Opinión

Cadena de traiciones

Por Alejandro Mier


Azul siente su cuerpo vacío, sin vida, como si el alma se le hubiera ido de paseo sin encontrar jamás el camino de regreso.

En total desolación, con los ojos completamente abiertos, mientras el asqueroso gordo jadea sin control brincando sobre su cuerpo, observa el techo despostillado, ya sin pintura, del infame cuartucho. El catre amenaza con desplomarse y a cada nuevo salto del hombre, el rechinido se confunde entre sus quejidos.

Azul está apunto de desfallecer y con la vista perdida, intenta recordar cómo es que llegó hasta este momento; hasta este lugar; hasta este humillante estado.

Una vez más, el sujeto embiste con salvajismo y a continuación deja caer su voluptuosidad sobre la frágil mujer.

Todo ha acabado y así como llegó, sin decir ni una palabra, se levanta y se echa encima un pantalón y una chamarra. Introduce su mano en la bolsa y arroja un par de billetes sobre la cama, justo como papá botó sus cosas a la puerta de casa años atrás. Sí, eso era, ella pendía de las garras de la mala vida por la traición de su propio padre.

Lo último que alcanza a ver Azul del hombre, es el dibujo de una sirena con el nombre de Eva, tatuado en su pecho.

Sebastián se marchó de la habitación sin distraerse más en Azul. Ella no le importaba, su única intención era sacar esa nauseabunda sensación que le invadió el alma al descubrir que Eva, su mujer, tenía años acostándose con su jefe. ¿A qué se debía? Eso era lo de menos, su corazón había sido envenenado y cegado, exigía justicia.

Evidentemente, Sebastián ignoraba el hecho de que Eva hacía mucho tiempo que ya no lo amaba. Ella sabía que su gran error era el no tener el valor de decirle en su cara que la decepción de un esposo golpeador, que se la pasaba en las cantinas y sólo se acordaba de ella cuando tenía hambre o para poseerla tras beber de más, era repugnante. Entre otras cosas, Sebastián había renunciado a su propio cuerpo y la flacidez de sus 135 kilos resultaban insoportables para Eva.

Ella ni siquiera se sentía culpable de compartir sus emociones, su pasión y romanticismo con Octavio, su jefe. Él sí era un hombre de verdad; galante, culto, adinerado, con posición social y aunque sólo lo tuviera para ella en horarios de oficina, eso pronto cambiaría porque Octavio iba a dejar a su familia y se casarían.

La tarde que Octavio le hizo la promesa a Eva, se encontraban comiendo en un restaurante muy elegante. Octavio recibió un cargamento de Colombia y para festejarlo haría un fabuloso viaje por Europa con su familia, pero antes se pensaba dar un regalito llevándose a Eva a un hotel.

Estar con una mujer quince años menor que él era un gusto que no podía negarse y que lo hacía sentir más joven, poderoso, invencible. Sin embargo, para él, Eva era una estúpida mujer que creía que podía estarle exigiendo o entrometiéndose en su vida.

Esta vez tuvo que inventarle que se casarían, ¡ba! Excusas para que de una buena vez se callara y lo complaciera como se merecía, de cualquier manera, pronto se desharía de ella porque el cargamento recibido, también incluía unas bellas acompañantes.

Nueve meses después, Azul se encuentra en el quirófano a punto de dar a luz. Una tormenta impropia de la temporada irrumpe los aires amenazando con desplomar el cielo. Se siente más débil que nunca pero aún así, algo en su interior le inyecta fuerza para seguir adelante. Por un inexplicable motivo desea a toda costa tener este bebé. No le importa el padre, ni lo que venga después.

Un agudo grito interrumpe sus cavilaciones anunciando que la labor de parto ha comenzado.

A más de doscientos kilómetros de distancia, el papá de Azul exhala su último aliento tras una dolorísima convalecencia en la que el cáncer sale vencedor.

Los gritos de Azul son cada vez más desgarradores, tan agudos y fuertes que quizá, de no ser por la enorme distancia que lo separa, podrían disimular la estridente descarga de la “Mágnum” que Sebastián acababa de descargar sobre Eva. Con el rictus mortis asomándose ya en su labio torcido, coloca la punta del arma por debajo del tatuaje de sirena, encima de donde lleva grabado el nombre de Eva. Al jalar el gatillo, como un segundo acto de venganza, su aparatosa masa corporal cae sobre ella.

“¡Puje, puje!” Le dicen las enfermeras a Azul. El parto se complica y corre el riesgo de perder a la criatura.

Afuera de la estación del tren, un Lincoln prende y apaga sus luces. Es Octavio que impaciente espera la llegada del nuevo cargamento. En casa, su esposa luce el vestido más hermoso y fino que posee. Sentada en la mesita de luz, observa el collar de perlas, regalo de su último aniversario, y se da los últimos retoques de maquillaje. Ha quedado divina, justo como a él le gusta verla. Se pone un poco del perfume que le obsequió la noche anterior, coge las pastillas antidepresivas y se traga el pomo completo acompañado de champagne. Su cabeza sin vida, reposa sobre unos boletos de avión con destino a Paris y unas fotos en las que Octavio hace el amor a una tal Eva.

Octavio se alegra al ver que su cita está aquí; cuenta una vez más el dinero del portafolio mientras dos atractivas mulatas se acercan a él para entregarle la droga, sólo que algo ha sucedido, alguien lo delató; una ráfaga de ametralladora lo derriba. El atacante toma el dinero y se larga con las chicas.

El último grito de Azul trae y lleva vida a este mundo. Ella muere en el parto, pero no sin antes escuchar los chillidos de una hembrita.

Hoy es un gran día, –dice el doctor a la enfermera–, jamás vi a una mujer luchar con tanta bravura por traer un hijo al mundo. Su sacrificio valió la pena.

Era un veintiuno de marzo y la bebé fue bautizada con el nombre de Primavera.

Por fortuna para ella, su madre rompió con la fatal cadena que ahora traía al mundo un ser de luz que jamás conocería sus raíces.

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