Opinión

La tía Lola

Por Alejandro Mier


Verónica D’Astrit, reposaba en la cama que su hija había dispuesto especialmente para que pasara lo que según el parte médico, eran sus últimos momentos de vida. Tenía 82 años y se le notaba plena y feliz. La leve sonrisa de su rostro, delataba que estaba muy complacida de lo vivido y de lo que dejaba tras de sí.
-Mami… -dijo Rocío, -Lorena fue por papá a casa, llegarán más tarde.
-Lo sé hija, lo sé.
-Ah… y vino a buscarte al hospital un señor muy extraño. No quiso pasar, sólo me pidió que te entregara esto. Se dirigió a mí por mi nombre como si me conociera perfectamente, y eso me apenó muchísimo porque juro que yo no recuerdo haberlo visto antes. Al principio te llamó Pamela por lo que pensé que se había equivocado, pero al instante reflexionó llamándote Verónica D’Astrit. Vestía traje azul y traía…
-Sí, claro, -la interrumpí porque sabía a la perfección el resto de la historia. -Traía los zapatos impecablemente boleados.
-Exacto, -respondió Rocío intrigada.
-Y te pidió darme una cajita de chocolates, ¿verdad?
-Aja, tus preferidos… y supongo que querrás platicarme que significa esta tarjetita que dice “felices 42s”, -enfatizó arqueando las cejas.
-Mmmm, puede ser, amor… pero por el momento, ven, acércate.
Verónica D’Astrit, tomó de la mano a su hija y sobándola como si le estuviera untando crema, le susurró:
-Esas palabras significan “la vida” o por lo menos una parte muy importante de ella. Y antes de que me vaya, quiero que me prometas que tu también vivirás la tuya a plenitud.
-Pero madre, ¿a qué te refieres? ¿De qué hablas?
-Cuando lo descubras, lo entenderás… Ten paciencia, pero no olvides, tienes que ir por tus sueños.
Y con esas palabras, Verónica protegió la cajita entre sus brazos, cerró los ojos y dejó que su memoria la llevara 42 años atrás…
Verónica estaba en casa cerciorándose de que todo estuviera al punto para recibir a la tía Lola. Desde que se mudó al norte del país, la visitaba cada verano. A Verónica no había nada que le satisficiera más que dirigir las labores del hogar para halagar a sus invitados, era una anfitriona innata y no se le escapaba el más nimio detalle. Su alma entera estaba dedicada a Ricardo su esposo, Rocío y Lorena, sus dos pequeñas, y hasta a sus padres a quienes procuraba en todo momento. Tenía una casa bellísima y una vida perfecta, justo como la habría pensado en sus años universitarios. Después de supervisar que Justina hubiera puesto la mesa tal y como lo indicó, se asomó y se sintió satisfecha al ver que Ruperto ya había terminado de limpiar la alberca. El césped lucía parejito y ahora sólo estaba cortando los helechos. Bien, muy bien, pensó.
Con esa tranquilidad, volvió a la cocina a darle los últimos toques a la paella y cuidar que los panecillos del horno no se pasaran de tiempo. Sobre los delicados matices beiges del mantel bordado a mano y con deshilado de casetones, comprado en su último viaje a Toledo, la ensalada parecía una gran fiesta multicolor.
Como de costumbre, la comida fue una sinfonía de alegría. La tía Lola era un abismo de ocurrencias. Y en cuanto Ricardo, -que jamás compartía más de una hora la mesa-, se retiraba, la tía Lola se ponía más pícara provocando ataques de risas en sus hijas y papás. En más de una ocasión, Verónica había pillado a Justina y Ruperto, tapándose la boca en la cocina para no soltar la carcajada.
Los días siguientes continuaba el regocijo, pero también saboreaban las tardes de té en el jardín mirando pasear a las nubes mientras le platicaba divertidos pasajes de su vida. Toda la semana transcurrió tan normal como cada una de sus visitas, hasta que una noche, en la sobremesa de la cena, al retirarse las niñas a dormir, me pidió que le acercara la botella de vino; la suavidad afrutada del Pinot Noir comenzaba a hacer de las suyas.
-¿Te invito otro brownie de chocolate? Son tus preferidos…
-No, mija, -y tomándome por el antebrazo para que dejara de levantar cosas de la mesa, agregó, -ahora quiero decirte algo. Su tono sonó adusto, tanto que congeló mi sonrisa.
-Claro tía, ¿te hace falta algo?
-A mi no, por suerte, dijo con una sonrisa enigmática… pero a ti sí.
-No te entien…
-Sshhh, -me calló, -escucha bien los tres consejos de la tía Lola que jamás debes olvidar. -Uno, búscate un novio.
-¡Tía Lola! ¡Pero qué estás diciendo!
-¡Calla niña y escúchame! Que esto no creo que lo vayas a volver a oír en boca de nadie más. Vas a salir a la calle. Pero no a la escuela de las niñas, ni al club, ni a los restaurantes de toda la vida. No niña, tú sabrás mejor que yo adónde buscar en esta ciudad, pero vas a salir y te vas a conseguir un novio, ¿me entiendes?
Yo la miraba con los ojos cuadrados, ¿cómo porqué la tía Lola creía que precisamente yo necesitaba algo que jamás rondó por mi cabeza? A lo más que habían llegado mis peores pensamientos, era en que llegaba a mi balcón Tom Cruise a regalarme una rosa y besaba… ¡mi mano! ¡Tan solo mi mano y se retiraba! ¿Por qué la tía Lola, viendo lo perfecta que era mi vida, con Ricardo, con nuestras adorables hijas, estaba tan chiflada como para imaginar eso?
-Y ahora lo más importante, -continuó con firmeza, -vas a elegirlo muy bien, queremos a un buen hombre y que sepa perfectamente lo que quiere, por eso el segundo requisito es que sea casado.
-¡Un hombre casado! ¡Tía Lola, has perdido la razón!
Con tan sólo pensar en la idea mi rostro se ruborizó, aunque eso a la tía Lola le valió un cacahuate. Sorbió un trago de su copa y con paciencia agregó…
-Sí, casado. Pero tranquila que aquí nadie va a dejar a nadie, ni se va a romper ningún hogar, ¿ya me cachas? No necesitamos a un joven, o soltero, que al rato te esté exigiendo algo más. No queremos noches de discoteca o que te ande buscando a media noche porque se emborrachó. Ni mensajitos telefónicos de quinceañero enamorado, ni cartitas absurdas. No mija, buscamos a un hombre maduro, inteligente, sereno, que después de pasar una increíble velada contigo, regrese a su casa y te deje también a ti en paz con Ricardo y tus hijas hasta su siguiente encuentro. Necesitamos a alguien con quien no haya daños a terceros, no buscamos lastimar a nadie.
Tras servirnos a las dos una generosa porción de vino, prosiguió:
-Y el tercero: se lo vas a contar tan sólo a una amiga, ¿estamos? No dos, no tres, no en un desayuno escolar; no queremos que ningún periódico lo publique, ¿lista? A ver, dime, ¿a cuántas personas se lo vamos a contar?
-Ay tía… sólo a una… a Karla, supongo.
-Bien, eso pensé, sé que es tu mejor amiga, ¿por qué sólo a ella?
-Mmmm, ¿para que me guarde el secreto?
-¡Eso! Y para que te ayude en lo que requieras para poder verlo y sepa donde estas por cualquier problema que pudiera surgir.
-Nuca lo olvides. -Concluyó dejando su Pinot Noir a medias para retirarse a dormir.
Lo primero que hice en cuanto cerró la habitación, fue vaciar su copa en la mía, lo iba a necesitar para tratar de entender el mensaje de la tía Lola. A ver, a ver, cavilé: un novio mmm, casado mmm, ¿por qué yo? ¿Cómo para qué? ¡Oh, mi Dios! ¡No! Definitivamente a la tía Lola se le habían subido el vino.
Así es que por supuesto no hice caso y me olvidé del tema hasta que… seis meses después paseaba por el parque a Pelusa, mi perra Schnauzer. Todas las tardes lo hacía y ciertas veces también por la mañana ya que pasaba la mayor parte del día sola. Ricardo estaba completamente absorto en el trabajo y los ratos libres los dedicaba al juego de bolos, su adoración. Era un buen hombre y me tenía mucho cariño, pero en definitiva, yo no figuraba en su lista de prioridades; aunque tampoco creas que eso me quitaba el sueño.
En algún momento, me senté en una banca, cuando alguien llegó hasta mí y dijo “hola”. Lo primero que observé, porque como siempre estaba ensimismada en mis pensamientos viendo al piso, fueron unos enormes zapatos negros, boleados a la perfección. Fui subiendo la mirada poco a poco y lo que vi, me gustó. Se trataba de un hombre un poco mayor que mis cuarenta, calculé, olía muy fresco como a perfume de atardecer; vestía camisa rosa tipo Polo que le combinaba divino con su blazer azul y paseaba a un arrugado Bulldog inglés.
-Hola, -correspondí por educación, pero sin la menor intención de entablar una plática.
Pensé que me iba a intentar abordar, como tantos otros, tomando de excusa algún tema de nuestros perros. Ya sabes, el típico “qué bonito perro, ¿cómo se llama?” o “¿qué raza es?” cuando resulta que ellos son expertos en todo esos detalles; pero no, fue muy directo.
-Veo que estás sola, ¿no te importa si te acompaño un ratito?
Bueno, ante algo así, pues ni tiempo de excusarme, ¿verdad?
-Claro. -Dije haciéndome a un lado para que se pudiera sentar.
-Soy Emilio. -Y tomando con suavidad mi mano, prosiguió… déjame adivinar, tú debes llamarte Pamela.
-¡No claro que no! Jaja, ¿qué te hace pensar que me llamo Pamela? -Alegué intrigada y sin notar que en tan sólo una frase ya me había envuelto en su conversación, que con el tiempo comprobé que invariablemente era encantadora, apasionante, divertida.
-Bueno, pues es mi preferido y siempre he soñado con que un nombre tan adorable tendría que pertenecer a una mujer tan linda como tú.
Su semblante lucía transparente, tan claro, que creí al instante en su sinceridad, así que coqueta respondí:
-Pues me llamo Verónica, pero lo que menos quisiera es borrar esa ilusión que tienes así es que si te gusto para Pamela, pues me puedes decir así.
Los días siguientes nos seguimos viendo cada tarde. Era mágico llegar y descubrirlo entre los inmensos Álamos y caminar juntos por la vereda del lago. Me fascinaba escuchar sus aventuras de niño y los mil sueños que guardaba, sin embargo, casi siempre era yo la que le contaba mi vida y él escuchaba atento cada palabra. Una vez, observábamos el vuelo de unas preciosas garzas cuando, sin notarlo, lo tomé de la mano y así avanzamos unos cuantos metros hasta que me soltó seguramente descubriendo que no era lo correcto para ninguno de los dos, entonces se paró frente a mí y con ojos de ternura, rogó: Pam, ¿aceptarías una invitación a comer?
El momento de recurrir a Karla, había llegado.
 
Y así nació el romance más grande de mi vida, ¡a mis cuarenta años! Cuando jamás lo imaginé, qué va, eso ya había muerto para mí, sin embargo la tía Lola opinaba lo contrario y cuánta razón tenía.
En nuestro primer encuentro a solas, moría por devorarlo a besos, como ni en sueños lo había hecho con nadie, ¿por qué? No tenía la menor idea. Me sentía tan bien, que así sin pensarlo y de tajo, desnude mi vida frente a él. Y me dejé llevar para satisfacer todos aquellos deseos carnales misteriosos, prohibidos, y ahora descubría que no eran malos, sino todo lo contrario: el goce, el deleite más placentero en ningún tiempo imaginado, mucho menos sentido. Me da pena confesarlo, pero jamás había tenido un orgasmo, mi única relación fue con Ricardo y nunca pasamos de una posición en la que ambos, supongo, usábamos tan solo con el objetivo de tener hijos, pero nada más. La posibilidad de éxtasis sexual, en mi esposo, simplemente nunca estuvo abierta.
Ahora gritaba con todas mis fuerzas y no me importaba dar de marometas en la cama, cayera en la posición que cayera, ¿qué más daba? Si no iba a hacer en esta etapa de mi vida, esta vez estaba segura que nunca más lo sería. Fue tan maravilloso que en ese primer encuentro tuve seis orgasmos, ¿puedes imaginarlo? ¡Seis orgasmos en el mismo día! ¡Oh mi Dios, que océano de límpidas sensaciones! Emilio tampoco lo podía creer y se impresionaba de que con tan sólo tocarme estallara en pasión. ¿De dónde salía? ¿Por qué antes nunca la conocí? No sé, simplemente ahí estaba en algún rincón de mi ser, bramando por salir.
Una duda honesta me revoloteaba: ¿estaría haciendo mal?, pero el poder conocer mi cuerpo por completo y experimentar toda la dimensión de posibilidades del placer, era infinitamente superior a cualquier interrogante. ¿Acaso estaba destinada a morir sin conocer esta clase de amor? ¡No señor, eso era muy injusto! Y de Emilio, ni qué decir, lo exploré palmo a palmo hasta que no quedara duda en mi de su ser y de lo que yo podía encender en él. Amaba que cerrará los ojos y se dejara complacer, ¡era todo para mí!
Después, pasábamos horas platicando de nuestras vidas, mis libros y películas favoritas, y saboreando las comidas que tanto me gustaba prepararle para acompañarlas con el Pinot Noir.
Lo extraordinario era también que al volver a casa, no me daba remordimiento con Ricardo. Al contrario, experimentaba una plenitud femenina que me extasiaba de contento y lo desbordaba en mi familia. Mis propias hijas me decían, mami te ves radiante, feliz, ¡nos contagias!
Nunca me sentí infiel. No le estaba quitando nada a nadie.
Así fue como llegué a amar a Emilio más que a mi propia vida.
Exactamente 16 años después de este episodio, la tía Lola falleció. Jamás platiqué con ella de Emilio; nunca, ni en sus visitas veraniegas me preguntó nada, pero eso sí, las palabras de despedida que me dirigió fueron elocuentes: luces llena de luz y lo has hecho muy bien, al pié de la letra, te felicito. Disfrútalo, lo mereces.
-Mami, ¿cómo te sientes? El doctor dice que te ve mucho mejor, tus análisis están muy bien, -dijo Rocío despertándome de mi letargo.
-Esas sí que son buenas noticias… -sonreí.
-Te quedaste dormida con la caja de chocolates de tu amigo misterioso en los brazos.
-Oh, es cierto, tuve un lindo sueño, ¿sabes?
-¿Por qué no nos lo cuentas? -Dijo Lorena que venía entrando a la habitación con Ricardo.
-A ti, por supuesto que muy pronto te lo contaré, pero por el momento, lo único que quiero es ir a casa.
Al salir del hospital, Ricardo encaminó del brazo a Verónica hasta sentarla en la parte trasera de la camioneta. Lorena conducía y Rocío, al verlos a todos a bordo, alegre comentó: listo familia, el hogar nos espera.
En la acera de enfrente, apoyado en su bastón, un hombre observó la escena. Pamela estaba más que bien rodeada de sus seres queridos. Se sintió dichoso y descansó al ver superada la angustia de las últimas horas. Sus zapatos brillaban lustrosos.
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