Opinión

La Bala

Por Alejandro Mier


Julián venía persiguiendo por toda la casa a Pedrito, su hermano menor, cuando llegaron a la habitación del fondo. Pensaron que ahí estaría su padre así que entraron callados para que no los regañara.

–¡Hey, Pedro, ven no hay nadie!

–Bueno Julián, pero ya no me pegues o te acuso con mi mamá, eh.

–No seas llorón, ya vas a cumplir ocho años y sigues de mariquita.

–Ay, sí. Tú lo dices porque ya tienes diez. A ver, ¿por qué no le dices lo mismo a mi primo Lalo? A verdad…

–¡Cállate, menso! Mira lo que está sobre la mesa. ¡Es la pistola de mi papá!

Julián tomó el revolver y apuntando hacia Pedrito, le dijo:

–¡Vamos a jugar a que eras un ladrón y yo te mataba! ¿Sale?

Pedrito no contestó, pero se echó a correr alrededor de la mesa. Julián comenzó a perseguirlo y cada que lo tenía a la vista, jalaba el gatillo. Cinco veces se escuchó el “bang" y cuando iba a oprimir nuevamente el gatillo, Pedrito se tropezó con una silla. Julián alcanzó a dejar la pistola sobre la mesa antes de que entrara su mamá.

–Pero niños, ¿qué hacen aquí? ¡Váyanse a jugar a otra parte!

Y asomándose al pasillo, continuó gritando:

–¡Ignacio! ¡Ignacio!

–¿Qué pasó? –Respondió su esposo, alterado.

–¿Cómo se te ocurre dejar tu arma a la mano? ¿Y si la agarran los niños? ¡No mides el peligro!

–¡Ay, ya cállate, no seas argüendera! En primera, les tengo prohibido que la toquen y en segunda, hoy es 15 de septiembre y la saqué para limpiarla porque tú bien sabes que hoy, no salgo sin ella. ¡Y ya lárgate de aquí, déjame en paz!

Después del disgusto que le hizo pasar su esposa, Ignacio decidió irse más temprano a la cantina. Le dio un trapazo a sus botas y revisó que su revolver trajera cargada su bala de la suerte. En efecto, ahí estaba; sólo que por algún motivo se había movido de lugar y era el siguiente tiro en dispararse. Cuando entró a la cantina del pueblo, había poca gente porque apenas iban a dar las tres de la tarde. Se sentó en su mesa y pronto le sirvieron los primeros tequilas. Ya más entrada la tarde se empezaron a juntar los amigos en torno a él. Las botellas circulaban y la música mexicana y las guasas también subían de intensidad.

Arturo, era un individuo que nunca había hecho amistad con Ignacio. Ambos venían arrastrando viejas rencillas de años. Ignacio no podía olvidar la vez que lo vio besando a Julia, una exnovia que tuvo y que finalmente se quedó con él. Eso le costó a Arturo un gran pleito en el que los hombres de las familias se enfrentaron y el primo de Ignacio terminó mandando al hospital con serias lesiones al hermano de Arturo.

Estaban a mano, pero ellos ni siquiera tuvieron oportunidad de encararse y durante todos estos años lo único que hacían era hablar a sus espaldas y lanzarse miradas fulminantes. En esta ocasión, resultó que el amigo con el que llegó Arturo conocía al compadre de Ignacio y por más que ellos se odiaran, terminaron viéndose las caras en la misma mesa. Al principio, ambos se esquivaban pero cerca de las siete, ya al calor de las copas, Ignacio llamó al mesero:

–¡A ver, pelado! Me vas a traer dos botellas de ese mezcal que tienes que aquí el señor –dijo dirigiéndose a Arturo– no me va a hacer el feo y se la va a tomar conmigo, ¿qué no?

–¿Qué? ¡No me digas que quieres brindar por la Julia! ¡Jajaja!

A Ignacio le llegó el golpe, pero refutó sosteniendo la mirada:

–Si sabes echar trago con bala, brindamos hasta por tu madre si quieres…

Ambos sacaron su revolver y extrajeron su bala. Las pistolas quedaron sobre la mesa. Ignacio arrojó su bala dentro de la botella, la sujetó con la mano y de un solo impulso le dio la vuelta por completo empinándosela en la boca. Después de unos cuantos tragos de mezcal, azotó el pomo contra la mesa y entre risas, le mostró a su rival la bala capturada entre los dientes.

Arturo hizo lo propio y así continuaron un tiempo. Las botellas bajaban de nivel y los parroquianos, olfateando el peligro, se iban retirando.

–Ya son las nueve y estamos a punto de cerrar –les dijo el mesero–, así es que o se toman su botella o se la llevan a otra parte a dar el grito.

–Mira, Arturo, tu y yo nunca nos hemos caído, pa´ que le damos vueltas. Si eres tan hombre como dices, vamos a echarnos una ruleta rusa y que la suerte diga quien se pinta para el más allá y quien se queda.

Los dos hombres ya estaban muy borrachos como para entrar en razón.

Arturo arrojó una moneda al aire, dejó que rebotara en la mesa y poniéndole la mano encima, respondió:

–Escoge, águila o sol, para ver quien le da primero.

Tras su voz, la escasa gente que quedaba salió del lugar; el encargado apagó las luces dejando encendida sólo la lámpara que daba a su mesa y de una vez por todas, desconectó la rockola que llevaba dos horas repitiendo el mismo disco de Javier Solís, “sombras nada más…”.

–¡Águila! –dijo Ignacio.

–¡Cayó sol! ¡Inicias tú!

Ignacio colocó su bala, giró el cargador de la pistola, la recargó en su cabeza y sin pensarlo jaló el gatillo. Aparte de la borrachera lo hizo con tal tranquilidad porque tenía fe ciega en su bala de la suerte.

Inmediatamente Arturo hizo lo propio y para su fortuna, la bala tampoco estalló.

Estaban en la tercera ronda, le tocaba de nuevo a Ignacio y para demostrar aún más su hombría, se metió la punta del arma en la boca.

Cuando se encontraba a punto de oprimir el gatillo, los dos contrincantes se miraron con frialdad y los nervios, sabedores de que las probabilidades de que en esta oportunidad terminaran muertos, eran muy altas.

–¡Alto!  –Gritó el cantinero acercándose a ellos–, si se quieren matar, háganlo allá fuera. ¡Órale! ¡Lárguense con su jueguito a otra parte!

Ya ninguno de los dos dijo palabra. Cada quien tomó su botella y se marcharon por rumbos diferentes.

Antes de llegar a casa, Ignacio estrelló la botella contra el piso y enfundó la pistola.

–¡Vieja, vieja, ya llegué! Sírveme un tequila.

–¡Espérate! ¿Qué no ves que el Presidente Municipal, ya va a dar el grito? ¡Súbele al radio!

Tras servirse un trago, Ignacio salió al patio de la casa. En la bocina se oía: “¡Vivan los héroes que nos dieron patria y libertad!" “¡Viva Hidalgo!” “¡Viva Morelos!” “¡Viva México!” “¡Viva México!”

La euforia hizo que Ignacio sacara su revolver y, al tiempo que gritó a todo pulmón ¡Viva México!,  apuntó al aire y de nuevo disparó, sólo que esta vez la pólvora de su bala consentida, estalló: ¡bang! Ignacio se le quedó mirando asombrado y consciente de que era el mismo tiro que minutos atrás había colocado dentro de su boca y no disparó gracias al cantinero. Tomó el casquillo y besándolo le dijo:

–¡Sabía que no me fallarías!

–¡Ignacio! –Lo interrumpió su esposa, ¿quieres venir conmigo? Voy a alcanzar a los niños que se fueron a la plaza con su tío Ramiro a escuchar el grito.

Ignacio ni siquiera le contestó así que la señora se dio la vuelta y salió a la calle.

La plancha del zócalo bullía de regocijo; luces artificiales se paseaban por doquier y la gente cantaba y reía al compás de “guitarras de media noche”. El Presidente municipal apenas acaba de gritar su último “¡Viva México!”

Varios niños corrían tras una pelota.

–¡Ve por ella! –le dijo Julián a Pedro–, ¡anda, alcánzala y mete gol!

Pedrito dio cinco veloces zancadas, efectivamente iba sólo contra la portería, pero para asombro del resto de los chiquillos, cayó fulminado.

La bala había entrado por la clavícula clavándose directamente en el corazón.

Nunca nadie supo de donde salió. Es una desgracia –dijo una voz anónima–, lo alcanzó una bala perdida. Si supieras cuantas disparan en la noche del 15…

 

 

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