Opinión

Lupe, la Flaca

Por Alejandro Mier


Lupe restregaba con fuerza los trastos de la comida para quitarles el cochambre cuando Enriquito, su hermano menor, pasó detrás de ella burlándose porque a él jamás lo ponían a hacer ninguna tarea.

Lupe era como una esclava. Una esclava que nunca fue querida y había aprendido a ocultar sus sentimientos aunque en su interior las preferencias de su madre laceraban mucho más que el propio cuchillo cebollero que ahora jugaba entre sus manos. Era hermoso, le causaba una fascinación especial como brillaba su ancha cuchilla al clavarla y girarla en el chorro de agua. Lo colocó en el escurridor de trastes y mientras observaba como resbalaban las gotas de agua por su afilada hoja, recordó con amargura la cantidad de veces que su madre le compró juguetes, ropa y hasta un perrito a su hermano, mientras que a ella a duras penas y le dirigía la palabra.

–¡Apúrate, Flaca! Te quedas ahí nomás como babosa viendo el agua… –reclamó su madre.

Lupe la miró y por primera vez se le ocurrió preguntar:

–Mamá, ¿por qué a mi no me metiste al curso de natación de Enrique?

La señora detuvo el trapeador con el que lavaba el piso, la observó con incredulidad, como si le hubiera cuestionado el peor absurdo del mundo.

–¿A ti? ¿Y para qué? –fue la sórdida respuesta y continuó trapeando.

Su padre estaba sentado aún en la mesa, pero Lupe sabía que no tenía ningún caso solicitar su auxilio ya que para él, Lupe era un fantasma. Simplemente no existía.

Una tarde, su madre le pidió un mandado de una bonetería que estaba bastante lejos. De vuelta a casa, Lupe venía con la cabeza gacha, pateando la tierra. Ya se había acostumbrado a caminar así para no tener que ver a la gente. Al llegar a la cocina no halló a su mamá; la buscó por toda la casa para darle su encargo pero ni ella ni Enriquito aparecieron; no le costó mucho trabajo adivinar que se habían ido. La odió tanto. Más que por abandonarla, por dejarla con su padre.

Pronto entró al segundo grado de secundaria y añoraba encontrar a algún hombre que quisiera llevarla con él. Sólo pensaba en eso, sin embargo, aparte de que la mayoría de sus compañeros seguían siendo unos niños y ni se fijaban en las mujeres, los pocos que lo hacían estaban completamente perdidos por las compañeras a las que ya les había crecido el busto. Y no. Si de algo carecía la Flaca, aparte de cariño, era de busto. Pensaba que eso muy pronto cambiaría pero para su mala fortuna, eso no iba a suceder… jamás.

Justo a los diez y seis años, alguien se fijó en ella. Hugo era un jovenzuelo retraído pero no le hizo falta mucho esfuerzo para atraer a Lupe, la niña enclenque que nadie le disputaría.

Para su sorpresa, pronto se encontraron a solas en el cuarto de la azotea de su edificio. Hugo estaba lívido del miedo y al salir de su primera vez quedó grabada en su mente una imagen que nunca olvidaría: la de la Lupe, quien al liberarse de la blusa, dejó ante sus ojos el pecho más insignificante y ridículo que pudiera existir.

A Lupe no le costó más de tres meses para quedar preñada y así forzar a Hugo para que se fueran a vivir juntos. También tuvo la habilidad de ocultar el embarazo y anunciárselo cuando ya nada se podría hacer.

Al puro estilo de su madre, sólo tomó sus cosas y se largó sin decir ni media palabra a su padre.

Un año más tarde, alimentaba con papilla a su bebé ya que ni con el nacimiento de su hijo sus minúsculos pechos habían tenido la nobleza de ensancharse ni mucho menos abastecerla de leche, cuando se enteró de que su padre había caído en cama muy enfermo. Pensó en ir a

verlo para que conociera a su nieto. Así lo hizo y décadas después seguiría recordando ese acto de debilidad como la peor ocurrencia de su vida, ya que al llegar a casa de su padre, nuevamente la ignoró.

–Es tu nieto –dijo Lupe mostrándole al crío.

–Ah –respondió sin expresión alguna.

–Lo traje para que lo conocieras.

–¿Y eso? ¿Para qué?

Hugo empezó a aficionarse a la bebida y una noche que llegó bastante borracho y urgido de favores femeninos, entró a su habitación y vio a Lupe semidesnuda. Los huesos de la columna sobresalían figurando ser una hilera interminable de escarabajos. La imagen fue impactante, de la impresión hasta el pedo se le bajó y fueron tales las nauseas que le causó que esa misma noche salió por la misma puerta para no volver.

Lupe sabía donde encontrarlo. “La Salerosa”, se llamaba el burdel y una vez que pasó por ahí, se asomó con disimulo y pudo ver a Hugo, baile y baile con una pinche gorda prieta, pero eso sí, con tamaños melones. Ni siquiera sabía que el imbécil de su esposo supiera bailar.

Al poco tiempo, encontró trabajo en una dependencia del Seguro Social en la que a diario tenía que atender eternas filas de derechohabientes. Lo peor de todo es que no soportaba que cada que llegaba una nueva persona a su escritorio, antes de ni siquiera poder hablarle, hacía la misma aberrante expresión de pena al descubrir sus miserables pechos.

Por si no bastara, aparte tenía que lidiar con el estúpido compañero del escritorio de atrás. Robledo se la pasaba tragando tortas gigantes disque escondiéndose tras el archivero gris y luego, con su aliento a cebolla y frijoles, le pedía sus continuos favores: “oye, toma esa llamada, no seas malita”; “porfa, atiende a este cliente en lo que voy al baño”; “oye , manita, no se te ofrece nada de la tienda… ¿te encargo mi lugar?”; “ay Lupita, ¿podrías checar otra vez mi tarjeta en la mañana para que no me pongan retardo? Te juro que es la última vez.”

Bueno, por una u otra razón la Flaca siempre terminaba cumpliendo sus solicitudes. El compañero tenía su habilidad, había que aceptarlo.

Una tarde, antes de la hora de la salida, Robledo se acercó a Lupe y entregándole un “post-it”, le dijo en voz baja:

–Flaquis, ya me voy… oye, si llega el jefe, ¿le podrías dar este recadito?

Lupe tomó el papel y leyó: “Tuve que salir de urgencia. Vuelvo en seguida. Martín Robledo”.

Aunque el jefe no regresó, de cualquier manera Lupe no pensaba entregárselo; lo escondió cuidadosamente en el cajón de su escritorio y le echó llave.

–Lupita, –dijo Robledo– me encantaría invitarte a tomar una copita hoy en la noche… a mi departamento… mi compañero fue a visitar a su familia ¿aceptarías?

Robledo se quedó pasmado al escuchar un “si” tan contundente y feliz se fue, obviamente temprano, a preparar todo en casa.

No hicieron falta muchas copas para que Robledo se metiera a la cama. Después, apareció frente a él una Lupe completamente desnuda. Ella sabía que eso distraería su atención lo suficiente para que no notara la presencia del cuchillo cebollero que empuñaba oculto en la espalda, hasta que el acero hubiera penetrado varias veces sus entrañas.

Después, sin ninguna prisa, refregó las manchas de sangre y fue a arrojar el cuerpo a un lugar solitario.

Por la mañana, como era costumbre, fue de las primeras en llegar a la oficina del Seguro Social. Checó su tarjeta y unos minutos después, también checó la de Robledo. Acto seguido, sacó el recadito guardado y lo fue a colocar sin que nadie la viera, al escritorio del jefe.

Acaban de dar las once de la mañana cuando Lupe oyó el berrinche del jefe por el “post-it” de Robledo: “¡Siempre lo mismo! Si no fuera porque es sindicalizado… ¡y casualmente se larga en viernes!”

El cuerpo apareció diez días después y la investigación concluyó que Robledo se había presentado a trabajar todavía ese viernes y que seguramente, después de checar su tarjeta para que no le descontaran el día y de dejar el recado a su jefe, lo habían matado en el transcurso de esa mañana.

Lo único malo de la coartada perfecta de Lupe, es que esa misma mañana tuvo que soportar la lasciva mirada no solo de los derechohabientes que le tocaba atender a ella, si no que también su jefe le endosó los del irresponsable de Robledo.

La Flaca no acostumbraba a ver televisión, sin embargo, el programa de esa noche llamó su atención. El investigador decía que el hombre es mucho más violento que la mujer y que de cada diez actos de esa naturaleza, tan solo uno es femenino.

A diferencia del hombre –continuaba el conductor– las mujeres nunca matan por violar a alguien; rara vez por robarlo o por sentirse agredidas. Ellas generalmente conocen a sus víctimas y son motivadas por un acto sentimental: de celos, envidia u odio.

El investigador comenzaba a explicar que para entender el problema había que analizar las relaciones afectivas y las situaciones vividas por estas mujeres en su infancia y juventud, pero eso a Lupe ya no le interesó escucharlo por lo que apagó el televisor.

No hacía falta que nadie apareciera en la pantalla y le dijera lo que para ella era ya bien sabido: tras la muerte de Robledo, sus entrañas vieron nacer a quien se convertiría en la asesina serial más fría, sádica y escurridiza de la época: Lupe, la Flaca.

 

andaresblog.com