Opinión

El Portero de la Muerte

Por Alejandro Mier


El detective Tony Salazar descendía por la carretera de Toluca rumbo al Distrito Federal cuando por la zona de la Marquesa, a escasas dos curvas delante de él, alcanzó a ver cómo se colisionaba un carro. De inmediato tomó la radio y reportó que él acudiría al percance. Pisó el acelerador y dejó que su orgullo, un brioso Barracuda modelo 1967, lo trasladara velozmente.

Tony fue el primero en llegar al lugar del accidente. Bajó del auto para encontrarse con una camioneta Pick Up volteada. Sospechando que el conductor había muerto, estiró la mano para tomarle el pulso, pero en eso un extraño hombrecillo apareció dentro de la cabina y con toda calma caminó hasta pasar por el cadáver, atravesar la camioneta y continuar por un lado del detective. Salazar se sentó en el asfalto y se llevó una mano a la cabeza, ¿qué diablos fue eso? ¡Juro que podía ver a través de él!

Entrada la tarde, Tony escaseaba su segunda copa de whisky, y en ese instante Lucio entró al “Bar León”. De inmediato lo identificó porque Tony era como una mole de plomo y sus corpulentos antebrazos sobresalían de la silla.

–¿Qué hay amigo? –saludó Lucio.?

–Socio, que gusto verte –respondió con total franqueza.

Trabajaban como célula, Tony haciendo el trabajo rudo de campo y Lucio en oficina, en labor de investigación. Las incansables batallas, la tremenda presión de su profesión y los actos de lealtad demostrados en los momentos más difíciles los habían convertido en verdaderos amigos.?

–Lucio, necesito que me ayudes a investigar algo... muy extraño.

–¿Qué pasa Tony? Te noto preocupado.?

–¿Escuchaste del accidente de la Marquesa?

Lucio asintió con la cabeza mirando el pearcing de la ceja de su compañero.

–Pues bien, yo estuve ahí. Fui el primero en llegar. Me disponía a examinar al conductor cuando... ¿cómo te explico? Tuve una aparición. Eso es. Un hombre rarísimo, medía no más de un metro, pero haz de cuenta que estabas viendo un indígena: fuerte, moreno de años de sol, lampiño, cabello muy corto, oscuro y lacio; incluso la cabeza un tanto plana de la parte superior; ojos cafés meditabundos, piernas de toro, facciones toscas; sólo vestía una especie de calzón blanco y unos huaraches atados a los tobillos con correas de cuero.

–Vaya, sin duda un tipo singular, mas ¿qué te dejo tan perplejo?

–Fue algo sobrenatural. Quedé petrificado, casi hasta te podría decir que tuve...

–¿Miedo? ¿El gran Tony Salazar temiéndole a algo? Jajaja, ¡imposible!

Tony bebió de un sorbo todo el Scotch hasta no dejar ni una gota y con la mirada perdida, concluyó:

–Es que el tipo era como un fantasma, podía ver a través de su imagen, –Tony respiró profundamente y se hizo un largo silencio en la mesa.

Lucio no alcanzaba a imaginar que podía ser tan impactante para haber logrado impresionar al detective. Salazar se había trabado con los criminales más despiadados hasta verlos refundidos. Era una leyenda viviente y en la central todos comentaban cómo, al iniciar su carrera, tras meses de perseguir a un sádico asesino serial, logró echarle el guante y meterlo al reclusorio; sin embargo, el Alacrán, como le apodaban, lo sentenció de muerte y le advirtió que cuando lo tuviera frente a él lo desollaría con sus propias uñas, y vaya que era una bestia violenta, inhumana. El mismo Lucio conocía policías que ante una amenaza así se habían

retirado yéndose a vivir a un lugar lejano bajo otra identidad. Pero Tony estaba hecho de otro material y sin que nadie del cuartel se enterara, se introdujo por la noche en la prisión e hizo que los guardias lo encerraran a solas con el Alacrán, mano a mano, sin ningún arma. Cuentan que cuando el Alacrán lo vio pensó que era el mismísimo diablo personificado. Tony le propinó tal paliza que lo mandó al hospital cuatro largos meses. Cada golpe asestado fue perfectamente estudiado para causar un gran dolor, pero evitando que fuera a perder el sentido. Entre otras fracturas, le quebró uno a uno los dedos de las manos, ya que el Alacrán gustaba estrangular mujeres con sus “propias manos”. “Te voy a esperar aquí en la puerta el día que salgas”, le dijo Tony antes de terminar de partirle la nariz en dos.

–¡Atención! A todas las unidades de la zona de Coyoacán ¡Diríjanse de inmediato al Oxxo de la calle Avendaño! Tenemos un 54. Tony tomó su radio y respondió al llamado. En menos de 5 minutos ya estaba en el lugar de los hechos.

–¿Qué tenemos? –preguntó al oficial.

Un 54, detective. Es un solo tipo. Tez blanca, cabello largo amarrado con una coleta, 1.75 de estatura, 30 años. Tiene secuestrado al cajero de la tienda y calculamos que a seis rehenes. El sujeto está armado y se ve dispuesto a todo.

–Muy bien, voy a entrar. Alejen las patrullas y a los curiosos para que nuestro amigo no se altere. Estén atentos y esperen mi señal. Que nadie entre antes de que yo lo indique.

Mostrando las manos en alto, Tony cruzó la puerta del local comercial.

–¡Hey, amigo! ¡Soy el detective Salazar! Voy a entrar, sólo vengo a platicar contigo. Vamos a arreglar este asunto sin que nadie salga lastimado, ¿te parece?

Tony estaba acostumbrado a este tipo de discursos estratégicos introductorios en que en los escasos segundos que su voz se oía, revisaba cada detalle del lugar: las armas y ubicación del delincuente, la de los rehenes, los puntos de fuga, los refugios.

–¡Detente ahí! ¡Arrójame tu arma! ¡Apresúrate, quiero verla frente a mí si no quieres que mate a alguien! –contestó una nerviosa voz. Vaya, especuló Tony, un tipo de los peores: novato, no sabe qué hacer y se le puede escapar un tiro en cualquier momento.

–¡Aquí estoy! –dijo Tony caminando en el otro extremo de los anaqueles del pasillo en el que se encontraba el ladrón–. Ten mi arma, –agregó pateándola–, ahora tan solo deja que salga esta gente... tú y yo lo arreglaremos todo.?

–¡Quiero una camioneta en la puerta y que ningún estúpido policía intente seguirme! ¿Me escuchas??

–Claro, claro, la tendrás; ahora deja que salgan.?

–De acuerdo, pero ésta –dijo poniendo el pie sobre una chica que estaba tirada boca abajo cerca de él–, se queda conmigo y si no cumples tu palabra, lo pagará con su vida.

Los rehenes abandonaron rápido la tienda. Tony estaba por iniciar la segunda terapia de convencimiento para que el sujeto se entregara de manera pacífica cuando el “hombrecillo” hizo su aparición. Cual fantasma atravesó los anaqueles quedando justo entre el ratero y él y fue tal la impresión de Tony que le provocó un acto reflejo del brazo y, a causa de ese brusco movimiento, el nervioso ladrón accionó su arma derrumbando a Tony. La confusión también fue aprovechada por el cajero, que del mostrador sacó una escopeta recortada y de un certero plomazo le partió la cabeza en dos al ladrón.

Recostado en el frío piso, Tony giró el cuello hacia la escena, el hombrecillo estaba al pie del ladrón observándolo. Después, simplemente se desvaneció del lugar cruzando por el muro.

–¡No te muevas Salazar! ¡Déjame revisarte! –ordenó el uniformado y al abrir la camisa, riendo dijo–: carajo detective, ¿cuántas pinches vidas tienes? Si no es por el chaleco antibalas este plomo te corta por la mitad la cicatriz que te dejó con su cuchillo Julián López, el Zar del tráfico de órganos.

El equipo de rescate se preparaba para evitar que un tipo se arrojara desde la azotea de un antiguo edificio del centro de la ciudad. Del Radio del Barracuda de Tony, brotó la voz de Lucio e inmediatamente después de avisarle del incidente, le comentó:

–Por cierto, aunque hay muy poca información de tu fantasma, encontré un par de antecedentes similares. Le llaman “el Portero de la muerte” porque se cree que es un ente que abre las puertas del infierno, una especie de mensajero que hace acto de presencia en los lugares donde habrá una muerte violenta...?

–¡Vaya! –respondió Tony–, jamás había escuchado nada parecido, pero todo coincide.

Al llegar al edificio, Salazar subió, y con los zapatos especiales de suela de goma que usaba en estas ocasiones, llegó hasta muy cerca del suicida sin hacer el menor ruido. El tipo estaba sentado en la orilla de la cornisa de escasos quince centímetros de ancho y, sin voltear abajo para evitar que los catorce pisos de altura le causaran vértigo, se sentó igual que él, a dos metros de distancia. Al saludarlo, vio que no había mucho que hacer, junto a él estaba el Portero.

–Ten amigo, ¿quieres un cigarro? –invitó Tony estirando la mano y aprovechó para acercarse un poco más al individuo; después, Tony encendió el suyo y puso el encendedor en la cornisa para que el suicida lo tomara. El tipo miró con extrañeza la cajetilla y aunque no dijo nada, Tony le advirtió:

–Ah... son cubanos, es que los nacionales ya no me hacen nada, tú sabes, la presión de este trabajo. Es tabaco muy fuerte, pero créeme, para estos casos es muy efectivo. Luego, ignorando al tipo, se dirigió al Portero:

–¿Quién eres tú? ¿Qué quieres aquí??El suicida pensó que Tony se había vuelto loco.?–¿Puedes hablar??El Portero no respondió, sólo, con sus ojos meditabundos, continuó contemplando la ciudad.?

–¿Eres la misma muerte, verdad, maldito??

El suicida estiró la mano para tomar el cigarro. El equipo de rescate sabía que esa era la señal. El tipo había picado el anzuelo. De un ágil zarpazo, el grueso antebrazo de Tony sujetó al suicida de la mano. Pero algo salió mal. La vieja cornisa no resistió el peso de ambos y se rompió. El tipo resbaló, mas, en el último instante, de una manera milagrosa, se alcanzó a sujetar con la punta de los dedos, con una sola mano, del filo del remate de cemento. Desesperado gemía pensando que su hora estaba cerca. Sin embargo, Tony sí había caído y ahora su cuerpo volaba por los aires. Tuvo un fugaz instante de lucidez que lo hizo quedar perplejo, ¿acaso todo este tiempo el Portero de la muerte era a él a quien buscaba? Sus pensamientos catastróficos se esfumaron al notar que el Portero se había arrojado para seguirlo tras haber caído al vacío; milésimas de segundos después, que para Tony fueron siglos, cayó malherido sobre el camastro de rescate de los bomberos. El Portero de la muerte se incorporó y, pasando a través de los curiosos, se esfumó del lugar. Tony abrió con suma dificultad un ojo y al verlo marcharse, musitó, “maldito, ya nos toparemos de nuevo”; enseguida perdió el conocimiento y ya no pudo atestiguar cómo la cornisa terminaba de desprenderse. El suicida cayó a su lado, con el cráneo hecho añicos.

 

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