Opinión

Mal comportamiento

Por Alejandro Mier


“La realidad siempre será más contundente que cualquier “Andares”: 6 de cada 10 mujeres sufren de violencia intrafamiliar; las esposas de alcohólicos tienen 5 veces más probabilidades de ser agredidas”.

Juventino llegó a la base de la central de los microbuses cerca de las nueve treinta de la noche. Estacionó su “pesera” y en cuanto vio que bajó el último pasajero, salió en busca de Nicolás y el Charro.

–¡Quiubas, Juve! Te tardaste rete harto, ya tiene rato que te estamos esperando.

–Es que el tráfico está todavía re cargado. Ya sabes, esta ruta es la más perra. ¿Y qué? ¿No se van a mochar? ¡Me urge una grapa!

–¡Nel mano! Ya no traemos nada y el ñero que nos surte fue por más coca porque hoy se le acabó temprano.

–¡Chale! –Contestó Juventino–. Y tú, Charro, no me digas que no “trais” ni un toquecito.

–Ni maíz, carnal, a menos que te quieras echar un “Don Piter” del pomo de ayer.

–Ya vas, de perdis vamos a meternos un alcohol para bajarle al estrés.

Los tres hombres abordaron el microbús y se sirvieron su brandy Don Pedro con Pepsi Cola en los mismos vasos desechables de la noche anterior.

–Oye Juventino, –preguntó Nicolás tras varias rondas de cubas:

–¿A poco te volviste a madrear? Traes los nudillos todos raspados.

–No, Nico… a la que tuve que surtir fue a mi vieja; ya sabes, pa’ que no se haga pipí fuera de la bacinica.

–¡Chale! Me cae que te pasas –dijo el Charro– ¿qué no te bastó con los fregadazos que le metiste el año pasado? ¡Hasta el chamaco perdió!

–¡Ya párale, Charro! Tú sabes que no me gusta hablar de eso. Además ella se lo buscó, ¡Nada más quería estar con su madre y llegaba rete tarde al “cantón”! Y ese día me agarró bien cruzado, me había metido una piedrota de “coca”. Y para todo esto, ¿a ti, qué? –agregó retándolo–, mejor sírvete las otras antes de que me caliente.

Juventino siempre se ponía muy agresivo cuando tomaba o se drogaba; por eso, en cuanto se acabó la botella, Nicolás y el Charro se despidieron y entonces Juventino, mal humorado, decidió largarse a casa.

Por la mañana, maldijo el rayo de luz que se colaba por entre los trapos que cubrían la ventana, dándole en pleno rostro. Se levantó y fue a la cocina en busca de alguna pastilla para apaciguar el intenso dolor que amenazaba con hacer estallar su cabeza. Para su sorpresa, sobre la mesa estaba su desayuno calientito. Se sentó y comenzó a devorárselo; en eso, Justina, su esposa, entró a la cocina y procurando no darle la cara, le dejó un vaso de agua.

–¿Agua? ¡Qué porquería! ¿Qué no tienes una pinche cerveza?

–No, pero ahorita te compro tu caguama, –dijo tímidamente abandonando la habitación.

Justina salió de la casa y por fin se calmó. Sabía que para cuando regresara, Juventino ya no estaría. Se dirigió al mercado y ya con el mandado completo, comenzó a andar a paso muy lento por la acera. Se sentía la mujer más infeliz del mundo después de perder a su bebé meses atrás; sospechaba que jamás podría volverse a embarazar. Había hasta pensado en arrancarse la vida, pero no hallaba como hacerlo.

–¡Justina, Justina! –Oyó una voz que la llamaba del otro lado de la calle– ¡espérame!

Al ver que era Samuel, un excompañero de la secundaria nocturna que se convirtió en plomero, se mortificó más y ocultó el rostro tras la larga cabellera.

–…Justina, pero ¿qué te pasa? ¿No me digas que te volvió a golpear el idiota de tu esposo?

Justina no pudo contenerse más y soltó el llanto. Samuel se aproximó a ella para consolarla y su corazón casi se parte en dos al ver que su ojo estaba completamente cerrado, era como una bola de billar amoratada.

–¡Desgraciado! ¿Por qué te dejas? Deberías denunciarlo… ¡mira cómo te dejó!

–Me tiene amenazada –respondió con la voz entrecortada–, dice que si le digo a alguien me va a matar.

–Ya, ya, tranquilízate. Ven, dame tu bolsa, déjame acompañarte.

La pareja se fue caminando por la calle en silencio; una cuadra antes de llegar a su casa, Justina se detuvo.

–Samuel, es mejor que me dejes aquí, no vaya a ser que alguien nos vea juntos y entonces sí… se acercó a él y al tomar la bolsa del mandado, besó en la mejilla al tierno hombre que tanto se preocupaba por ella. –Voy a estar bien, ya verás–, concluyó.

–Si, y yo me voy a encargar de eso, te lo prometo, –pensó Samuel y sin que Justina pudiera evitarlo, le devolvió el beso sólo que esta vez sus labios se alcanzaron a rozar.

Un par de días después, cuando Samuel abordó la pesera, Juventino no lo reconoció, de hecho tenía mucho tiempo de no verlo por lo que su rostro no le era familiar, mucho menos de noche.

Samuel se sentó en uno de los acientos del medio y desde ahí estuvo largo rato observando cada movimiento del chofer. Era la segunda vez que pasaba por la misma avenida por lo que le pareció muy extraño que se desviara de la ruta tomando esa calle tan lúgubre y angosta. Aunque se puso en alerta, en un breve instante subieron dos hombres, uno por la puerta delantera y otro por la puerta trasera; ambos traían armas y amenazaron: “¡Esto es un asalto¡ ¡No se les ocurra mover ni un dedo porque los matamos!” Un anciano tomó de la mano a su nieto e intentó bajar del microbús; el asaltante lo golpeó con la cacha de la pistola y de una patada hizo volar al niño de regreso a su asiento. Los pocos pasajeros estaban muertos de pánico. A una señora le dio un ataque de histeria; los rufianes intentaron calmarla ya que temían que llamara la atención de alguien que pasara por la calle. Como la dama no detenía su escandaloso llanto, uno de los rateros se acercó a ella de manera atemorizante y entonces fue que Samuel, pensando que era su oportunidad, sacó de entre su ropa un revolver .38 y descargó un primer tiro sobre el maleante que iba tras la señora; acto seguido, giró su cuerpo y detonó un segundo disparo pegándole en el pecho a su cómplice.

En cuanto los cuerpos cayeron, Juventino salió de su guarida y viendo a los heridos, gritó a los pasajeros:

–¡Gracias a Dios! ¡Este hombre es un héroe, nos ha salvado del asalto!

La gente guardó silencio, pero Samuel le respondió:

–Eso es falso, no se dejen engañar, ¡el chofer es cómplice de los rateros! Por eso es que se desvió en esta calle, paró la micro y abrió las puertas.

–¡No es cierto! ¡Este hombre esta equivocado! –contestó aterrado Juventino.

Los pasajeros no sabían a quién creerle mas de pronto, el Charro, que estaba desangrándose a sus pies, lo tomó del pantalón y le suplicó: ¡Ayúdame, Juventino! ¡No nos dejes morir!

Ante tal evidencia, los pasajeros se echaron encima del impostor y enfurecidos comenzaron a golpearlo.

Samuel dejó que descargaran su coraje y después empezó a retirarlos.

–¡Suficiente! ¡Déjenlo ya! Mejor vamos a llamar a la policía y que ellos se hagan cargo.

La gente no quería dejar de pegarle y fue hasta que oyeron la sirena de la patrulla que retrocedieron unos pasos.

Samuel aprovechó ese instante y recargando su pierna sobre la espalda de Juventino, le colocó el cañón del revolver detrás de la oreja.

Juventino cerró los ojos y comenzó a suplicarle: “No me mate, por favor, se lo ruego”. Samuel, amartilló el arma y acercando su boca al oído de Juventino, le dijo: “Esto va por Justina. Jamás volverás a ponerle una mano encima”.

Juventino quedó asombrado ante las palabras que acababa de escuchar y quiso abrir los ojos para saber de quien provenían, sin embargo, no pudo porque el hombre que lo sujetaba le oprimió con más fuerza el revolver y por fin jaló el gatillo.

“Click”, sonó el disparo y aunque no estalló la bala, sí el cobarde corazón de Juventino, a quien Samuel entregó complacido a los policías.

Una semana más tarde, Samuel quedó de verse con Justina en el parque de la colonia vecina.

Para cuando ella llegó, Samuel ya tenía rato esperándola. Estaba muy contento y aunque sabía que lo mejor era ir paso a pasito, le propondría comenzar una nueva vida juntos. No había porque temer, el diario anunciaba que Juventino tendría doce años para meditar sobre su comportamiento con las damas.

 

 

 

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