Opinión

El tesoro de doña Evelia

Por Alejandro Mier


Consuelo y Plutarco veían la telenovela de las nueve en su recámara, cuando comenzaron a escuchar las voces que provenían del cuarto contiguo.

–Plutarco, ¿ya oíste cómo platica Pablito?

–Ah, no te preocupes, todos los niños a esa edad tienen amigos imaginarios.

–Sí, al principio no le di importancia, pero Pablito se la pasa hablando de la tal Evelia.

–De veras, qué curioso, así se llamaba la vieja arpía que habitaba esta casa antes de que nosotros la alquiláramos. Bueno, de eso ya tiene un rato, pues después que murió, la casa estuvo abandonada por años.

–Y tú ¿cómo sabes? ¿Por qué no me habías contado?

–Me acabo de enterar. Don Beto, el panadero, me contó. Dice que la tal Evelia era una vieja bien tacaña. Imagínate que nunca se quitó las mismas medias, todas remendadas; hasta prefería comer sobras que gastar. Y mira que su esposo le dejó harta plata, que quién sabe dónde quedó.

–No me digas, ¿y de qué murió?

–La vieja bruja tenía un pariente enfermo, el cual, a pesar de estar en silla de ruedas, la cuidaba. Un buen día, el pariente, cansado de haber envejecido atendiéndola a cambio de migajas, no pudo más... dicen que hasta se levantó de la silla, ya que al parecer fingía estar paralítico esperando que la vieja se compadeciera de él o de plano, esperando que falleciera y le heredara su fortuna. Total que dejó la silla y se arrastró hasta el cuarto del fondo, allá en el que tengo mi herramienta, para obligarla a que le entregara el tesoro. Evelia jamás le confesó donde lo escondía, así que el pariente, sin más ni más, le clavó un puñal en el pecho.

–¡En serio! –exclamó Consuelo exaltada–, ¿y todo eso sucedió aquí, en nuestra casa?

–Bueno, ya sabes cómo son las leyendas... puedes creerlas, o no. El caso es que, a los dos días de haberla asesinado, el pariente fue sorprendido por un incendio que calcinó toda la casa, incluidos ellos dos. Después de todo, la vieja avara tuvo su venganza, porque según el perito investigador, el incendio se originó a causa de un enchufe que tenía los cables pelados de tan viejo que estaba; el corto era inevitable.

La voz de su hijo subió de intensidad, así que Consuelo aprovechó los comerciales de la televisión para ir a echar un vistazo. La habitación se encontraba en total oscuridad y Pablito dormía. Consuelo se acercó para cobijarlo, cuando de pronto, muy rápidamente, abrió los ojos, y preguntó:

–Mamá, ¿qué es avaro?

–¿Por qué, hijo? Estuviste escuchando lo que papá y yo platicábamos, ¿verdad?, no debes hacer caso, son sólo cuentos de la gente.

–No, mamá. No oí nada, lo que pasa es que mi amiga dice que no es malo ser avaro, que hay que cuidar lo que uno posee porque si no, hay gente mala que te lo puede arrebatar.

–¿Y se puede saber de cuál amiga hablas?

–Se llama Evelia. Vive aquí, en mi cuarto.

Consuelo se aterró ante lo que escuchó; fue como si por la columna vertebral comenzara a escalar un ejército de azotadores; su primera reacción fue abrazar al pequeño. A sus espaldas, oyó que unas pisadas se aproximaban. Se trataba de Plutarco, pero antes de que llegara a la cama, en el fondo de la alcoba, una vocecilla sumamente aguda, sonó quejumbrosa: “deja en paz mi dinero”... los tres voltearon despavoridos y vieron un par de ojos verdes, centellantes, que brillaban. Plutarco se acercó para descubrir que se trataba de un juego de Pablito; era una montaña y en la cima, una calavera sujetaba un cofre del tesoro; los ojos se le encendían al tiempo que la voz gemía: “deja en paz mi dinero”.

–¿Lo ven? No es más que un tonto juguete –dijo mostrándoselos, y lo tiró otra vez en el mismo sitio; luego salió molesto de la habitación.

–Hijo –continuó Consuelo–, ya es hora de dormir... Sin embargo, sus palabras fueron cortadas por unas risas macabras, “ji, ji, ji”, que estremecieron su ritmo cardiaco. Observó que los ojos de la calaca nuevamente chispeaban. Tomó el juego para apagarlo, mas el problema era que el botón ya se encontraba en “off”.

Sentado en la orilla de la cama, Pablito la observaba despreocupado, tenía en sus manitas las baterías que por la tarde extrajo del juguete. Consuelo lo arrojó al piso, jaló a su hijo y se fueron a dormir al cuarto con Plutarco.

Los siguientes días fueron en extremo raros: el ambiente, las voces lejanas, las agudas risas, incluso el comportamiento de Plutarco.

El jueves, Consuelo se preparaba una taza de té. Las llamas de la estufa envolvían la pequeña tetera. Abrió la alacena para tomar el azúcar y al voltear, miró espantada como Pablito metía las manos al fuego.

–¡Niño! ¡Aléjate de ahí! ¡Te quemas!

–Calma mami –respondió el chico muy sereno–, ya lo he hecho antes y no me pasa nada. Evelia dice que yo no me quemaré...

–¡Evelia! ¡Evelia! ¡Ya, deja de mentir! Mira, mejor vete a tu recámara a hacer la tarea. Anda, ve.

Al día siguiente, por la mañana, la mamá de Consuelo la visitó y no pudo dejar de interrogarla.

–Oye, hija, ¿qué tanto hace Plutarco en el cuarto de las herramientas?

–Ay, no sé, mamá. Se la pasa encerrado ahí todo el día péguele y péguele a las paredes y al piso con el martillo. Está como obsesionado. No te engaño, tiene más de un mes que no va a trabajar y a veces, ni siquiera sale a comer... Estoy tan preocupada.

En efecto, Plutarco hacía más de cuatro semanas que había comenzado a descubrir pistas que indicaban que la leyenda, en realidad era cierta. Debajo de cada muro, al perforar, siempre se topaba con que la pared se desmoronaba mostrando residuos de cenizas... ¡La casa en verdad sufrió un incendio y los propietarios sólo le habían dado una manita por encima para volver a rentarla!

Pero Plutarco era mucho más inteligente que ellos, que el inválido y que la bruja avara. Él, sólo él, encontraría el tesoro.

Y sí, el viernes 13, el pico por fin perforó la madera podrida del cofre que se encontraba enterrado en el mismo cuarto. Las risas siniestras “ji, ji, ji”, se hicieron más frecuentes, pero eso no lo detuvo y continuó escarbando alrededor de la caja.

Esa tarde, su esposa había dejado a Pablito jugando en su recámara y en lo que calentaba la olla de los frijoles, salió a hacer un mandado.

A cada nuevo golpe de Plutarco, sin que él lo advirtiera, su agitado aliento se fue pintando de blanco como si el cuarto estuviera congelado y las risas resonaban paseándose por los rincones de la casa. En la cocina, las delgadas cortinas comenzaron a elevarse incitadas por un soplido juguetón y se sacudieron hasta que el baile de la tela fue atrapado por el fuego de la estufa.

En segundos, las llamas corren por doquier: las flamas amarillas se trepan presurosas por las paredes hasta alcanzar el techo, seguidas por las escurridizas azules que se arrastran por el corredor, con el sueño de levantarle la falda a la sala hasta encontrar su madera; las llamas naranjas, sin siquiera tocar la puerta, se filtran por debajo del dormitorio de Pablito. Y las rojas, con sus sangrientos tentáculos, vibran enardecidas, sedientas de venganza, y cual enjambre de víboras, acuden puntuales a su cita con Plutarco.

Consuelo vio el incendio desde lo lejos. La casa, daba la impresión de ser un viejo cofre de madera y los lengüetazos de fuego que se escapaban por sus ventanas, los ojos vivaces de la calavera.

Corrió hasta la casa y al llegar, volvió a escuchar la vocecilla de la anciana platicando con Pablito; su hijo estaba sentado en el mismo rincón donde yacía su juguete. Las llamas, a pesar de rodearlo, no lo alcanzaban, ni siquiera para callar las macabras risas que no cesaban de mascullar: “deja en paz mi dinero, deja en paz mi dinero, ji, ji, ji...”

El cuerpo de Plutarco fue hallado a duras penas; lo encontraron completamente calcinado, debajo de las vigas del cuarto de herramientas, cuyos escombros sepultaron también de nuevo el misterioso cofre.