Opinión

Fuerzas ocultas

Por Alejandro Mier


Sebastián Longoria había sido un hombre muy trabajador y ahora que estaba próximo a cumplir sus 40 años, le hacía muy feliz el saber que por fin se mudaría con su familia a su nueva casa.

La empresa donde laboraba, en reconocimiento a su alto índice de ventas, le hizo un préstamo lo suficientemente generoso para dar el enganche de la casa con la que siempre habían soñado.

–¡Qué emoción, Sebastián! Estos quince días se me van a hacer eternos. –Exclamó la señora Norma.

–A mí también cariño, pero según la inmobiliaria, en tan solo dos semanas quedan arreglados los pequeños detallitos del mantenimiento que le hace falta a nuestra casa.

–Oye papa, –preguntó Fernando–, ¿y para llegar al departamento que nos prestó mi tío Pepe, todavía falta mucho?

–No hijo, no creo. Me dijo que estaba al fondo de la calle “Azucena” en la Delegación Iztacalco.

–¿Y tú lo conoces? –Cuestionó Normita, su hija de seis años.

–Nunca he estado en esos rumbos; es más, ni siquiera conozco bien la ciudad. Lo que sí les digo es que Pepe me advirtió que hace mucho que no lo arregla y que según ha escuchado,

la colonia se ha puesto peligrosa.

–Bueno, –dijo la señora Norma para tranquilizarlos–, pero eso no debe importarnos pues no tenemos nada a que salir y solo estaremos unos días.

Al llegar a la calle Azucena, se percataron de que, en efecto, el lugar lucía abandonado y el edificio casi en ruinas.

–¿Estas seguro de que es aquí, papá?

–Sí, este es el número.

–Oye viejo, está bastante feo, ¿no será mejor buscar otro lugar?

Norma, por favor, tú sabes que con lo del gasto del notario nos quedamos en ceros, además ni lo hemos visto, ¿que tal si entramos? Pepe dice que lo dejó amueblado.

Los Longoria subieron al cuarto piso y ya no dijeron ni una palabra más para no contrariar a Sebastián, pero era evidente que ese no era un sitio para ellos.

Después de varios empujones la puerta por fin cedió. El interior del inmueble era un desastre, sin embargo, Sebastián les dio ánimo.

–¡Vamos, familia! Lo que pasa es que todos estamos muy cansados por el viaje. ¿Qué les parece si aseamos un poco este lugar y luego de un buen baño nos recostamos?

–Papá tiene razón, –agregó Norma dándole la mamila a la más pequeña, Priscila, pero sus palabras fueron interrumpidas por una fuerte ráfaga de viento que azotó una ventana.

Fernando corrió a buscar la ventana para cerrarla, pero no halló ninguna abierta. No le dio importancia y comenzó a limpiar su habitación.

Cerca de la ocho de la noche, Norma preparó unas quesadillas y mientras la familia cenaba, se escuchó el llanto de Priscila desde el cuarto del fondo. Norma fue rápidamente y encontró a la pequeña temblando de pánico y no cesaba de mirar la esquina del techo. Cuando Norma la cargo, Priscila le encajó las uñas al cuello y con la mirada le imploró que la sacara de ahí.

Norma no vio nada raro, pero un escalofrío recorrió todo su ser.

–Hay algo en esta casa que no me gusta nada–, le dijo a Sebastián cuando se metieron a la cama.

 

–¿Bromeas? –Contestó él– ¡Todo en esta casa está espantoso!

–No me refiero a eso. –¿No sientes algo extraño? ¿Como una presencia?

–¡Por favor! Como si todavía hubiera que agregarle algo más a este tétrico vejestorio, ¡no inventes!

A la mañana siguiente, tras un infructuoso intento por desatascar la ventana de la cocina, Sebastián se dio por vencido. “No tiene remedio, ha estado cerrada por muchos años” pensaba, cuando Normita lo interrumpió.

–Papá, no me gusta este lugar.

Sebastián jamás había visto tal palidez en su rostro, así es que se acercó a ella para ver si no tenía calentura, pero, por el contrario, su piel era un hielo.

–Mi muñeca habló, –susurró la nena con una serenidad que erizaba.

–¡Qué! –Contestó Sebastián.

–Me dijo que esta era su casa y que si no nos largábamos nos iba a ir muy… –la pequeña no pudo terminar porque el llanto no se lo permitió así que se lanzó a los brazos de papá.

Sebastián la consoló hasta que se quedó nuevamente dormida y prefirió no comentar nada para no alarmar más a la familia, sin embargo, justo cuando por fin se había tomado un pequeño descanso, su esposa, que se encontraba en la cocina, pegó un grito infernal.

Cuando Sebastián llego a ella, Norma se encontraba tirada en el piso y a su alrededor, varios platos rotos.

–¿Qué pasó mi amor? ¿Te tropezaste? –Preguntó alarmado Sebastián.

Norma sin dejar de ver hacia la ventana lo jaló de la camisa y le dijo: “¡Sácame de aquí!”

Ya estando en la sala, tomó a Sebastián por los brazos y le imploró: “¡Debemos irnos cuanto antes!”

–Pero, ¿qué fue lo que sucedió?

–¡Esa misma ventana que tú no pudiste vencer en toda la mañana se acaba de abrir! Ahí estaba una horrible anciana de cabello desaliñado, ¡la vi con mis propios ojos! ¡Se me echó encima y golpeándome el pecho me arrojó al piso!

Sebastián corrió a la cocina, pero de inmediato volvió.

–Norma, la ventana sigue sellada, es imposible que alguien la haya abierto…

–Ven, –le respondió ferozmente mientras se desabotonaba la blusa del pecho para mostrarle un profundo rasguño que dibujaba cuatro líneas de sangre, tal como lo hubieran dejado las filosas uñas de una persona–, ¿tú crees que yo me hice esto sola?, –agregó exaltada.

–¡Norma! –Contestó aterrorizado Sebastián.

–Y hay algo más, –continuó–, antes de atacarme, la anciana me susurró al oído: ¡Vete! ¡Llévate lejos a tus hijos!

–Esto ya es suficiente, dijo Sebastián. Reúne a los niños y espérenme aquí en la sala. Ahora mismo voy a buscar otro lugar, así tenga que pagar un hotel, ¡no tardo!

Al salir por primera vez del edificio, Sebastián se percató de que la zona era en verdad peligrosa y estaba atestada de malvivientes.

Por más que se dio prisa, cuando regresó ya había caído la noche y llovía copiosamente; siendo consciente de que su aspecto físico lo hacía presa vulnerable de tanto malhechor, se cubrió lo más que pudo con la capucha de la chamarra.

Al entrar al edificio, sus ojos no podían creer lo que estaban viendo. Una banda de cuando menos treinta individuos tenía sometidos a los inquilinos. Los golpeaban; derrumbaban las puertas y rompían los cristales. Era el mismísimo infierno.

Llegó al segundo piso como pudo, esquivando cuerpos que se arrastraban pidiendo auxilio. Una mujer pasó a su lado huyendo, pero fue interceptada por el puñal de uno de los pandilleros.

Ya se encontraba muy cerca de su departamento y lo único que imploraba era poder entrar para atrancar la puerta y proteger a los suyos, pero la suerte esta vez no estuvo de su lado.

–¡Hey, tú! ¡El de la gorra! ¡Descúbrete! –Ordenó uno de los pandilleros amenazándolo con un tubo de fierro.

Sebastián se retiró la capucha y lo miró suplicándole clemencia.

–¿Dónde vives pinche ruco? ¿”Pensastes” que te nos ibas a ir vivo?

Sebastián prácticamente se encontraba en la entrada de su apartamento, sin embargo, observando la puerta contigua, contestó:

–Ahí, ¡esa es mi casa!

Pero para su mala fortuna, en ese instante se abrió la puerta y los maleantes traían arrastrando a dos inocentes ancianos.

–Ya “valistes” ruquito… Mira que el que intenta engañar al “Pericles” ¡lo paga caro!

Estas palabras fueron seguidas por un tubazo en el brazo y el vago continuó: –¡Ah! Con que si… este de aquí es tu cantón, ¿verdad?

–¡Espera! ¡Espera! ¡Ahí adentro sólo están tres niños! ¡Por favor, son mis hijos, no les hagas daño!

Sebastián no mencionó a Norma por temor a que los tipos se enteraran de que había una mujer y le hicieran algo peor.

–¿Y mami no está en casa? –Dijo el vago con tono de burla–, ¡o me abres o derrumbo la puerta y entonces si me vas a conocer!

Para este momento ya se le habían sumado tres delincuentes más al Pericles y Sebastián, sintiéndose perdido, supuso que lo mejor era que el mismo les abriera y ya estando adentro buscar la oportunidad de salvar a su familia. De otra manera estaba seguro que lo matarían ahí mismo y luego de cualquier manera entrarían a su apartamento.

En cuanto giró la llave los pandilleros empujaron la puerta. Para sorpresa de Sebastián, la sala se encontraba vacía. Seguramente al oír el escándalo se habían escondido en alguna habitación.

–Se han ido, aquí no hay nadie, –dijo Sebastián, pero su pequeño destello de esperanza fue ahogado por los llantos de Priscila.

Uno de los maleantes desenfundó su cuchillo y le mostró a Sebastián unos dientes podridos tras su desagradable sonrisa. Sebastián supo que estaba perdido, así que ya sin remedio se iba a arrojar a él aun sabiendo que le esperaba una muerte segura, pero cuando el vago dio un paso hacia la habitación de la que provenían los llantos, una mesa moviéndose por sí sola, le tapó el camino.

El maleante volteó a ver Sebastián y nervioso le dijo: “buen truco ruco, pero ahora si vas a saber quién es el Pericles. Sin embargo, a partir de ese momento ya ninguno de los cuatro pudo hacer nada porque todos los objetos de alrededor comenzaron a volar hacia ellos. Un vaso se le estrelló a uno haciéndole sangrar, las sillas chocaban unas con otras y un florero se estampó en pleno rostro del Pericles.

–¡Vámonos! ¡El ruco esta poseído! ¡Es Satanás! ¡Vámonos de aquí!

Los maleantes salieron despavoridos y unos segundos después todo volvió a entrar en calma.

La familia de Sebastián se encontraba bien y unas horas después en cuanto comenzó a amanecer y vieron el edificio y la calle despejada, abordaron su auto para nunca más volver.

En el departamento nuevamente se volvió a escuchar la ventana que se azotaba y una ráfaga de viento acompañando la lúgubre risa de una anciana, jijijiji.

 

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