Opinión

Juego de niños

Por Alejandro Mier


–¿Qué te vas a dónde?, ¿Así es que te crees que ya eres un hombre? Piensas que puedes andar por la vida arrojando humo sin reparar en el tiempo perdido y vaciando botellas con Ernesto. Vaya amigo, es todo un monstruo a sus catorce.

A ver, señor, muy bien pongámonos de acuerdo. Si crees que abandonar la escuela para recorrer el mundo en busca de aventuras y fortuna es lo más inteligente para un joven de tu edad, es que has perdido la cordura. Y no me vengas con el cuento aquel de que tu tío Manuel no tuvo estudios y llegó a Senador. Vaya ejemplo, el borracho de tu tío. Cinco matrimonios y ve tú a saber cuántos hijos regados. ¡Madura, niño, madura!

¿Acaso crees que es tan fácil para tu padre pagar ese colegio? ¿No ves cuánto trabaja el pobre para que tú le vengas con esas locas fantasías?

Ahorita mismo te olvidas de tanta estupidez y te me vas a tu recámara a estudiar. Y di que no te castigo quitándote tu mesada, pero donde vuelvas a reprobar... Cuánta gente quisiera tener lo que tú tienes, un hogar, familia, comida; para que me salgas con que te quieres largar de la casa... si tu padre se entera. Te prohíbo que vuelvas a juntarte con Ernesto y esa pin... y esa palomilla. Mira nada más las ideas que te están metiendo a la cabeza. ¡No te quedes callado por amor de Dios!, ¡di algo! Valiente hombre. Espero que hayas entendido la lección porque para la otra no voy a ser tan complaciente.

–Mamá...

–¿Qué quieres, no te basta con esto?

–Madre...

–¿Qué?

–Adiós, madre.

 

Aún ahora, a veces me pregunto si debí escuchar los gritos de mi madre cuando incrédula me vio cerrarle la puerta en sus narices… y volver.

Lo curioso es que con el tiempo ambos nos dimos cuenta de que habíamos equivocado nuestras predicciones. Ni ella logro mantenerme en casa ni yo llegué a España donde yacen los restos de mi bisabuelo y mucho menos pude recabar la historia de su vida tal y como me lo había propuesto. Nada de eso sucedió.

Mi gran amigo Ernesto, desde un principio se mantuvo inseparable y aunque yo era el que siempre daba la cara a los problemas – que yo mismo ideaba –, sabía que él estaba ahí, usurpando mí sombra, silencioso, peligroso.

Vivíamos en un cuarto de servicio que contaba con todo lo necesario: un catre, una grabadora, un pequeño baño y nuestra propia maceta de marihuana. De alguna manera, nos la ingeniábamos para no pasar hambre. Teníamos un imperio propio integrado por la palomilla de la colonia que nos veía como líderes por las terribles fechorías que éramos capaces de hacer, las cuales para nosotros eran un simple juego de niños. Nos invitaban a todas partes y siempre estábamos prontos

a asistir porque pensábamos “donde hay mucha gente, hay mucho dinero”, y no nos atormentaba quitarle un poco a cada uno.

Una noche, festejando el cumpleaños de Ernesto, fumaba mi segundo cigarro de marihuana mientras él platicaba husmeando por la ventana.

–Viste aquel Jetta. Chingaos, de seguir en mi casa hoy me habrían tramitado mi

permiso de conducir...

–Ah... –respondí.

–Sí, tienes razón, que hueva –dijo él.

–¡Al carajo Ernesto! –grité, –¡tenemos que hacer algo grande! No podemos continuar reprochándonos asuntos perdidos mientras la gente nos ve con lástima... ¡Vamos a callarles el hocico!

Ernesto no respondió, pero sabía que estaba detrás de mi dispuesto a todo cuando entré en la farmacia.

Perfecto, sólo estaba don Roberto en el mostrador. Me acerqué con la seguridad de que no reconocería mi rostro tras el pasamontaña. Con el arma en la mano le exigí el dinero fingiendo la voz lo más que pude. Él me miró fijamente mientras bajaba la mano, supuse yo, que para abrir la caja registradora. De pronto, todo fue tan repentino... la puerta de la farmacia se abrió y no sé qué fue primero, si el rostro aterrorizado de mi madre al descubrirme y ver el arma o el certero batazo de don Roberto sobre mi hombro. Juro que nunca vi a Ernesto sacando su 22, pero si aprecié con una claridad brutal como estallaba el pecho de don Roberto… ¡PUMMM! ¡PUMMM!

–¡Corre imbécil, corre! ¡Estamos jodidos! –Gritó Ernesto.

Por alguna razón que aún no puedo explicar tomé fuerzas y salí trastabillando. Mi madre se encontraba en cuclillas tapándose el rostro con las manos y llorando amargamente, quizá de lástima, quizá de miedo.

Desesperados, huimos por la oscuridad de los callejones, entre sirenas y luces azules y rojas, a toda velocidad, las sombras parecían devorarnos. Estuve a punto de perder el brazo por las múltiples fracturas que tenía y la intensidad del dolor me tuvo varios días inconsciente.

Cuando por fin supe de mí, me encontraba en un cuarto de dos por dos metros; del otro lado de los barrotes Ernesto me miraba.

–¿Volviste, amigo?

–Eso creo. ¿Qué hago aquí? ¿Qué pasó con mi madre? ¡Ella presenció todo!

–No, Arturo, estabas muy drogado, la mujer que entró a la farmacia no era tu madre.

–¡Vaya, qué alivio!, pero… ¡tú le disparaste a don Roberto! ¿Vivió?

–Ay, amigo, no recuerdas nada, ¿verdad?

–¿Qué quieres decir?

–Después de que don Roberto te golpeó con el tubo, te incorporaste y vaciaste tu arma en su pecho. Desafortunadamente, ayer por la noche murió.

–¡No puede ser!

–Arturo, hay alguien que quiere verte… –interrumpió el celador.

–¿Quién podría desear ver a alguien como yo?

Ernesto agachó la cabeza y al retirarse no tuvo el valor de ver a los ojos a la mujer que entraba.

Ya frente a la celda, la mamá de Arturo le tomó la mano. Él no paraba de llorar, como un niño. Ella, no comprendía como es que la vida, en tan solo unos días, había transformado a su pequeño, en un hombre.

 

 

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