Opinión

Los tacones de Eva

Por Alejandro Mier


I Anochece

110 kilómetros por hora: las curvas cada vez pasan más de prisa. En medio de la oscuridad, alcanzo a distinguir las risas deformes que se dibujan con las ramas de los robles: son soldados que formados en hilera me escudan: al final del camino me espera el rey para dictarme sentencia, pero eso no sucederá: a la velocidad que voy ni siquiera la muerte me podría alcanzar.

140 kilómetros por hora: me encuentro confundido; todo a mí alrededor da vueltas: los pinos, el musgo y el pasto hacen una sola masa en diversos tonos verdes, salpicados del rojo vivo de las bugambilias; te siento más lejos de mí, pero aún escucho tus tacones; tu recuerdo cala, lacera, y sólo atino a continuar mi viaje intentando quizá perderte, quizá encontrarte.

160 kilómetros por hora: ahora es todo sombras, estoy muy débil, pero mantengo el paso firme. Algo se aproxima a gran velocidad, viene directo hacia mí, grito sobresaltado al ver que se ha estrellado en el parabrisas, sin embargo no pasa nada, es sólo una mariposa que ahora ha dejado de ser parte de la noche.

180 kilómetros por hora: el tiempo se ha detenido: pasa lentamente, segundo a segundo; veo muchas lucecillas y un gran sembradío de trigo debajo de mí. Las nubes han dejado asomarse a la luna, es probable que haya venido a despedirme. Pero ya no puedo gozar de la compañía de esos silenciosos testigos porque, al romper la barda de contención, mi pecho ha quedado presionado con el volante del auto.

Veo más cerca el trigo; mamá, Pepe, dicen adiós; estoy a punto de tocar la puerta. Quien quiera que sea el que esté del otro lado, por lo que más quieras, mantenla abierta, no soportaría abrir los ojos para notar que, en mis oídos, en mi corazón, en cada arteria de mi cuerpo, aún cabalga el martilleo de sus eternos tacones suspensivos… oh, Eva.

II Amanece

La mañana de ese día, me despierto dando vueltas y vueltas en la cama. Se que soy un holgazán. A esta hora, casi once de la mañana, la gente esta trabajando; pero a mi ¿qué me importa la gente? Por algo, y que conste que no es una simple casualidad porque ni siquiera creo en ellas, la universidad la estudio por las tardes, y tengo la mañana libre: tan libre como Eva.

Es momento de ir a buscarla antes de que llegue mamá para ver si me hace falta algo: qué molestia.

Toco tu puerta y al abrirla y toparnos frente a frente, nos quedamos como idiotas. Yo más que tú, lo acepto. Es probable que no te diga nada mi rostro, el ridículo peinadito lacio que nunca se acomoda, los tres pelos que llevo por barba y, sobre todo, el insultante tono de ojos que herede de mi padre.

Pero tú, mírate nada más: me recibes con la escoba en la mano y tus pantalones cortos, muy cortos, asfixiando la parte alta de los muslos; ¿quién podría imaginar que esto es obra de la casualidad? Yo sé que el botón de tu blusa, que asoma la blancura de tus senos, impaciente me esta esperando para dejarlo en libertad; y pintaste tus labios, ¿acaso no para mi?

Te empujo, te arrojo al sillón, arranco tu ropa. No puedo contenerme, aúllas porque mi boca choca desesperada contra la tuya y no me interesa de quien es la sangre salpicada, igual la froto con mi lengua amarrada a la tuya.

Te hago mía y te lo grito empujando todo tu cuerpo contra el mío: con vehemencia: sin misericordia: mía, sólo mía.

Es tarde, a pesar de que el reloj apenas rebasó las once.

Caigo a tus pies, oh, Dios mío, ¡podría morir en este instante bajo el río acaudalado de tu monte de venus!

Mañana volveré, Eva; y pasado mañana; y cada día.

III Atardece

Despierta Juliancito, grita mi madre detrás de la puerta. ¿Acaso vas a dormir todo el día? Ya son las seis y media de la tarde; otra vez faltaste a la universidad, mijito. La ignoro, la ignoro, la ignoro, hasta que dice las palabras mágicas: anda a comer unos tamalitos que traje, les voy a convidar a Eva y a Pepe, allá te espero…

El primer pantalón que encuentro tiene una delatadora mancha. Así es que elijo otro, más oscuro, uno nunca sabe. Vuelo por las escaleras, recorro el zaguán y vuelvo a tocar la familiar puerta.

La mesa es un funeral.

Mamá empieza con su perorata en contra mía, que los tres conocemos letra por letra; Eva dice hola sin mirarme; Pepe se quita la corbata, desenvuelve un tamal y al ver que es de mole, lo arroja a mi plato: cómetelo tú, recita.

Masticamos; sorbemos atole. Silencio. Las miradas se encuentran y al no hallar como esquivar el incómodo momento, Eva se libera: ¡púdranse! Perdone, señora Toñita, se disculpa con mi madre, pero ustedes dos, nos dice a nosotros, se pueden ir directo al infierno, ¡yo me largo en este preciso instante! Se retira y azota la puerta de su habitación.

Mamá llora en mi hombro. Me aconseja: Juliancito, el amor aún no llega a tu vida. Ya vendrá, te lo aseguro, eres bueno. Pero debes saber elegir y no decepcionarte por lo que viven otras parejas. Su caricia en mi barbilla, repite, taladra, quema en mi oído, que soy su preferido. Ahora se toma el pecho con las dos manos y huye por sus pastillas.

Julián, ¡Ayúdame a detenerla, Julián! Es en serio, Eva se va, ¡me va a dejar! No sé lo que le pasa, está como trastornada. Tú, Julián, habla con ella, quizá te escuche, te lo ruego. Me toma las manos, me encara y sus palabras rasguñan mi alma: hazlo por mí que soy tu hermano… ¡Eres la única persona en este mundo en la que podría confiar!

Al entrar a su habitación las palabras sobran. Eva sabe que la amo. También Pepe la ama, pero el beliz en la mano no miente: nos abandona. No te vayas Eva. No destruyas nuestras vidas. No. Pero esas son sólo frases que circulan por mi cabeza porque de Eva ya sólo se escucha el resonar de sus tacones, como si cada paso formara una interminable fila de puntos suspensivos, detrás de las últimas palabras dichas: perdedores… me dan lástima… pobrecitos…

100 kilómetros por hora: comienza a anochecer…

 

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