Opinión

La naturaleza humana

Por Alejandro Mier


Cuando el extraño zumbido creció en intensidad y todo el edificio comenzó  a tronar y menearse como si fuera una sonaja de bebé, Agwe se acurrucó en un rincón y elevó sus plegarias a Dios.

Al ritmo en la que la Tierra se movía impulsado por una soberbia fuerza de 7 grados en la escala de Richter, los muros se fracturaron y segundos después, Agwe vio con sus propios ojos como se desplomaba el techo de concreto cayendo a sus pies.

Agwe ni por un segundo abandonó su posición fetal hasta que la Tierra se detuvo y el zumbido guardó silencio; sacudiéndose el polvo de la cara, se incorporó para observar sus brazos, sus piernas, su pecho, y descubrir que estaba milagrosamente ileso.

Entre barrotes, enormes trozos de loza y varillas dobladas, caminó hasta alcanzar la calle. Todo era un caos, el mismísimo infierno había abierto sus puertas. Cientos de cuerpos sin vida tirados por doquier. Gente llorando, gritando suplicante, que corría en todas direcciones. Ancianos, señoras, niños y niñas que habían perdido todo. El terremoto que comenzó a las 16:53 de ese fatídico 12 de enero de 2010, en Puerto Príncipe, sumaba ya 316,00 muertos, una cantidad aún mayor de heridos, un tercio de la población sin hogar y siete de cada diez edificios en ruinas.

Trastornado por lo que presenciaba, incrédulo de la magnitud del suceso y el sufrimiento de los sobrevivientes de su pueblo, deambuló un par de calles más hasta detenerse en la Plaza Central. Una señora suplicaba que le devolvieran a su familia y con la voz entrecortada reclamaba a un policía: “¿Por qué nadie quiere verlo? ¿No les bastó saber del calentamiento global y sus funestas consecuencias? …el agujero de ozono creado por la contaminación esta elevando la temperatura del planeta ocasionando el deshielo de la Antártida y ello podría provocar un catastrófico movimiento de la Tierra para equilibrar el eje de rotación… ¿Acaso ya olvidaron el terremoto de 9 grados de diciembre de 2004 que originó el tsunami que golpeó Indonesia y de paso desplazó el eje de rotación del planeta seis centímetros?

Oficial, –prosiguió ante el rostro desesperanzado del policía– los políticos saben que estamos acabando con el mundo, ¿Por qué no hacen nada? Este terremoto no es más que otra señal de ello. Y ¿nuestro Haití? El país más pobre de todo el continente americano… muriendo de hambre; cargando con sus aglomeraciones urbanas, los estilos tan precarios de construcción, la degradación ambiental, la debilidad del Estado ¡hasta las presiones internacionales!

Y luego, como si estuviera en trance, poseída, continuó su discurso con la vista perdida hacia el horizonte… “el desequilibrio de la masa continental entre polos moverá las placas tectónicas que sostienen los continentes generando un temblor de magnitudes nunca antes vistas que arrastrará olas de hasta treinta metros de altura contra las costas del mundo… la profecía Maya se está cumpliendo. El fin se acerca, el nacimiento del sexto sol…”

Acto seguido, la mujer cayó desmayada sin que el policía pudiera hacer absolutamente nada, había quedado petrificado.

Agwe continuó su paso y con tristeza pudo ver que los hoteles más lujosos, la Universidad, tiendas comerciales, la catedral, todo, absolutamente todo había quedado hecho polvo, incluso observó, esta vez con los ojos húmedos, que la Casa Presidencial también se había venido abajo. “Estamos solos, pensó, completamente solos y olvidados”.

Más adelante, esquivando cadáveres, entre gritos de dolor y decenas de personas pasmadas que en estado de shock transitaban como zombis, llegó al lugar donde instantes atrás yacía el colegio infantil de mayor prestigio. Las madres impotentes, lloraban a sus pies. De pronto, por encima del caos, creyó oír algo. Intentó concentrarse y sí, en efecto, un tenue quejido emergía entre los escombros. Escalando los bloques de cemento, llegó hasta donde antes estuviera un ventanal y al pegar su oído a las rocas, gritó: “¡Silencio! ¡Silencio que aquí se oye algo!” La multitud enmudeció y entonces Agwe pudo oír la vocecita “ayúdame, por favor, ayúdame”. Sin pensarlo siquiera, comenzó a remover piedra por piedra hasta crear un túnel por el que introdujo su cuerpo, arrastrándose, hasta que la gente lo perdió de vista.

“Háblame, resiste, voy a rescatarte, sólo tienes que hablarme para guiarme hasta ti”. “Por aquí, por aquí”, respondía la niña.

En una completa oscuridad, tragando tierra y polvo, Agwe se fue abriendo paso. “¡Te tengo, te tengo!” Dijo feliz al sentir un cuerpo, sin embargo, se trataba de otra nena que no había tenido tanta suerte. Pero ni eso lo detuvo.

Era muy probable que muriera aplastado en cualquier momento, sin embargo, algo en su interior le decía que tenía que rescatar a esa niña sin importar perder su propia vida.

Pasaron infinitas horas, hasta que la voz empezó a escucharse más cerca.

–Veo tus ojos, son muy blancos. –Dijo la niña y aunque Agwe no pudo percibirlo, ella sonrió.

–No es que mis ojos sean tan blancos, lo que pasa es que lucen así porque mi piel es más negra que este túnel–, respondió riendo para darle ánimos.

–Yo me llamo Chanté, ¿y tú?

–Yo soy Agwe, pequeña.

–Ven Agwe, toma mi mano…

Agwe, intentando superar los escasos metros que los separaban, se empujó con el pie, pero el trozo de muro no resistió y una pesada loza cayó sobre su pierna. Estaba rota, no cabía duda. Agwe lo supo de inmediato, pero se tragó el dolor para no espantar aún más a Chanté. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, con el otro pie fue empujando poco a poco la gran masa de cemento hasta liberar su pierna herida. Con la ayuda, esta vez tan solo de sus brazos, se arrastró otro tanto hasta alcanzar a Chanté. Cuando por fin pudo sujetar su manita entre la suya, ambos se miraron, bajaron la vista y lloraron en silencio. Cada quien tenía un motivo diferente para hacerlo.

Lo que sucedió después quedó completamente fuera de la comprensión humana. Simplemente su entendimiento en absoluto asimiló cómo fue que pudieron salir de ahí. Jamás lo sabría, sin embargo, catorce horas después, entre aplausos, risas y los incrédulos gritos de felicidad de la madre de Chanté, Agwe la entregaba en brazos de su padre.

Un reportero había captado la heroica escena: la foto de un hombre negro, de uno ochenta metros de estatura, con la pierna rota, flaco pero musculoso; de aspecto tosco que contrastaba con un rostro compasivo, aparecía en los noticieros de todo el mundo. “Claro que si podemos levantarnos de esta”, decían los titulares. Agwe cargaba a una niña de siete años. Su padre la esperaba con los brazos abiertos, mientras la madre se tiraba a sus pies, besándolo agradecida.

El mismo padre de Chanté auxilió a Agwe amarrando un pedazo de madera a su pierna a manera de férula y le consiguió una viga metálica para ser utilizada como bastón.

Agwe continuó caminando por las calles hasta posarse frente a su propio hogar. Tenía muchos años de no verlo, pero lo recordaba como si esa misma mañana hubiera estado ahí.

Subió entre los escombros, se sentó en el punto más alto y lloró como cuando niño, inconsolable… sobre su madre cocinándole arroz con guisantes; sobre su hermana amamantando al pequeño Asaca; sobre el abuelo y sus fichas de dominó…

Un año después, precisamente en el aniversario del terremoto, en la primera plana del periódico aparecía nuevamente la foto del héroe negro convertido en el símbolo de la esperanza de todo el país. En su mansión, la mamá de Chanté separó la página para conservarla y al hacerlo, notó que entre una gran cantidad de fotografías muy pequeñas, en la siguiente plana también aparecía la foto de Agwe. La nota daba la lista de los 460 convictos que el día del temblor, tras derrumbarse la cárcel, habían huido.

Agwe debía completar su condena por haber formado parte de una banda que diez años atrás había secuestrado a una niña que finalmente fue asesinada.

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