Opinión

La ciudad del miedo

Por Alejandro Mier


En cuanto la navaja penetró en mi vientre, comencé a sentir calientito todo el estomago. Estoy segura de que no me desmayé porque el miedo era muy superior al dolor. Los tres hombres que tenía frente a mí formaban la escena más abominable que yo pudiera imaginar a mis apenas 14 años.

El asalto se dio a plena luz del día, a las 13:30 para ser exacta. Yo vivo en una pequeña colonia llamada “Educación”, en la Delegación Coyoacán y sí, como todos en el Distrito Federal, había escuchado un sinfín de historias violentas: secuestros, robos, homicidios, pero jamás pensé que me sucediera a mí.

A encargo de mi hermano Claudio, salí como tantas veces a la tienda y al dar la vuelta en Avenida III, los vi aproximarse en un taxi Volkswagen; obviamente mi perspicacia no estaba educada para notar que el auto no portaba placas y que el número de la puerta había sido sobre puesto. Que más da, lo que sí advertí sin lugar a dudas, fue el carro cerrándome el paso y cómo bajaban, uno a uno, los demonios.

–Vaya, vaya. Qué linda perra -–fue el saludo del primero–, un hombre que parecía calavera de lo flaco que estaba.

–Ora sí vas a ver tu suerte, zorra, –me dijo el segundo– y aunque entendí a la perfección el sarcasmo, me hizo pensar que casualmente yo siempre tuve buena suerte y esperaba que esta vez no me abandonara ya que la pistola que recargó en mi garganta no paraba de temblarle.

El tercer hombre venía completamente drogado; me rodeo y sujetándome por la espalda, mientras manoseaba todo mi cuerpo, incitaba al grupo:

–¡Mátala! No merece vivir… ¡Mátala de una vez!

¿Qué tal? ¿Quién era ese tipo para opinar o decidir quién debía morir y quién no? Qué pena y qué tristeza imaginar lo que habría vivido para llegar a esto.

–¡No! –Interpuso el “Calavera”–, ¡mejor súbela al carro, ando bien caliente!

En lo que debatían que hacer conmigo, sentía sus asquerosas manos en mi busto, nalgas y piernas; de un jalón, arrancaron las medallas que colgaban de mi cuello; fue una pena perder la que me acababa de regalar mi tía Maru, con motivo de los 15 años que estaba próxima a cumplir.

Después, jalones y jalones; trataban de subirme al auto y, mientras, el empistolado, me golpeó varias veces sin el menor motivo, me rebotaba contra la barda y por lo menos impedía que cayera en las garras de “el caliente” que no cesaba de gritar y jamás retiró de mí la mirada con aquellos ojos inyectados, la lengua ligeramente salida por entre los dientes y la saliva escurriendo por su barbilla. Cualquier castigo, menos respirar el aliento de este satanás. Por piedad.

La gente pasaba como cualquier otro domingo a esta hora; es probable que vinieran de misa de una; algunos, incluso me conocían, Hasta alcancé a escuchar a una señora que le decía a su esposo “¡Es Elibel, es Elibel!”, pero seguían de largo; la escena también era demasiado para ellos.

El sentimiento de impotencia, de terror, de no entender ni creer lo que me estaba pasando, era avasallador. Tres adultos contra una niña. ¿Qué me van a hacer? ¿Qué les he hecho? ¿Qué pueden querer de mí? Ya me quitaron el dinero que llevaba para la tienda, mi reloj y cadenitas, ¿ya qué más pueden querer? ¿Por qué no me dejan ir, Dios mío?

No gritaba por temor a que se molestaran más, incluso los manoseos y empujones me los quitaba con cautela. Es más, tampoco me acuerdo de haber llorado. Lo único que procuraba era no quitarle de encima la vista, aunque también con disimulo, al “Calavera” que insistía en hacerme daño ya que no me cabía la menor duda de que ni siquiera era totalmente conciente de lo que hacía y eso era lo que más miedo me daba.

–¡Rájale la cara!, –ordenó el de la pistola al “Calavera” –. ¡Rájale la cara y nos largamos de aquí! –Ladró.

De pronto, como toro, incitado por un odio inexplicable que brotaba del fondo de sus entrañas, el “Calavera” se abalanzó sobre mí. Yo soy bajita y me di cuenta que apenas y le llegaba al cuello cuando lo tuve cuerpo a cuerpo. Lo tengo grabado en esos raros cajones que la mente guarda con la etiqueta “jamás olvidar”. Enterró su mirada sobre mí, viéndome desde arriba. Me envolvió con su pestilente hedor y de paso, por no dejar, hundió la oxidada cuchilla de su navaja por debajo de mi cinturón. Allí la dejó por un momento y todavía me enseñó sus sucios dientes detrás de algo que pareció ser una sonrisa, al mismo tiempo que, con un juego de muñeca, agitó su navaja dentro de mi vientre, una y otra vez.

No caí, no grité, no corrí. Simplemente me llevé las manos al rostro para asegurarme de que no me lo habían lastimado; después, observé como regresaban a su taxi y con risas y festejos se retiraban del lugar.

–Hola, güerita–, me dijo el señor de bata blanca en cuanto vio que abrí los ojos–. ¿Sabes que eres una pequeña con mucha suerte?

–Sí, doctor. Jamás me falla mi buena suerte–, contesté, muy débil.

–Mira, ¿ves esta herida? Por aquí entró la navaja; es un corte chico, ¿no crees? Sólo mide tres centímetros. Pues bien, de profundidad tiene otros cinco, también de poca importancia; sin embargo, no me explico que provocó a tu atacante que movió la cuchilla en forma horizontal, de un lado a otro, causándote un corte interno de nueve centímetros. Tu buena estrella, chiquilla, hizo que no tocara ningún órgano vital; estuvo muy, muy cerca, pero nada más.

–Gracias, doctor– respondí sonriendo. Me miró amablemente y pasó su mano por mi rostro. Ahora me sentía protegida.

En el hospital, y posteriormente en casa, varios policías me fueron a entrevistar. Nosotros sabíamos quienes eran los malhechores y les informamos hasta el lugar dónde los vecinos los habían visto reunirse para beber y consumir drogas. ¿Que qué pasó? Absolutamente nada. No hubo ningún detenido y los policías simplemente no volvieron. Dicen que a ese lugar, ni siquiera ellos mismos tenían el valor de entrar.

Un par de meses después, jugaba volibol fuera de casa cuando pasó el voceador gritando: ¡Compre Últimas Noticias y entérese del asesinato del parque! ¡Hombre es acuchillado! ¡Se sospecha de ajuste de cuentas entre pandillas! Mi hermano estaba conmigo, lo compró y cual sería nuestra sorpresa al ver que el individuo al que habían matado era el mismo que me atacara con su navaja. Ratas matando ratas, pensé. La violencia contra la violencia.

De esto hace ya treinta y tres años. Sucedió en una de las colonias catalogadas como de bajo riesgo de “La ciudad de la esperanza”. Muy atinado sobrenombre, a mi gusto, ya que cuando todos salimos a sus calles, lo hacemos con la esperanza de que no “nos toque”.

 

 

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