lo aseguro, –le dijo Alan.

–Claro que sí. Y no sólo eso, si se trata de amor, además me encantaría darte mi punto de vista como mujer.?

–¡A ver, pinche güero! –gritó Álvaro por encima del bullicio al mesero –échanos otros tequilas dobles, porque esto se va a poner bueno.

–Verás, –continuó Alan, –sucedió hace mucho tiempo, tendrá quizás unos veinte años. Yo nunca fui lo que se dice, un conquistador, pero tenía lo mío. Había conocido algunas chicas, nada excepcional. Sin embargo, siempre andaba pensando en irme lejos, en viajar. Y no creas que era el típico ímpetu de huir de casa que todos tenemos a esa edad. No, qué va. Yo estaba muy bien, lo que buscaba eran aventuras, trotar por el planeta, ¿me entiendes?

En ese entonces yo trabajaba en un pequeño despacho y ahí fue donde la vi por primera vez. Era una niña hermosa, inmediatamente me sentí atraído...

–¿Qué?, –interrumpió Álvaro, –¿estaba que se caía de buena, o qué onda?

–No, menso. Tú nunca entenderías, así que cállate.

–Te decía, –prosiguió Alan, –Blanca era un encanto. Obvio, físicamente, divina; pero no fue eso lo que me atrajo. Tenía una magia muy especial que provenía de su interior, así es que juré y perjuré que, si llegaba a fijarse en mí, jamás la dejaría ir. Yo dudé mucho que me aceptara porque la veía como alguien muy superior a cualquier persona que hubiera conocido, incluyéndome a mí.

Así pasaron los días y los meses, y como no encontraba el valor para invitarla a algo más, pues nos fuimos haciendo amigos. Jamás imaginé que mi timidez me ayudaría a darle confianza ya que, supongo, Blanca se acercó a mí porque no notó ninguna otra intención.

–Como podrás advertir, –dijo David, –para esas alturas, aquí mi compadre, ya estaba más clavado que nada, ¿verdad?

–Sí caray. Muy enamorado y muy callado. Me acuerdo que a lo más que llegué fue a tomarle la mano unos cuantos minutos aquella ocasión en que fuimos al cine con los del trabajo; había mucha gente y la tuve que sujetar para que no se perdiera entre la multitud. Creo que ella ni cuenta se dio, mientras que yo no podía pensar en ninguna otra cosa, es más, no pude ni ver la méndiga película por pensar en lo maravilloso que se veían sus dedos de pianista entre los míos. ¡Qué nervios!

–Perdóname, soy un cursi, –dijo Alan mirando al vacío.

–No, no, por favor, continúa. –rogó Norma, realmente interesada en la plática.

–Mira, palabra que pensaba ya decirle algo, pero un martes llegó, se acercó a mí, y me dio un beso en la mejilla mientras decía: “adiós horrible”. Y se esfumó de inmediato. No comprendí nada, sin embargo, al llegar a mi escritorio me encontré una tarjeta en donde se despedía porque se iba a Italia. A su lado, había un muñeco con un letrero: “Tú y yo tenemos una cita con el destino”, pude leer.

Como podrás imaginar, más tardé en arreglar mis papeles y conseguir dinero, que en llegar a Europa.

Cuando bajé del tren en Firenze, ella ya estaba ahí, esperándome, con un ramo en sus brazos, ¿puedes creerlo? Jamás nadie me había regalado flores.

Sabrás que Florencia es de las ciudades más románticas del mundo, así es que caminar por sus calles y descansar en sus parques con Blanca, era todo un sueño. No lo vas a creer, pero había días completos en que no la soltaba de la mano. Ya éramos novios y reíamos mucho al recordar aquella vez del cine. Yo gozaba platicándole historias increíbles de aventuras que ella no conocía. Con emoción, las festejaba conmigo sin recelo alguno.

Un día, muy temprano, me llevó a conocer “El David” de Miguel Ángel. Mientras Blanca lo veía, yo estaba embelesado mirándola ¡qué perfecta era! De pronto, una señora ya grande que observaba la escena, me sonrió y al pasar junto a mí, me susurró bajito: “joven, usted acaba de descubrir algo más grande que el propio ‘David’. Eso sí que es un milagro. No la deje ir”.

–¿Les sirvo las otras?, aprovechen que ando por aquí, –invitó el mesero.

–Ay, pinche güero, ¿Sabes qué onda, güey?, mejor tráete el pomo ya para que no molestes, –le dijo Álvaro.

–Pues es lo que les digo. Yo no sé por qué siempre han de pedir “caballitos” si terminan empujándose la botella entera. Allá ustedes si quieren pagar más.

–Órale, ya lánzate por ella y no la hagas de tos.

–¡Sigue, sigue, por favor! –Le dijo Norma a Alan.

–¿Segura quieres que continúe? Viene la peor parte.

–No me la perdería por nada...

–Hasta antes de aquella noche en la que nos encontramos a solas, apenas y la había besado. No sé si me comprendas, pero la idealicé tanto que preferí irme con calma, sin forzar nada. Tenía miedo de espantarla. Te aseguro que, si por mí fuera, hubiera elegido guardar su santidad hasta el último momento...

David, que ya conocía la historia, lo tomó del hombro para consolarlo. Alan empinó el tequila de un sorbo, cerró los ojos y continuó su relato.

–Esa noche yo estaba sentado en la alfombra, debajo de su cama, cuando se arrojó a mis brazos y comenzó a besarme de una manera irreconocible. Fue todo un “shock” para mí. Aquella chica virginal prácticamente me estaba violando. Fue tal mi impresión que lo más que pude hacer fue levantar los brazos, –así como cuando te están apuntando con una pistola–, y quedarme quieto.

No tienes idea de la faena. ¿Cómo te explico? ¿Alguna vez llegaste a ver a Emanuelle, la de las películas pornográficas? Bueno, pues era una monja al lado de Blanca. No exagero, me hizo todo lo que puedas imaginar... una y otra vez...

–¡Guau! ¡Qué agasajo! –dijo Álvaro.?

–Y tú, ¿qué hiciste? –preguntó Norma.

–Nada, no dije ni media palabra; salí a caminar y no paré de llorar hasta que estuve completamente seco por dentro. La mujer que amaba, con la que deseé pasar cada suspiro de mi vida, acababa de hacerme pedazos. Y yo pensando que era virgen. Alguien que sabía manejar así a un hombre, por lo menos había estado con otros cien antes. Qué idiota, ¿Cómo pude ser tan imbécil? ¡Qué asco! Y yo de manita sudada... ¡Cuánto se habrá reído de mí! Humillado, rondé por Firenze y en días lo único que cayó en mi organismo fue vino y cigarros. Así, la tercera noche, iba cruzando el “Ponte Vecchio” cuando oí su voz.

–¡Alan, Alan!, –me gritó.

–Al verla, nuevamente las palabras se resistieron a salir de mi boca. Se aproximó y nos abrazamos. Fue un abrazo interminable que sigo añorando y en el que todavía recuerdo el escandaloso palpitar de nuestros corazones unidos.

Ahora, Blanca fue la que no pudo ni hablar. Cuando por fin cesó de llorar, sin soltarme, preguntó: –¿Dónde te has metido? ¿Por qué me haces esto? Por favor, dime qué pasó... ¿No entiendes que te amo? Sin duda, el peor dolor que he sentido en mi vida fue haberla dejado ahí, a la orilla del “Puente Vecchio”, sola y sin haber escuchado una palabra de mí.

–Pero Alan, ¡Ella te amaba!, ¿No pudiste haber perdonado su pasado? –dijo Norma desesperada.

–Eso es lo peor. Simple y sencillamente no había nada que reprochar, y a pesar de la rojiza mancha delatora que dejó en mi ropa interior aquella noche, mi ceguera y machismo prefirieron achacárselo a su periodo.

–Estaban muy chavos, yo hubiera pensado lo mismo, –dijo David para apoyarlo.

–No amigo, bien sabes que fue un grave error, –contestó Alan y prosiguió hablando como para sí mismo–: ...tuvieron que pasar más de dos años para que la volviera a ver. Ella me buscó y yo, ya más tranquilo, aunque aún muy dolido por lo que seguía creyendo una traición, accedí a verla pensando en que enfrentarla y oír su confesión, me ayudaría a olvidarla. Pero no, señor. Lo único que hizo fue clavar para siempre en mí más esta pena.

–¡Explícate, por amor de Dios!, ¿qué te dijo?

–¡¿Qué cuáles fueron sus palabras?! ...la realidad más clara de descubrir lo ilógicamente inútil, vacía y torpe que es mi vida.

–Ella había pasado todos sus estudios en colegios de monjas y me confesó que entre sus amigas se burlaban de aquéllas que aún eran vírgenes. Blanca pensó que a mí, aventurero al fin, no me gustaría saber que ella era una especie de niña tonta, así que preguntó a las más experimentadas lo que le gustaba a los hombres en la intimidad, investigó en libros y hasta llegó a rentar películas pornográficas para saber... para prepararse para mí... para que yo no la fuera a dejar por no saber cómo complacerme... para que no me fuera a alejar de ella... para que siempre la amara...

En ese instante sonaron doce campanadas, el Antonio ?s apagó sus luces y en la oscura mesa del rincón, mientras una Norma muda procuraba sofocar las lágrimas de Alan, también los mariachis callaron.

 

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