Opinión

La bienvenida

Por Alejandro Mier


Buenos Aires, Argentina, 1973.

El señor Rosemberg hacía su paseo vespertino habitual cuando vio pasar a su lado el automóvil gris. Su educación militar lo puso en alerta, no era la primera vez que lo veía, estaba seguro; sin embargo, el auto siguió su marcha y desapareció al doblar la esquina. Acababa de oscurecer y aceleró el paso rumbo a casa.

Al dar la vuelta, el conductor del automóvil aparcó en la acera debajo de un árbol; descendió rápidamente y cortando por un callejón, quedó detrás de Rosemberg. Justo antes de llegar al final de la calle, Theodoro se aseguró que no hubiera nadie en los alrededores y entonces lo atacó por la espalda. Aunque Rosemberg era un hombre alto y aún fuerte a sus sesenta y ocho años, cayó desmayado al inhalar el pañuelo que su captor le puso en pleno rostro. Theodoro arrastró el cuerpo unos cuantos metros y lo colocó dentro de su cajuela.

Todo lo había estudiado una y otra vez, así que llegar a su casa por la parte trasera y meter a Rosemberg al sótano, fue cosa fácil.

Al abrir los ojos, el hombre se sintió aterrorizado. Se encontraba desnudo y un extraño aparato lo sujetaba manteniéndolo de pie.

–Bienvenido, Herr Rosemberg, –dijo una voz que provenía de algún rincón del oscuro cuartucho. –Al parecer esa fisonomía tan recia y severa que acostumbra portar, se ha esfumado, eso es un gesto muy amable de su parte.

Theodoro se aproximó a él y continuó: –¿Qué le parece? Dos alemanes juntos en Argentina. Porque a pesar de nuestra diferencia de edades, de hecho usted me dobla la edad, los dos nacimos en Bonn y nuestros destinos nos unen. Oiga, ¿y qué? No me va a felicitar por mi invento. Usted que es todo un experto en tortura, no me va a decir que no es ingenioso. Bueno, a decir verdad, ambos sabemos que la idea original no es mía pero después de todo, yo terminé construyéndola con mis propias manos. Le mostraré en que consiste; los anillos de acero que sujetan sus tobillos y muñecas, le impedirán liberarse. El cinturón al estómago con la barra en la espalda, sirve para mantener su cuerpo erguido, de pie. Finalmente, la diadema que tiene en la frente es para que no pueda mover ni un milímetro su cabeza. Perdone que le haya colocado el trapo en la boca pero sería de mal gusto escuchar suplicar a un militar de su rango. Herr Rosemberg, esto va a ser parecido a los baños que daba a los judíos en el campo de concentración que comandaba en Auschwitz – Birkenau, ¿recuerda cómo engañaban a la pobre gente diciéndoles que los iban a bañar y en lugar de agua salía el gas con el que los exterminaban? Bueno, esto es algo similar, sólo que aquí no hay engaño, esta si es agua real. Prendámosla, ¿quiere?

Theodoro abrió una llave que previamente había colocado a escasos veinte centímetros, por arriba de la cabeza de Rosemberg y con exhaustiva precisión consiguió cortar el chorro de agua y sólo dejar un goteo rápido, continuó exacto. “Toc, toc, toc“, repiqueteaba el persistente golpeteo sobre el cráneo del hombre.

–Habrá adivinado, Capitán Rosemberg, que para que la gota perfore su cabeza tendremos que ser pacientes. Hasta la vista, –concluyó Theodoro abandonando el lugar.

 

–Herr Rosemberg, ¿cómo le va? Dos días sin vernos, debe estar hambriento. Descuide, le he preparado este nutritivo licuado y para que no se moleste en comer, vamos a conectar esta manguera intravenosamente y asunto arreglado; le prometo mantenerlo bien alimentado. Es muy triste morir de inanición como en su campo y eso no lo vamos a permitir.

–Oiga, –continuó–, ¿le gusta la fotografía? Mire, este soy yo de niño, fue un año antes de que mis papás me mandaran a América para salvar mi vida. Éramos muy felices, ¿sabe? y en un acto de romanticismo de los que suelen tener las mujeres, mi madre, que como imaginará es la dama que está junto a mí, abrazándome, metió este retrato en mi bolsillo. Es el único objeto que conservo de ellos. Mire a mi padre, era divertido el viejo. La chica que está a la izquierda, es mi hermana Clara, me llevaba cuatro años y siempre me cuidó. No se qué habrá sido de ella. Entre tanta gente que mató usted, no creo que la recuerde. Sería demasiado pedirle algo así, después de treinta y un años y un récord, según dice su informe, de más de 800 mil víctimas.

Para no levantar sospechas, Theodoro seguía su rutina diaria. Por las mañanas acudía a sus labores. Trabajaba en una delegación de gobierno, lo que le permitió encontrar en sus registros el rastro de Rosemberg. Algunas veces entraba a ver como seguía su huésped y otros días se le olvidaba visitarlo.

Con el pasar de las semanas, el goteo del agua, primero acabó con el poco cabello que le quedaba a Rosemberg; después, traspasó su cuero cabelludo y ahora ya había comenzado a perforarle el cráneo.

En otra ocasión, Theodoro entró al sótano. Se le veía contento.

–¡Hola, Herr Rosemberg!, –saludó jovial–, hoy vamos a divertirnos. Aquí traigo algo que le gustará.

Theodoro extendió sobre la mesa un portafolio que contenía muchos clavos muy delgados, casi como agujas. Tomó un puñado junto con un pequeño martillo y mostrándoselos, le dijo: –mire, capitán, puede que le duela un poco pero pierda cuidado, tomé un curso de primeros auxilios y no dejaré que se le infecten las heridas, ¿por cuál empezamos?

Con mucha delicadeza como queriéndole no hacer más daño del necesario, Theodoro sujetó el dedo medio del pie de Rosemberg, le colocó el clavo justo en la parte central y de un sólo martillazo, le penetró entre la uña y la carne. Rosemberg comenzó a tener fuertes contracciones. Theodoro esperaba a que la temblorina bajara para continuar con el siguiente dedo. En menos de una hora, los diez dedos de los pies quedaron perforados. Theodoro les untó la preparación para que no se infectaran y se fue a descansar, después de todo, la tarea no había sido sencilla.

Unos días adelante, Theodoro comenzó a fotografiar cada detalle del cuerpo de Rosemberg. Para ese momento, el agua ya había traspasado por completo el cráneo y se podía ver la primera capa del cerebro.

Rosemberg la mayor parte del tiempo permanecía inconciente, pero como ahora, también tenía ratos de lucidez.

–Capitán, le tengo muy buenas noticias. Su familia lo está buscando, parece que su esposa y sus hijos lo extrañan. Como es de su conocimiento, los alemanes pensamos en todo y usted, como nazi, lo sabe mejor que nadie, somos muy meticulosos, así es que he juntado una pequeña colección de fotografías y se las haré llegar. ¿No cree que es momento de que su familia sepa quién es en realidad? Tengo algunos recortes de periódico. Mire, aquí está con su uniforme de la S.S., en ésta otra, en el campo de concentración con su “Kommando”; y su orgullo, la foto con el Fuhrer. Ni se imagina capitán, gracias a esta foto tomada en 1941 fue que lo pude identificar y encontrarlo en Buenos Aires. Ya lo ve, Herr Rosemberg, Argentina no solo fue refugio de nazis,

sino también de algunos judíos, como su servidor. Bueno, estas fotos se las llevaré personalmente a sus hijos, claro, junto con la de sus asesinatos en Birkenau y las que le he estado tomando. Faltaba más, una familia tiene derecho de saber el origen y el final de su padre, ¿no lo cree así? Alégrese capitán, una gran cantidad de personas están rezando para que de una vez acabe con usted. ¿Le gustaría verlos? Obsérvelos, –dijo poniendo frente a sus diminutos ojos azules, una fotografía llena de judíos que permanecían como muertos vivientes, detrás de una gran alambrada de púas, a punto de ser exterminados en una cámara de gas–, ¿interesante, no?, –continuó Theodoro–, ¿sabe dónde encontré esta copia? Justo en su expediente, capitán. La dama y el caballero que se abrazan aterrorizados, son mis padres y estoy seguro que junto con el resto de sus compañeros, le tienen preparada una gran recepción de bienvenida. Así es que lo dejo en compañía de Wagner, sé que es un ferviente admirador de su música; no volveré a molestarlo.

Al apagar la luz del sótano, Theodoro observó que los ojos de Rosemberg llameaban, curiosamente a escasas horas de que el goteo le terminara de carcomer el cerebro y con él sus días, se veían más vivos que nunca.

 

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