Opinión

La caída

Por Alejandro Mier


Un paso más. Derecha, izquierda; derecha, izquierda. Comenzar o terminar. Vida o muerte. Principio o fin.

Julián camina por los diez centímetros de ancho de la barda del inmenso edificio en ruinas. El desgaste en los talones externos de sus viejos tenis muestran una grave sobrepronación que por momentos amenaza con desplomarlo, sin embargo, su cuerpo, inconcientemente, hace un gran esfuerzo por seguir en línea recta para evitar caer al precipicio. El domingo tiene escasos minutos de haber despertado y la brisa matinal reconforta. Qué silente quietud. Demasiado para un hombre como él. Por su mente pasean algunos recuerdos, a veces de joven, casi siempre de adulto. Extrañamente no guarda ninguno del niño y prefiere no intentar oscultar demasiado su mente ya que en las remembranzas de infancia, él es un fantasma. Lo asfixia esta realidad y en verdad pierde el aire cuando el día de su cumpleaños, Renato y Miguelito, sus primos, muy arregladitos y con el pelo todo relamido, saltan para romper la piñata mientras él no se encuentra en la escena. ¡Todos están ahí para apagar las velas de su pastel y él no aparece! Un niño se envuelve en el calor de su propia madre que cariñosa le corresponde el abrazo, Julián no distingue quién es. “¡Púdrete! Dame la cara si eres tan valiente”, grita sin ser escuchado.

¿Y su padre? ¿Cuál padre?

Le entristece la idea de que su misma mente lo margine de los recuerdos de infancia. Quizá sea mejor así, supone.

Derecha, izquierda; derecha, izquierda. ¿Cómo llegó hasta aquí? Nada tiene que ver el hecho de sus tres matrimonios rotos, (¡ba, mujeres!), ni los seis hijos a cuestas, dos de ellos sin apenas conocerlos, ¿cómo es que se llama el último?

Sus problemas no son de salud ni tampoco económicos. Ninguna mujer le reclama nada.

Mejor sería haber terminado en la cárcel, perdido en el alcohol o simplemente con una muerte violenta. Pero no, la vida no le concedió ni siquiera ese gusto.

El viento ahora es más frío, no podía ser de otra manera en una ocasión como esta. Se le cuela por debajo del pantalón de mezclilla. El Levi´s querido. Ese compañero que sí aguantó ver que no pasaba nada, que no existían angustias, ni mayores dramas que llorar. Sólo el vacío.

Una paloma se para en su territorio, justo delante de él, obligándolo a bajar la vista. Como no caben ambos en la estrecha barda, el ave se arroja en picada. Julián la pierde de vista al rebasar el tercer piso, lleno de rabia, colmado de envidia.

Su pelo y barba forman una misma maraña que supone, lo protegen de las incontables noches de helada que malvivió en aquel cuartucho. Mas le importa un pepino; no le pide nada a la vida, y la vida le otorga menos. Es un trato callado, una tregua tirada al olvido durante treinta y nueve otoños.

Al dar un nuevo paso, se molesta porque su sobrepronación casi lo hace tropezar, pero hacía el lado izquierdo. Ese que lo hubiera obligado a volver a las horas, minutos y segundos del trabajo donde nadie exige y a lo único que hay que temer es al reloj que marca la hora de salida, a las dos de la tarde del sábado. Principio de un fin de semana “con el que ya no sé qué hacer”.

Con pena, Julián se reclama: Dios sí esta conmigo. Lo sé porque me ha hecho la muerte imposible. No me deja ir, soy su burla. La prueba está en que yo sí fumo para morir y más de una vez, muy de noche, cuando sólo me queda un fósforo para encender otro cigarrillo que concluya de rasgar mi pecho, llega Él con su aliento y de un soplido lo apaga.

Luz o sombra; derecha, izquierda. Un paso más.

–¡Detente!, ¡Por favor, alguien haga algo! –Grita una pareja que se ha parado a observarme.

Parecen pequeñas hormigas. Ojalá, cuando caiga, los aplaste, piensa. Qué ridículo, ¿acaso creen que voy a bajar a abrazarlos? ¿A llorar en sus hombros y platicarles lo patético que soy? Si, cómo no. “¡Váyanse al cuerno!”, les grito iracundo.

Derecha, izquierda. Frío o calor. ¡Allá voy!

Al arrojarme, siento una gran alegría, una tremenda libertad. Por fin un suceso importante en mi vida. ¿Qué tal? Y tú, lector, que me creías incapaz, jaja, ¿qué tal? ¡Te lo advertí! Mírame, ¡tengo el valor! ¿Lo ves, lo ves? Aquí hay coraje.

Yo sé que ni mis hijos, mucho menos mis esposas, vendrán al funeral. Tampoco lo deseo, ni causar molestias al resto de la familia. Por piedad: no flores, no palabrerías, no llanto… ¡Qué felicidad! Siento el aire cada vez más violento estrallándose en mi rostro, estoy por alcanzar mi propia realización!

El vuelo es lo más extraordinario que me pueda suceder. Alguna vez leí que de una caída de esta altura, puedo alcanzar hasta los 100 kilómetros por hora, ¡comprobémoslo! Cada vez estoy más cerca del asfalto. Abro los brazos a mi nueva muerte. Pero, ¡no es posible! ¿Qué pasa? ¡Ahí esta otra vez Dios! Ahora sí que voy a llorar ¿Qué quieres? Ni lo pienses… ¡Deja en paz mi reloj!, esa es la alarma… ¡No presiones el botón! Nooooooo…

La música del despertador toca para anunciarme que me he vuelto a quedar dormido en mi trabajo y que ya son las dos de la tarde, lo cual da inicio a otro largo e interminable sabadomingo.

 

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