Opinión

Gato Pardo

Por Alejandro Mier


En la celda 14 de la crujia “c“, la asignada para los maleantes de máxima peligrosidad, deambulaban, de un lado para otro, como fieras enjauladas, Joel y Ricardo, este último, mejor conocido como “el Mesero“. Por la tarde habían sido amenazados por “el Tuerto” y con pánico, esperaban que de un momento a otro, apareciera acompañado de su pandilla. “Mesero, voy a cortarte uno a uno los dedos de la mano y cuando haya terminado te arrancaré la lengua con mis propios dientes”, fueron las palabras que el Tuerto le dijera a Ricardo hacía apenas un par de horas. Ambos sabían que el Tuerto cumpliría su promesa. Joel no había parado de vomitar a causa de una terrible gastritis que padecía por tantos años de alcohol, cigarros y mala alimentación. Ricardo lo observaba recargado en la fría cama de cemento mientras tallaba un largo tornillo intentando afilarlo para obtener una punta con que defenderse. Mientras acariciaba a su querida mascota, un gato pardo, pensaba que si tuviera aún lágrimas, sin duda lloraría; no  soportaba la violencia en ninguna de sus expresiones. Para él, ser lastimado o lastimar a su enemigo, era exactamente la misma vileza. Y de cualquier manera, reconocía con pena, que un par de veces en su vida había tenido que recurrir a ella.

Al caer la noche, los reos, conocedores de la batalla que estaba próxima a estallar, comenzaron a golpear las rejas con cualquier tipo de objeto buscando distraer a los custodios. Sólo la sombra de cinco condenados se escurrió entre los pasillos y con gran sigilo lograron llegar hasta la celda que buscaban, sin ser descubiertos. Del pavor, a Ricardo apenas y le respondieron las piernas cuando intentó ponerse de pié. Hacia él, avanzaba el Tuerto   portando un enorme cuchillo y burlándose grotescamente de su ridícula arma. Detrás, los cuatros chacales que lo acompañaban destasaban el cuerpo de Joel.

–Mesero, nos volvemos a ver, –desafió el Tuerto abofeteándolo con el tufo de su aliento–, ¿quién iba a decir que solito vendrías a mi? ¡Ahora te toca a ti, perro maldito! Dedo por dedo voy a vengarme, –concluyó abalanzándose con la oxidada cuchilla en lo alto.

–¡Papá! ¡Papá! Despierta, ya es hora de que me lleves a la escuela. Ricardo pegó tremendo grito y despertó sobresaltado sudando copiosamente.

–Pero, ¿qué pasa papá? Tranquilo, parece que tenías una pesadilla. Sólo era eso, un mal sueño, –agregó Samuel mientras Ricardo se incorporaba para encaminarse a la regadera.

Al medio día, aprovechando la ausencia de su padre, Samuel interrogó a su mamá:

–¿Qué pasa con papá? ¿Qué le preocupa? No es la primera vez que lo veo así.

–Si, hijo. Tu padre tiene un problema. Cada día diez de mes se pone igual, con los nervios de punta.

–¿Cada día diez? ¿Por qué?

–Es cuando visita a Joel en la penitenciaría.

–Pero, ¿quién es el tal Joel y que tiene que ver con papá?

–Es una vieja historia, Samuel. Joel es un amigo de la infancia. Fue compañero de tu padre en primaria y secundaria.

–¿Y por qué está en la cárcel? ¿Papá tiene que ver con eso?

–Sí y no. Eran inseparables, como hermanos y tu papá piensa que él también debería estar en la cárcel purgando condena.

–¿Mi padre en la cárcel? ¿Por qué razón? El es un buen hombre, ¿no, mamá?

-Verás, hijo. Creo que es mejor contarte su historia porque así lo comprenderás más. Joel y Ricardo eran unos chamacos desorientados, poco cuidados por sus padres. Hacían lo que les venía en gana y tanta libertad a esa edad no deja nada bueno. Una mañana, le encontraron un nuevo uso al “bate" de béisbol; en lugar de pegarle a una pelota, rompieron el cristal de un auto para robar un bolso. En pocos meses, todos en la colonia sabíamos que los radios y auto partes que cada vez con más frecuencia desaparecían, era obra de ese par de pillos.

–¿Mi papá robando autos? No lo puedo creer.

–En esa época, cuando lo conocí, estábamos por concluir la secundaria. Recuerdo una noche en la que, apunto de conciliar el sueño, escuché que unas pequeñas piedras rebotaban contra mi ventana. Con gran emoción me asomé y ahí estaba él; era tan bello y vaya que lo amaba; llevaba el cabello con un gran copete engomado, los jeans strech bien ajustados y esa chamarra negra, de piel, tan varonil… parecía sacado de la película de Vaselina; sin embargo, con todo el dolor que cabe en el pecho de una niña enamorada, lo rechacé y le pedí que no volviera a mi vida. El motivo: en sus manos llevaba un carísimo anillo de brillantes. Él me prometió que dejaría de robar pero aun pasaron varios meses y seguía escuchando sus malas historias en el vecindario, hasta que una tarde, ¿te acuerdas de don Alfredo?

–¿El viejito al que papá le pagó la operación y hasta lo ayudó para albergarlo en la casa de descanso?

–El mismo. Pues resulta que don Fredo, como era su costumbre, después de comer salió de su casa, qué estaba a la vuelta, era vecino de tu padre; se dirigia a su trabajo, cuando de pronto, en su camino se atravesó un enorme gato pardo. Don Fredo frenó con muchos problemas el auto, así que bajó para ver si había arrollado al felino. Pero no fue así, el gato pardo lo miró, con esos ojos grises, y volvió a trepar al mismo árbol del que había bajado. Don Fredo abordó su auto, sólo que esta vez, tuvo un impulso que aún no se explica, –mira que me lo confesó personalmente varios años después–, se desvió de la ruta de costumbre y al entrar a la calle que da al parque advirtió a Joel y a tu papá tirados en el césped, bebiendo cerveza. Don fredo los había visto jugar desde que empujaban sus carritos de plástico rellenos de plastilina por la orilla de la acera que daba a su portal, y entonces, fue que algo lo motivó, asi es que aparcó el auto delante de ellos.

–¡Hey! Joel, Ricardo, vengan acá.

–Don Alfredo… ¿Qué pasa? –Contestaron aproximándose.

–Muchachos, ¿les gustaría ganar plata? Habló de un trabajo honesto. Tengo un amigo que acaba de abrir un restaurante y necesita meseros. ¿Les interesa?

Los chicos se miraron incrédulos y a continuación Joel respondió:

–No lo creo, don Fredo. Pero se le agradece.

Luego, le dio la espalda y se fue a recostar nuevamente al césped.

-¿Y tú que me dices, Ricky? ¿Te gustaría? Es más, si te animas, yo mismo te llevo ahorita para que te conozca.

–¡Espéreme tantito! –Le respondió tu papá. Se aproximó a Joel y le dijo: –¡anda mano, anímate, ven con nosotros! Es nuestra oportunidad de salir de esta miseria.

–Eso no es para mí. Ve tú si quieres, pero ¿a poco me vas a dejar estas cuatro cervezas para mi solo?

Don Alfredo llevó a tu papá a “La Castañita” y al día siguiente comenzó a trabajar de mesero. Fue su primer oficio formal y ya ves, ahora hasta su propio restaurante tiene, modesto si quieres, pero suficiente para llevar una vida decente. Como podrás adivinar, Joel no corrió con la misma suerte. El camino que eligió lo llevó, seis meses después del encuentro con don Fredo, a meterse a robar una gasolinera. Un policía intentó detenerlo y Joel, así, sin más ni más, le vació la carga de su revolver en el pecho. Desafortunadamente en la cárcel le han dado más años por mal comportamiento y, su pésima salud, nos hace suponer que no saldrá con vida de ese lugar.

–Vaya, vaya, comienzo a entender… –dijo Samuel.

–Hay algo más, hijo… una noche, cuando estaban a punto de cerrar “La Castañita”, papá observó desde la cocina que unos maleantes asaltaban el lugar; pensó en salir por la puerta trasera y desentenderse del asunto, pero los asaltantes comenzaron a golpear sin ningún motivo a una pareja de adolescentes y mientras dos de ellos sujetaban al joven para que pudiera ver, el que parecía ser su jefe, se bajó el pantalón para violar a la chica. Ricardo no se pudo contener y con la ayuda de dos cocineros los enfrentaron. Papá peleó con el jefe. Fue una lucha ferrea, ambos salieron muy lastimados y tras someterlo, cuando parecía que todo había terminado y las sirenas de la policía ya se escuchaban, el malhechor de manera traicionera intentó matar a papá embistiéndolo con un enorme puñal oxidado, mientras gritaba “ya te cargo la chingada, pinche mesero”. Ricardo logró evadirlo e inmovilizarlo bajo sus rodillas; mirándolo muy de cerca a los ojos, le susurró “de mi cuenta corre que no volverás a robar a nadie, hijo de puta”; y con el mismo cuchillo de su atacante, le hizo pedazos la mano derecha. Cuando la policía por fin llegó, recogió tres dedos del piso.

Al Tuerto, como se le conocía, lo metieron a la cárcel. Le dieron varios años porque ya andaban sobre él, debía varias. Así pasaron unos años de tranquilidad hasta que…

–Calma mamá, ¿qué te pasa? Traquilizate. ¿Por qué lloras?

–Es que ¡pinche destino! ¡No puede ser! –Tras respirar un par de veces, prosiguió–: en una de las visitas de tu padre a Joel, se encontraban en el comedor del reclusorio, cuando de pronto todos los reos abandonaron el lugar y apareció el Tuerto con sus chacales. ¿Puedes creer que estaba encerrado en la misma cárcel y reconoció a tu papá? Qué jodida suerte. De milagro tu papá logró escapar gracias a los custodios, pero el Tuerto juró cobrar venganza con Joel.

Esa es la historia, hijo. Por todo ello, tu papá se pone así; ya ves, de algún modo cree que él también debería estar pagando condena con su amigo, en el fondo siente que lo abandonó.

–Es increíble, ¿te das cuenta de que la decisión de don Fredo de abordarlos aquella tarde, marcó la vida de ambos?

–Y quizá no sólo la de ellos. Es más, yo muchas veces he pensado que si don Alfredo no hubiera cambiado su ruta esa tarde, es muy probable que tu papá siguiera robando…

–Y entonces, –interrumpió Samuel–, tu lo hubieras dejado… no habría boda… por la tanto yo…

–Miauuu… –se oyó maullar a la mascota anunciando la llegada de Ricardo a casa.

 

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