Opinión

El Ángel Negro I

Por Alejandro Mier


Emiliano era un hombre sumamente callado. No disfrutaba de las amistades. Jamás las había tenido, con la excepción de la “Loba”, su perra Pastor Alemán. Negra como la peor pesadilla, siempre junto a él, dispuesta a enfrentar en cualquier momento a los demonios cotidianos.

Arrastrando los pantalones por debajo de las botas, caminaba a paso medio por la carretera. El sol de las dos de la tarde era sofocante, pero no lo suficiente como para que Emiliano se despojara de su desgastada gabardina de piel que le cubría hasta los tobillos.

Los pocos conductores que transitaban por el lugar, no podían dejar de reducir la velocidad para observar por el espejo al extraño hombre de negro que sólo dejaba ver unos ojos analíticos debajo del rostro curtido por años de sol y barba de días. El cabello entrecano, al caer en sus hombros, daba la impresión de una cascada suspendida en el aire.

La fuerza del viento voló su capa al tiempo que la Loba ladró para llamar su atención. Emiliano se detuvo para contemplar que al borde del camino yacía el cadáver de un perro Rottweiler. La mandíbula desencajada mostraba terror y odio, rastros inequívocos de una muerte violenta.

Emiliano se puso en cuclillas y lentamente acercó su mano hasta tocarlo. La Loba aulló, conocedora de lo que seguía. Emiliano cerró los ojos y comenzó a percibir imágenes del animal, a gran velocidad. El no sabía si calificar como un don o como una desgracia el poder que tenía de ver más allá, lo que le sucedía a todo aquel que tocara. Las escenas, en segundos estallaron con salvajismo, una tras otra: una pelea de perros; gente apostando mientras una lastimosa mujer les servía bebidas; una jauría de Dobermans, Rottweilers, Bull Terriers y cruzas de extrañas razas que ladraban iracundas por salir de las jaulas en las que las mantenían encerradas; el llanto adolorido de un niño se mezclaba con los gritos y las risas de los tres hombres que manejaban a las bestias. Tras las últimas fotografías de su mente, Emiliano se dejó caer hacía atrás. El Rottweiler había sido derrotado y aún con vida, se quejaba en el improvisado cuadrilátero. Los organizadores recogieron el dinero, echaron al perro en una vieja camioneta Pick up y lo fueron a arrojar a ese lugar. El hombre de estatura más baja, descendió del auto. En una mano llevaba una botella de aguardiente y en la otra su escopeta. Las carcajadas subieron de tono en el momento en que un disparo cimbró la soledad del paraje destrozando la parte trasera del cráneo del can.

Al terminar de sufrir estos trances, Emiliano quedaba agotado e invariablemente dirigía su mirada al cielo como buscando a Dios para cuestionarle un por qué. Nunca encontraba la respuesta, pero sabía bien que era su emisario y que ahora tenía una nueva misión que cumplir.

La Loba se incorporó y halándolo lo guió por el sendero que conducía al pueblo.

Caminaron cerca de cuarenta y cinco minutos antes de llegar al solitario lugar. Al verlos, una señora tomó rápidamente a sus dos hijos del brazo, metiéndolos en su casa. Un hombre salió a su encuentro y lo increpó:

–Escúcheme, amigo. Lo que usted busca no esta aquí. Este no es un buen sitio para usted… ni para su perro. Si quiere un consejo, yo daría la vuelta y me marcharía por donde llegué.

Emiliano tocó con el dedo índice la punta de su sombrero, en lo que podría ser una señal de agradecimiento, y prosiguió su paso hasta llegar a la cantina del pueblo.

Al entrar, la gente lo mira con desprecio. Emiliano elige la mesa del rincón y se sienta seguro de no tener a nadie a su espalda.

Una mujer desaliñada se acerca a él. Le ofrece un vaso y al intentar servirle de la botella que lleva consigo, Emiliano la detiene, la toma de la mano y le dice, “no tomo”. Sin embargo, no puede impedir que las escenas en su mente caigan como aguacero. Primero, ella siendo violada por la misma tríada de imbéciles. Las peleas de perros, un niño de meses llorando aterrorizado; su rostro golpeado. El aullido de la Loba es interrumpido por un tipo que se aproxima a ellos:

–Quiero a su perro. –ordenas arrojando un bulto de dinero a su mesa.

–No está a la venta –contesta Emiliano sin siquiera voltear a verlo.

–Jajaja. Entonces tendrá que pelearlo.

–¿Dónde?

–Esta noche. Detrás del establo de Galindo. Llegará fácil, aquí todos lo conocen.

Agarró su dinero y quiso acariciar a la perra pero Emiliano lo tomó del ante brazo. “Allí estaremos”, le dijo, clavando por primera vez sus ojos en él. El individuo se dio la vuelta y regresó a su mesa. Emiliano no pudo evitar bajar la mirada para recibir nuevamente la andanada de imágenes del tipo golpeando a la mesera; enterrando el cuerpo de un forastero al que le había dado muerte de una puñalada trapera; luego, peleando al Rottweiler; subiéndolo a la camioneta; arrojándolo a la carretera en la que ya lo esperaba su cómplice para recibirlo con un  tiro certero en la cabeza.

A la hora pactada, Emiliano entra al establo. Hay mucha gente rodeando el “ring” y, detrás de él, los tres hombres. Los ladridos de incontables perros de diferentes razas que han sobrevivido al inhumano castigo se abalanzan intentando salir de las jaulas en las que los mantienen prisioneros.

Se hacen las apuestas.

Emiliano se aposta frente al tipo que azuza al Doberman al que debe enfrentar la Loba. En el momento indicado, Emiliano libera a su perro. Con grandes zancadas la Loba corre hacía su contrincante, sin embargo, al llegar a él, lo brinca cayendo directamente en la yugular de uno de los hombres. Emiliano saca su arma, con los primeros tiros desarma a los otros dos hombres. La gente huye del lugar. Emiliano dispara a los candados de las jaulas. Los perros quedan liberados atacando de inmediato a los tres individuos que tanto odio les han inyectado. Mientras que los perros devoran a sus presas, Emiliano y la Loba se alejan del lugar. Las risas fueron callando conforme la oscuridad desvanecía sus siluetas.

Al amanecer, caminan nuevamente por la carretera. Una mujer de la vida galante les sale al paso.

–¡Ayúdeme, buen hombre, ayúdeme! –Ruega dirigiéndose a Emiliano.

Él la ignora pasando a su lado.

–Yo se quién eres… ¡tú eres un Ángel negro!

Emiliano se detiene sorprendido.

–¿Qué has dicho, mujer? ¡Explícate!

–Tú eres un Ángel negro, lo veo en tus ojos. Un elegido del señor para hacer justicia… ¡debes ayudarme!

Emiliano intentó continuar el paso pero la mujer se arrojó a sus pies… la Loba aulló y mientras las visiones comenzaban a hacer su aparición,  Emiliano, con los ojos vidriosos, suplicante, no pudo más que voltear al cielo en busca de una respuesta que quizá, nunca llegaría.

Ahora tenía una nueva misión.

 

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