Opinión

El espíritu del Club Britania

Por Alejandro Mier


La señora Lilia terminó su clase de tenis cerca de las siete de la noche; la primavera estaba próxima así que aprovechando los minutos que le quedaban de luz natural, decidió quedarse unos instantes más para practicar su saque. Con furia, una y otra vez aventaba la pelota al aire y con gran concentración, esperaba a que bajara para asestarle un tremendo golpe que nacía en su estomago y se desplazaba por todo su ser hasta estallar raqueta con pelota. ¡Arrggg! gritaba a todo pulmón aprovechando que para ese momento las canchas se habían quedado desiertas. Al terminar con todas las bolas, se sintió complacida con el resultado y se percató de que por fin la noche tendía su sombrío manto sobre la ciudad. Recogió su canastilla y dirigiéndose al otro extremo de la cancha, comenzó a meter una a una, las pelotas verdes; solo faltaba la que estaba junto a la red. Se acercó para tomarla y en eso fue que a sus pies cayó otra pelota que venía rebotado y que provenía de dios sabe donde. Sobresaltada, gritó hacia la oscuridad: “¿Quién anda ahí? ¿Es usted, don Jacinto?” Al notar que el velador, ni nadie más contestaba, cogió ambas pelotas y se marchó a pasos agigantados, sin embargo, antes de rebasar la última cancha, escuchó un ruido entre las hierbas y una nueva pelota rebotó tras de ella. Esta vez, nada la detuvo hasta llegar a las oficinas del club.

–¡Juanita! –Le dijo a la secretaria–, ¡me urge ver al gerente! ¡Llámalo, por favor!

–¡Cálmese, doña Lilia! ¿Qué le pasa?

Al escuchar el escándalo, Carlos, el gerente del club, salió a la recepción.

–Buenas noches, Lilia, ¿le puedo servir en algo?

–Sí, ingeniero, algo muy extraño pasa en las canchas de tenis. Por favor mande a don Jacinto a revisar que no haya nadie… ¡Alguien me aventó unas pelotas!

–Tranquila, Lilia. Don Jacinto hoy no trabajó, pero yo mismo iré a averiguar quien le hizo la broma, quizá…

La señora Lilia lo interrumpió indignada:

–¡No fue ninguna broma! Le aseguro que no es gracioso; además, usted bien sabe que no soy la primera que se queja por algo así… ¡Más vale que tome cartas en el asunto antes de que las socias del club lo hagamos! –Lilia tomó su mochila y salió del lugar.

Hasta ese momento, Carlos se percató de que en la ante sala, lo esperaba otra joven y que evidentemente había presenciado la escena.

–Lo siento, usted disculpe, ¿puedo ayudarla? –Exclamó extendiéndole la mano.

La señorita se puso de pié y devolviendo la cordialidad, contestó:

–No, gracias. Creo que no es un momento conveniente. Volveré luego.

Carlos volvió a entrar a la recepción y le preguntó a su secretaria:

–Juanita, ¿hay alguien todavía en las canchas?

–No, señor, –contestó espantada–, hace más de una hora que ya no hay nadie en todo el club, claro, a excepción de doña Lilia.

–¿No me va a decir que usted también tiene miedo? ¿A poco cree esas historias?

–Ay, ingeniero, perdóneme, pero usted es el único que se hace de la vista gorda… ¡Todos sabemos que aquí espantan y que hay un espíritu en el club!

–¡Silencio! –respondió Carlos molesto–. ¡No quiero volverla a escuchar diciendo semejantes tonterías!

–Pero, don Carlos, –agregó con temor–, ¿no cree que lo mejor sería advertir a los socios? Sobre todo mañana que se cumple un año de la extraña muerte del señor que asfixiaron en el vapor…

–¡Suficiente! –Gritó Carlos–. ¡Retírese a su casa antes de que la corra del club! Ande, váyase ya.

En cuanto las instalaciones quedaron vacías, Carlos sacó su revolver del cajón y se dirigió a las canchas de tenis. Con el arma en la mano y sin poder ocultar su nerviosismo, recorrió el lugar. Al llegar al fondo, donde sólo quedaba los viejos cuartuchos de las bodegas, no quiso continuar así es que dio la vuelta y se encaminó a las oficinas. No había avanzado más de cinco pasos cuando sintió recorrer por su espalda un escalofrío mortal: una pelota rebotaba lentamente hasta golpear su rodilla. Sin duda, fuera lo que fuera, provenía de las bodegas, pero eso era algo que Carlos indagaría el día siguiente porque la carrera que pegó lo llevó hasta su auto y ahora sólo esperaba calmarse un poco para poder atinarle con la llave, a la cerradura del vehículo.

La barda que rodeaba al Club Britania no media más de dos metros de altura y esa misma noche, cerca del filo de las doce, una persona vestida completamente de negro brincó el muro. Comenzó a revisar cada rincón de las instalaciones, mientras decía: “Anda, sal de ahí". “Exijo tu presencia”. “Hazte presente, espíritu del mal”. De pronto, al acercarse a la alberca principal escuchó claramente un chapuzón en el agua; de inmediato apuntó su linterna intentando encontrar una señal. Muerta de pánico, se quitó el pasamontañas que le cubría el rostro. Lo que sus ojos veían era inverosímil, de la alberca, muy cerca de ella, había salido algo así como el cuerpo invisible de un hombre y el agua le escurría a cada paso que daba. Por las huellas, parecía como si trajera botas y arrastraba con claridad una pierna. La dama que observaba la espeluznante aparición, era la misma que horas atrás esperaba la cita que no llegó con Carlos, el gerente del club. Norma, era una reportera del periódico local que tenía meses siguiendo las pistas del renombrado caso del “espíritu del Club Britania”. Esta vez lo vio con sus propios ojos, pero en estos momentos no sabía si tendría la fuerza para continuar con la investigación.

La mañana del domingo 5 de marzo, Juanita esperó a que llegara don Jacinto, para entrar al Club.

–Ay, don Jaci, a que ni sabe lo que pasó ayer. ¿Se acuerda de doña Lilia? ¡Pues que se le aparece el espíritu del club! El ingeniero lo quiere ocultar, pero yo tengo mucho miedo porque hoy hace exactamente un año que murió el señor del vapor…

–¡Sshhhhh! ¡La van a oír y acuérdese que don Carlos dijo que al que escuchara hablando de eso lo iba a echar, así es que cállese de una vez!

–Bueno, don Jaci, pero prométame que hoy tendrá los ojos bien atentos.

Una de las primeras actividades de don Jacinto, era abrir la cafetería y acomodar las mesas para el servicio. Mientras hacía esta labor recordaba cuantas veces había escuchado sonar el piano del salón en plena oscuridad. Su pensamiento fue interrumpido por un ruido que surgía de la cocina. Al entrar, no le extrañó ver prendida la cafetera. Mucho menos en este domingo, día del mortal aniversario.

Por su parte, Norma no había cerrado los ojos la noche entera y repicaba las teclas de la computadora del Periódico, en busca de respuestas. Había encontrado varias notas acerca de extrañas apariciones de fantasmas reportados en el club a lo largo de los años. Repentinamente, se topó con un reportaje que le llamó la atención. Una anciana famosa por sus poderes como vidente, aseguraba saber quien era el espíritu del Club Britania. Se refería a Ataulfo Espíndola, el dueño original de las tierras en donde hoy se situaba el deportivo y su testimonio decía que tras haber rechazado una oferta que un forastero le hiciera por sus tierras, una mañana su cuerpo había aparecido sin vida. El texto también incluía la dirección de la anciana, así es que Norma decidió no perder un momento más y se dirigió al centro de la ciudad rogando por hallar a la mujer.

Mientras tanto, en el club, Carlos agradecía que, por alguna razón no anunciada en los reportes del tiempo, una inmensa nube ocultara el sol invocando una intensa lluvia que terminó por ahuyentar a la mayoría de las familias que disfrutaban de las áreas al aire libre.

Cerca de las siete de la noche, don Jacinto le reportó al ingeniero que sólo quedaban tres hombres en el gimnasio.

Al penetrar en el lúgubre pasillo de la vieja pocilga, la puerta señalada con el número trece, se abrió sola y del fondo de la habitación brotó una voz chillona, apenas perceptible, que ordenó:

–Pasa. Se a que has venido. No hace falta que prendas la luz, de cualquier forma mis cansados ojos ya no sirven más.

En medio de esa oscuridad, Norma se dejó guiar por el delicado hilo de luz que se filtraba de la calle y auxiliada por su oído, se detuvo justo donde rechinaba la mecedora de madera.

–¿Es usted, doña Ifigenia?

–La misma, niña. Y ahora, escúchame que no cuentas con mucho tiempo. El espíritu que estas buscando es el de Ataulfo Espíndola. Después de ser despojado de las tierras que por generaciones le pertenecieron a su familia, prometió cobrar venganza y ahora, cada domingo cinco de marzo, matará a una persona dentro del club.

–Pero, ¿hasta cuando se detendrá?

–En el mismo sitio donde hoy él habita, detrás de las canchas de tenis, descansaban los restos mortales de sus antepasados, en total seis. Ataulfo no se detendrá hasta cobrar una victima por cada uno de ellos.

–¿Quiere decir que aun matará a cinco personas más?

–¡Jajaja! –Se rió la vieja maléficamente moviendo la mecedora de un lado a otro. En el cielo, un violento rayo silenció la tormenta y su luz, al iluminar la habitación dejó ver que el arrugado rostro de la anciana ya no contaba con ningún diente y sus ojos estaban sellados por dos nubes blancas.

–¡Te equivocas, niña! Ataulfo ya ha asesinado a cinco hombres sólo que la verdad ha sido muy bien ocultada pero hoy, por fin, descansará para siempre, al vengar a su último antepasado!

Al oír estas palabras Norma salió a toda velocidad rumbo al club.

Pedro y Tomás salieron de los vestidores y al pasar por la pequeña área del gimnasio, se despidieron de Alberto: –hasta mañana Beto. Vete a descansar, ya van a dar las ocho.

Don Jacinto le reportó la salida de los dos jóvenes al ingeniero y éste le dijo que si Alberto no abandonaba las instalaciones en quince minutos, le avisara que ya iban a cerrar.

Alberto se recostó boca arriba en la delgada tabla y agregó un par de anillos más a la pesa ya para finalizar su última serie. Tenía los músculos tan inflamados por el trabajo corporal de dos horas que no sintió cuando la tarántula le comenzó a subir por el antebrazo hasta colocarse en su nuca. Movió un poco el cuello pensando que la sensación se debía al sudor que le escurría. El peludo arácnido estaba a punto de encajarle los colmillos cuando el salón fue invadido por un viento gélido que la hizo huir regresando a su madriguera. Sin prestar atención al helado ambiente, Alberto levantó con mucho esfuerzo las pesas sobre su pecho y al llegar al punto máximo de altura, sus brazos empezaron a temblar vertiginosamente. De improviso, las luces del Britania se apagaron quedando todo en completa oscuridad y fue entonces que Alberto vio aparecer en el espejo, la fisonomía de un hombre delgado que usaba botas de hule. El terror lo invadió y supo que de un momento a otro las pesas se desplomarían sobre su cuello acabando con su vida. Resignado cerró los ojos y dejó caer las pesas, sólo que estas golpearon contra el piso ya que una intrépida joven, arrojándose con bravura, las había empujado hacía su lado.

Carlos lo ayudó a incorporarse mientras Norma observaba que una silueta arrastrando una pierna, se desvanecía en el espejo. En su andar pudo ver la sed de venganza, no había duda de que volvería.

Por el momento, la lluvia había cesado.

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