Opinión

El portarretrato

Por Alejandro Mier


–¿Se puede? –Dijo Sergio al tocar con los nudillos en la puerta de la oficina de su padre.

–Pasa, hijo, adelante, –respondió el señor Robledo–, sólo estoy terminando el informe para la junta de Consejo, pero en un momento acabo.

–¡Qué bárbaro! Te sientes “muy, muy” con tu nueva computadora de monitor plano… quien iba a decir cómo te has modernizado. Me encanta tu oficina, sobre todo el librero, es de caoba, ¿verdad? Oye pa’, pero ya ni la haces, este portarretrato sí que desentona, ¡está ruquísimo! ¿Qué tal si me lo llevo –dijo, tomándolo–, y lo sustituimos por uno de esos de vidrio que venden en Sanborn’s?

–¡Hey, hey, hey! ¡Deja ahí! No te atrevas a tocar esa joya. –Reclamó arrebatándoselo y, jugando, le dio un manazo.

–¿A poco si lo aprecias tanto?

–Más que tú a esa corbata de nudo francés. Ya fuera de broma, de todo lo que ves aquí que tanto te deslumbra, es lo único que tiene un verdadero valor.

–Cuéntame su historia, papá.

El señor Robledo colocó su mano sobre el hombro de Sergio, caminó hacia el ventanal desde donde dominaba todo el Valle de México y tras un largo suspiro, agregó:

–Fue hace muchos años, mijo. Tú apenas eras un pequeñín. Muy travieso, por cierto ¿eh? No parabas de rebotar la pelota por toda la casa. Yo estaba muy mal. Por culpa de mis amigotes había perdido el trabajo y llevaba tres años hundiéndome; era una auténtica lacra; me dedicaba a beber, a vagar y a dar lástima.

–Pero, papá, no hables así…

–No hijo, escúchame que es cierto y hasta hoy tengo el valor de confesártelo. Tu padre, el que ves aquí, no tenía ningún futuro. Era un irresponsable que no veía ni por su familia.

Un veinticuatro de diciembre, me metí a una cantina y comencé a tomar desde muy temprano. Ni siquiera me preocupé por comprarles a tu hermana y a ti cualquier regalo de navidad. Lo único que me importaba era continuar bebiendo. Cerca de las seis unos tipos comenzaron a pelearse. Obviamente yo ni vela tenía en el entierro, pero cuando me di cuenta ya le estaba sorrajando un botellazo en la cabeza al primero que me topé. No tenía nada que perder porque mi vida en este mundo había dejado de tener sentido. Lo último que recuerdo, es que momentos después me encontraba tirado debajo de una mesa, completamente ensangrentado. Antes de quedar inconsciente comprendí que andaba buscando la muerte.

–Pero, padre, ¿cómo es que yo nunca lo supe?

–Tienes una madre muy bondadosa a la que debes agradecerle más de lo que te imaginas. Ella siempre encubrió mis borracheras. Por amor a mí y por no causarles daño a ustedes.

–No lo puedo creer…

–Meses después, una mañana, tu madre se acercó para recordarme que ese domingo se celebraba el día del padre y que quería que saliéramos a festejarlo, ¡hazme el favor!

–Pero mujer, ¿adónde quieres que vayamos? ¡Tú sabes que no tenemos ni un quinto! –Le dije; sin embargo, de inmediato me refutó:

–¡Ándale, viejo! Mira, yo ya preparé unos taquitos con el guisado de ayer. Llevamos a los niños de día de campo, nos la vamos a pasar muy bien y te prometo que no gastaremos en nada más, ¡anímate! Es tu día y te quieren festejar, no les quites ese gusto.

Ya sabes cómo son las mujeres… me convenció y ay nos tienes a los cuatro yendo al Ajusco. Después de elegir un lugarcito en el bosque, tú mamá extendió su mantel, ese de cuadros que creo que todavía tiene porque todos son iguales, y le puso la canasta de comida encima. Me da pena decírtelo, pero vaya, para que me entiendas, no nos alcanzaba ni para las quesadillas, apenas y para compartir una sopa de hongos.

Total, mientras ustedes jugaban, me fui a recostar a la hierba, un poco alejado. Estaba a punto de quedarme dormido cuando escuché sus risas y los gritos juguetones de mamá correteándolos. Eso me llenó de alegría y por un instante pensé que podríamos volver a ser felices. Quizá si mi estúpido orgullo me permitiera disculparme por la ofensa que le hice a mi hermano en aquella estúpida borrachera, a lo mejor hasta trabajo conseguiría con él. Pero esa realidad estaba muy muy lejos así que me quedé dormido.

–¡Ay papá! –interrumpió Sergio–, jamás pensé que te las hubieras visto tan negras… y después, ¿qué sucedió?

De pronto, llegaron hasta mí y de un beso tu hermanita me despertó. Y ahí estaba, ante mis incrédulos ojos, esa misma escena que ahora ves en el portarretrato. Fue como si se me apareciera la virgen. Tu mamá, mi adorada Estela, había recolectado flores y me hizo el ramo más bello que hayas visto. Olía exquisito y jamás nadie me había regalado una flor. A un lado de ella, Estelita me vio con esa ternura tan avasalladora, y me obsequió una carta. Apenas comenzaba a escribir, pero el mensaje era claro: “Papi, te quiero mucho más de lo que tú te imaginas. Me gusta cómo eres y cómo trabajas por nosotros. Felicidades.”

Entonces llegaste tú con tus once años y surgió la magia. Tú, mi pequeño niño, para quien hasta la paciencia había agotado; al que muchas veces ignoré y al que el hoyo en el que me encontraba no me dejaba valorar. Diste un paso adelante y con timidez extendiste tu manita hasta posarla sobre la mía. En ella traías este hermoso portarretrato. Tú nunca has sido bueno para los trabajos manuales, lo sabes; la maestra nos confesó que tardaste en hacerlo diez días, el doble de tiempo que tus compañeros, pero a ti no te importó. Mientras lo pintabas con tus propias manos para obsequiármelo, yo me empinaba botellas en las cantinas.

¿Lo ves? Por eso desde aquel momento me acompaña. Es mi símbolo de fuerza con el que derroté vicios, malos hábitos y cual bendición divina, me abrió de nuevo las puertas del trabajo, el amor y la felicidad y eso, hijo mío, tú lo lograste con tan solo este pequeño pedazo de madera.

 

 

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