Opinión

El Mascafierros

Por Alejandro Mier


Caminar muy de mañana rumbo a la escuela secundaria “Ángel Salas Bonilla”, el primer día de clases, no era nada envidiable.

Los papás nos recomendaban una y mil veces tener precaución al cruzar la Avenida Canal de Miramontes y, sin embargo, nadie sabía aconsejarnos con certeza cómo protegernos del Mascafierros.

Todavía, al entrar a la escuela entre ese hormiguero de pantalones y faldas a cuadros, volví a escuchar lo que ya me habían advertido personalmente: ¡Cuídate del Mascafierros! Era la voz experta de los de tercer grado y en ese momento se oía como un coro maldito que hacía palidecer el rostro desencajado de los primerizos.

¡Rinnggg! Sonó la campana en punto de las siete veinte y me hizo temblar tanto la espalda que casi pegué un brinco.

Por suerte, ese lunes no se llevó a cabo la clase de música y así me dio tiempo de hacer algunos amigos para no llegar tan desprotegido al encuentro del jueves, a las once cuarenta.

Cualquier conversación que circulara por los pasillos de primero, invariablemente giraba en torno del maestro Mascafierros. Eran tantas sus leyendas y tan temido su aspecto, que incluso se decía que más de un niño que pasaba al frente, terminaba orinándose delante de la clase sin poder pronunciar una sola palabra.

El auditorio de música era como una pequeña sala de teatro y ese día en particular se sentía helada. De pronto, la puerta rechinó y las voces de los cuarenta y seis chiquillos se ahogaron dando paso a un tétrico silencio que sólo fue interrumpido por el golpe de su bastón contra el piso.

Cuando pasó a mi lado, apenas y tuve valor de mirarlo de reojo y lo que vi fue peor que cualquiera de sus historias, simplemente porque tenía frente a mí la prueba fehaciente de que todo era verdad.

El maestro Mascafierros era como del tamaño de Yáñez, el niño más grande del grupo, pero su figura lucía compacta en ese traje café. La piel como de abuelito, toda arrugada, y sí, sus orejas eran enormes e ilógicamente planitas, planitas. Se me figuró como cuando las olas del mar se deslizan en la playa y al retirarse dejan la arena lisita. Y por arriba del lóbulo derecho, dos huecos simétricos daban fe de uno de sus relatos: el Mascafierros, entre otros oficios, había sido boxeador y luego luchador y uno de sus contrincantes le mordió la oreja dejándole una cicatriz tan profunda que lo acompañaría hasta el último de sus días.

Después de pasar lista, se levantó de la silla, se acercó al grupo caminando como péndulo de reloj, en una actitud totalmente pingüinesca, y según él nos volteó a ver, pero la verdad esas dos lucecitas verdes que se asomaban detrás

de los surcos de su cara, traían la brújula muy perdida, y fue el primer punto a nuestro favor: el temible Mascafierros, el profesor de música al que sólo le quedaban unos cuantos dientes y además incompletos, como si gustara de triturar fierro con ellos, no veía bien. Su mirada atropellada nos daba una esperanza de lograr sobrevivir a su clase.

Los meses cabalgaron con prontitud huyendo de las mil sorpresas nuevas que a cada instante me deparaba el espejo: pelos por todas partes, enormes granos que explotaban el día menos indicado, ¡amores inalcanzables que con una mirada me dejaban hecho un idiota!

¡Silencio! Gritó el Mascafierros al escuchar que toda la clase tocaba su flauta sin la menor coordinación. Para esas alturas del curso, ya le habíamos agarrado la medida y lo hacíamos a propósito para molestarlo. A veces lo conseguíamos y gritaba tan fuerte que se ponía colorado; otras, como ese día, simplemente tomó su bastón y cabizbajo abandonó el auditorio.

Una de mis travesuras favoritas era huir del salón en plena clase. Sólo esperaba a que el Mascafierros comenzara a llenar de notas musicales el pentagrama del pizarrón, para arrojarme al piso y escurrirme pecho tierra entre las butacas. Adoraba esa faena porque mis amigas me “echaban aguas” y como no podían dejar de ver hacia el maestro para que no me descubriera, yo tenía libre una primorosa vista de calzoncillos multicolores. Los de corazoncitos eran mis predilectos.

Ese día al salir del auditorio me encontré con Neto y luego luego, que me lo encandilo.

–¡Vente! Ayúdame a hacerle una bromita al Mascafierros.

–¡Me late!, –contestó feliz.

En el pasillo había un par de maniquíes con los que personificaron a Vicente Guerrero y a Agustín de Iturbide, a propósito del histórico abrazo de Acatempan.

Neto tomó a Iturbide y yo a Guerrero. Nos los pusimos tapando nuestros cuerpos y caras para que el Mascafierros no nos identificara y entramos marchando al salón. Las carcajadas y el escándalo eran tal que no nos dimos cuenta de que en cierto momento el profesor se acercó tanto a nosotros que casi nos atrapa, si no es porque lo alcancé a ver, y al tenerlo frente a mí, lo único que se me ocurrió fue aventarle al General Vicente Guerrero. El Mascafierros lo abrazó, pero perdió el equilibrio y ambos, eso sí bien agarraditos, cayeron al piso en medio de un mundo de burlas que nos permitió, a Iturbide a Neto y a mí, despedirnos y salir con disimulo.

Contra todos los pronósticos, incluyendo los propios, no fuimos expulsados, quizá ni descubiertos.

Debo reconocer que a pesar de todas las maldades que le aplicábamos al Mascafierros, logró crearme gusto por la flauta y casi sin darme cuenta, la cargaba a cualquier parte que iba, por lo que aprendí las melodías al grado de que en casa, en cuanto empezaba a entonar “Mar-ti-ni-llo, Mar-ti-ni-llo, eres-tú, eres-tú, to-can-las-cam-pa-nas, to-can-las-cam-pa-nas, din-don-dan, din, don-dan”, mamá salía en polvorosa musitando “No por favor, otra vez el bendito Martinillo, ¡Nooo!”

El día del examen, los cincos, seises y sietes pululaban como confetis. A llegar mi turno, mis compañeros me miraron divertidos. Caminé con la confianza de quien está acostumbrado a reprobar; sin embargo, claro que esta vez sería diferente. Me aproximé al Mascafierros y seguí el protocolo: él, sentado en su escritorio, empuñando su pluma cual jeringa envenenada que pronto descargaría un líquido rojo convertido en tu calificación; te pedía que le pusieras la flauta a escasos veinte centímetros de la oreja magullada y, sin siquiera mirarte, escuchaba tocar la melodía. Mi interpretación fue perfecta. Por fin tendría un diez en la boleta. Caminé triunfante para regresar a mi lugar cuando pasó frente a mí el Pelirrojo totalmente derrotado, entonces, lo detuve y lo instruí: escúchame, tú sólo colócate cerca del Mascafierros y cuando te dé la orden de comenzar, finge hacerlo, yo estaré detrás de ti tocando. El Pelirrojo sacó también diez. Y luego toqué para el Enano, el Migajón, el Perrito... en fin, hasta para Betsy, la Calenturas. Fue un concierto de ochos, nueves y dieces en el que el más feliz y orgulloso del grupo fue el propio Mascafierros. No podía ocultar su sonrisa a cada nueva interpretación. Sus alumnos habían aprendido y por lo menos ya no tendría que reprobar a medio salón.

Casi para finalizar el año escolar, para nuestra sorpresa, el maestro no llegó a clases durante una semana y la directora nos asignó a una nueva maestra con cuerpo de violonchelo.

Araceli y Zayra fueron las que averiguaron que el Mascafierros había caído en cama, al parecer, con un problema serio de salud. Pronto, las maestras se organizaron para llevarle comida ya que esa parte de la leyenda del Mascafierros también era cierta: estaba solo en el mundo. Nunca esposa; no hijos; cero hermanos; solo, solo... Nos sentíamos tristes, pero nadie decía nada, por eso, por la tarde cuando mamá me pidió que le ayudara a cargar la canasta de fruta para llevársela al profesor de música, me alegré de poder ir a visitarlo.

Al llegar, iba saliendo de su casa Zárate, el niño que tantos malestares le había causado; venía con la cabeza gacha y los ojos húmedos y rojos.

Recostado sobre la almohada, su cabecita cuadrada de pelo cano, lucía veinte años mayor que la semana pasada.

–Pase usted, señora, –le dijo entre tosidos a mi madre–, gracias por venir.

Mientras mamá le ofrecía un racimo de ciruelas, aproveché para sentarme en un banquito detrás de ella; temía que el Mascafierros me reconociera y delatara mis fechorías. Mamá platicó unos minutos con él y luego se despidió. Yo me aparté de inmediato para salir a su lado, pero el Mascafierros me sujetó de la mano.

Con la mirada más extraviada que de costumbre, me dijo: –eres tú, ¿verdad? Ven, siéntate un instante aquí, junto a este viejo. Su piel era áspera, pero había en su voz, un tono especial.?

–Y dime, ¿no trajiste tu flauta??

–No, Masca... perdón, profesor... no pensé que me la fuera a pedir...?

–Te gusta la música, ¿verdad? Y, además, eres muy bueno.

Ya más tranquilo, le respondí –sí, en el último examen saqué diez.

–Lo recuerdo muy bien, pequeño, me dijo sobando mi brazo y continuó, –¿me harías un favor? Jamás dejes de tocarla. Hazlo como ese día, variando notas, tiempos y ritmos... ochos, nueves y dieces... yo, he aprendido muy pocas cosas

en la vida. Me gustaba mucho el estudio, pero cuando apenas tenía exactamente tu edad, mi madrecita fue víctima de un infarto y yo tuve que abandonar la escuela para rifármela y conseguir dinero para sus medicamentos así es que, me convertí en luchador, ¿lo sabías? Si no me crees, observa mi oreja, estos dos hoyos en forma de dientes que ves aquí mismo, son del Sanguinario, ¡pero lo derroté! Después, ya retirado del ring, conocí este pequeño instrumento, me aferré a él y ya ves... hoy me concedió la dicha de tener un amigo como tú.

Estaba a punto de llorar, con un nudo en la garganta que me lastimaba, cuando por fortuna, revolviendo mi cabello, me dijo “anda ve con tu madre, que te espera”.

Puse mi mano sobre la suya, le di un apretón y me paré de prisa. Antes de salir de su habitación le pregunté:

–Profesor, ¿regresará pronto a la escuela?

–Sí, hijo. Pero puedes estar seguro de algo, el próximo aniversario del Abrazo de Acatempan, ¡voy a pedir el día libre!

No supe que decir, cuando en eso se abrió la puerta golpeándome la cabeza. Eran Araceli y Zayra que, orgullosas, cargaban un precioso ramo de flores hecho por ellas mismas.

–Qué horrible arreglo, ¿no les da pena? –dije cerrando la puerta.

 

 

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