Opinión

El Indigente

Por Alejandro Mier


La gente de las inmediaciones le apodaba el Fantasma del parque. Siempre solitario, caminaba descalzo. La cabeza gacha, el pelo enmarañado que se enredaba con su barba sin importar donde comenzaba una o en que lugar moría el otro.

Su grueso abrigo marrón le cubría todo el cuerpo y sólo dejaba asomar un morral gris, escondite de sus pocas pertenencias. “Mira”, murmuraba la gente al verlo hurgando en los botes de basura. “parece una rata, una gran rata autista”.

Oculta tras oscuras costras, una abominable letra S traza una cicatriz que le recorre desde la frente hasta la barbilla.

Harapiento, merodea por cada pasillo del parque; hace paradas inesperadas en la que sus ojillos encuentran algún punto perdido en el cielo que permuta esa salvaje imagen por una mueca que pretendiera ser una nostalgia que alivia.

Comienza a llover, pero eso es algo que a él hace tiempo dejó de importarle. Se acurruca, hecho bolita, en una helada banca de cemento y cierra los ojos a una vida que no sabe para qué demonios lo quiere aquí.

El bullicio, los globeros, las campanas de los carritos de helados hacen suponer que es domingo. Toñito patea su pelota y ésta va dando pequeños brinquitos hasta detenerse con el morral del Fantasma del parque. El niño, inocente, se aproxima y al intentar levantar la pelota, el indigente lo ataja sujetando su bracito.

-¡Papá! ¡Papá! -Grita el pequeño horrorizado.

Al sentir la tibieza de su piel y esa voz tan delgada, el hombre del abrigo marrón siente como si un rayo lo atravesara; cierra los ojos y, sin querer, los recuerdos agolpados, hacen que apriete con más fuerza su brazo.

-¡Ayyy! ¡Papá! ¡Papá!

De ocho enormes zancadas Jerónimo llega hasta su hijo. Está listo a asestarle la primera patada al agresor cuando como un milagro, detrás de esa gran maraña de pelo y costras cree reconocerlo.

-¡Eres tú! ¡Emilio Laponte!

Al escucharlo, el indigente se sorprende y suelta el brazo del chiquillo.

Jerónimo lleva a Toñito al lugar donde se encuentra su esposa: “No lo vas a creer, es él, ¡Emilio Laponte! Espérame un segundo, voy hablarle”. Pero el Fantasma ha desaparecido.

Jerónimo se sienta en la misma banca. La brisa otoñal es muy fresca, pero ese no es el motivo de que ahora se abrace y su respiración se escuche entrecortada.

-¿Qué pasa, cariño? -Pregunta Cristina, su esposa. -¿Estás seguro que era Emilio?

Jerónimo no podía hablar, sólo asintió con la cabeza. Una vez que se tranquilizó, le preguntó a Toñito:

-¿Qué fue lo que pasó? ¿Por qué te agarró del brazo?

-No sé, pero el señor estaba llore y llore y repetía muy triste: “¡Teníamos un trato! ¡Teníamos un trato!”

-Anda hijo, sigue jugando que aquí no pasó nada.

Jerónimo continuó sollozando:

-Jamás terminaré de explicarme como es que la vida le pudo jugar tan rudo a un hombre así de bueno, tan generoso, como Emilio. A poca gente he visto amar tanto a su familia… era un genio para las estadísticas… si tú supieras cuanto lo estimaban en la oficina.

Cristina conocía perfectamente la historia, pero cada vez que su esposo insistía en repetirla dejaba que lo hiciera ya que esa era su manera de ir expulsando, de a poco, el terrible dolor de la desgracia del amigo.

Estaban a punto de cumplirse dos años de que Arnulfo Perea, el director general de la empresa, convocara a Emilio Laponte a su oficina.

La tarde anterior, platicando con los socios, habían coincidido de que el premio de “El empleado del año” nuevamente le perteneciera a uno de los colaboradores más antiguos, leal y querido, a Emilio Laponte.

-Hola Emilio, siéntate por favor. -Le dijo Perea arrojándole un sobre. -Tú sabes que yo pocas veces te doy una instrucción sin lugar a replicas, ¿verdad?

-Muy cierto, Arnulfo ¿de qué se trata?

-Tienes vacaciones…

-Pero… –interrumpió Emilio.

-No hay pero que valga. Quiero que lleves a Sarita y a las niñas a esa playa de Ixtapa Zihuatanejo y te olvides de todo. No te quiero ver aquí en dos semanas.

-¿Y el informe anual?

-Zúñiga se hará cargo; anda, vete de aquí y deja que el director financiero más brillante de la compañía, sea recompensado.

Emilio descansaba su cabeza sobre los muslos de Sarita mientras las niñas se salpicaban con el agua del mar. Era increíble como Andrés, a sus once años cuidaba a sus dos hermanitas menores, con que paciencia y cariño.

-Sabes Sarita, hoy me doy cuenta de que me siento completo… tú, los niños, me tocó la mejor familia del mundo y sí, soy tan feliz y me siento tan satisfecho que podría morir en este instante sin el menor problema…

-Calla tonto y dame un beso.

Por la noche, en cuanto los niños se durmieron, Sarita y Emilio fueron a caminar por la playa. Toda la costera era de ellos, no había una sola alma que interrumpiera sus besos.

Se sentían como en su luna de miel 15 años atrás, ella tomando champagne directo de la botella y él disfrutando de su puro. En cierto momento, mientras miraban la estela que pintaba la luz de la luna sobre el mar, Emilio le dijo:

-Estoy tan agradecido contigo, eres la mejor madre y la pareja ideal.

-Lo que tú no sabes -respondió Sarita -es que cada gripa que te he cuidado, cada té que te he dado en la cama, las risas de tus niñas, los adornos navideños, el olor a sabanas limpias, tu sopa de cumpleaños, la cama entibiecida, los reclamos callados cuando llegas tarde a casa y hasta aguantar a tu perro y al perico, me lo vas a recuperar, uno a uno, cuando estemos viejitos. Tú me cuidaras. Tú serás mi enfermero, mi protector, mi madre y mi guardián, ¿comprendido Emilio Laponte?

-Comprendido, ahora tenemos un trato y prometo cumplirlo con todo mi amor.

La noche continuó siendo inolvidable.

La curva de la carretera de Ixtapa no era demasiado pronunciada, ni la velocidad incluso alta, el problema fue que la vaca que se interpuso en su camino pesaba más de quinientos kilos. Todos murieron prácticamente en el acto. Pero por alguna extraña razón el destino no fue bueno con Emilio. Quiso que él viviera. Que él lo sufriera. Comérselo de a poco. ¿Por qué? ¿Para qué? Sólo Dios sabe.

Cuando todo terminó, Emilio caminó, caminó y caminó. Entre lagunas mentales día y medio siguió sus pasos sin ningún rumbo. Vagó por la orilla de una carretera, se internó en un bosque y finalmente, llegó a un pequeño poblado para parar en un parque en el que se escuchaban lejanas risas de niños.

Con el alma muerta, su extraviado espíritu daba los primeros pasos hacia esa vida sedentaria, infrahumana que le había negado el poder cumplir su parte del trato.

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