Opinión

La Rama

Por Alejandro Mier


Capítulo I: El Caos
La tarde en la que Dulce María caminaba por las calles del centro de Veracruz era mucho más desoladora de lo que uno podría imaginar.
Apenas el reloj de la catedral había dado un campanazo anunciando las 5:30 de la tarde y ya amenazaba con oscurecer.
Dulce María se abrazaba y su andar, con la cabeza gacha, podría aparentar el de una ancianita muriendo de frío. Pero no, a ella no le importaba ni el temporal, ni las bolsas de comida chatarra con las que el viento jugaba, ahora elevándolas, ahora rodando a sus pies.
En realidad, la niña de apenas 10 años de edad, jamás había sufrido tan brutal choque con la realidad de un mundo frívolo, crudo, que ignoraba al viejito del chal que moría al no tener dinero para comprar sus medicinas; al joven de la silla de ruedas que ante la falta de respuesta de la gente, había desarrollado la facilidad de quedarse dormido con el brazo arqueado y la mano extendida; al caer alguna moneda, abría los ojos agradecido, pero esto sucedía muy pocas veces.
Por todo ello estaba acongojada Dulce María y al llegar a su casa, entre personas que iban y venían con mucha prisa en todas direcciones, notó que el único ruido que acompañó el resoplar del viento, fue la sirena de ambulancia que, poco a poco, se aproximaba.
-Pobre del abuelo, -pensó al pasar junto a él en el corredor de su casa y ver las arrugas tan profundas en sus pómulos.
Don Everardo ni siquiera notó su presencia, porque las noticias del televisor lo tenían pasmado.
-¡Ya oíste, Carmelita?, -gritó el abuelo, -estos bárbaros del congreso se siguen dando de trompadas en plena Cámara de Diputados, ¿qué va a ser de nosotros con tales representantes?
- Deberías apagar ese aparato, Everardo; no ganas más que para corajes y desilusiones…
-Carmelita aún no concluía la frase cuando a don Everardo ya lo golpeaba el siguiente segmento noticioso:
-¡Se están muriendo! ¡Pobres peces y aves marinas! ¡El hombre y su terco oro negro! Volvieron a derramar petróleo en el mar, ¿acaso pretenden acabar con la naturaleza?
Carmelita se interpuso entre el monitor y su esposo pero eso no impidió que todavía presenciaran la nota de la ola de robos de la noche anterior.
-Voy a apagar el televisor, Everardo.
El abuelo la miró con los ojos pequeños, como los arrugaba cuando algo le dolía mucho, y le respondió:
-¿Tú sabías que en países como Afganistán a los niños que roban les amputan la mano? -Y esta vez lo dijo muy bajito porque la voz se le cortó.
-Ya Eve, -le dijo la abuela acariciando su rostro, -deja ir ese sentimiento y anímate, ¿quieres?
-¡Espera!, ¡espera! Mira ese comercial. Vaya, eso si que es bello… ¡Es un anuncio de la navidad!
-¡Ya viene, Eve! ¿Ves? También hay muchas cosas bonitas que disfrutar. ¿Qué te parece si busco los viejos adornos y decoramos la casa? ¡Dulce María se alegrará!
-Pero, viejita, ya nadie arregla sus hogares, ¿qué caso tiene? ¿Qué no acabas de presenciar con tus propios ojos en qué estado se encuentra el planeta?, ¿te imaginas cuánta gente cenará sola en la Nochebuena, y cuánta ni siquiera tendrá que comer? Dime, ¡dime tú! ¿Dónde esta María?, ¿y dónde San José? ¡A nadie ya le importa el niño Dios!, ¿para qué festejar la navidad?
Esta vez, el abuelo si se revolvió en llanto. Dulce María lo escuchó desde su recámara y muy despacito, se acurrucó en un rincón de las escaleras para poder oír a los abuelos sin ser vista.
-¡No puedes pensar así, Everardo!, -contestó la abuela, -aún debe haber gente de buena voluntad en el mundo, ¡ten fe y esperanza!
-Claro, claro… -respondió más tranquilo don Everardo…- la Nochebuena, Santa Claus, los Reyes Magos… La Rama… ¿te acuerdas de La Rama, viejita?
-¿Cuál rama, tú?
-¡Sí! Aquélla que decía… –y el abuelo comenzó a cantar-: “Naranjas y limas… ¿qué seguía…?
-Ay, no sé de que hablas, esas ya son alucinaciones tuyas.
Dulce María, al oír la melodía, bajó a toda velocidad las escaleras y se le echó encima a don Everardo.
-¡Abuelo! ¡Abuelo! ¡Qué hermosa canción!, ¿me la enseñas?
-A ver, a ver… “Naranjas y limas…” qué más, qué más… ah, sí, creo que… “Limas y limones…” hasta ahí, ¡no recuerdo más!
-¡Qué lástima, se oía preciosa, muy alegre! Ni modo, -dijo Dulce María.
La tarde gris merodeaba por cada escondrijo del parque al que Dulce María acudió en busca de un poco de distracción. Desde la noche anterior, no paraba de repetir el contagioso y alegre ritmito de la canción del abuelo: “Naranjas y limas, limas y limones…”
Niños de todas las edades se entretenían en los juegos pero en realidad, desde hace tiempo, tenía la impresión de que no la pasaban muy bien; al contrario, peleaban por cualquier motivo y se mantenían en grupos aislados.
Dulce María se acercó con unos de ellos, de los más pequeños, y les preguntó:
-Oigan, ¿ustedes han oído esta canción?, y les recitó el pedacito que le cantara el abuelo.
-No, nosotros no la hemos escuchado pero quizá Roberto sí; él ya va en quinto de primaria, ¡él sabe todo!
Dulce María y los niños corrieron hacía donde se encontraban Roberto y sus amigos pero como ellos tampoco la recordaron, siguieron uno a uno a cada grupo hasta que todos quedaron reunidos en el centro del parque.
Al parecer, como que algunos se acordaban pero no con total claridad.
-¡Miren!, -dijo Pablito, -ahí vienen mis papás, a lo mejor ellos si saben.
-Es cierto, ¡vamos a preguntarles!, -dijeron felices, pero para su mala fortuna, la mamá de Pablito, después de escuchar malhumorada la canción de Dulce María, ignoró al resto del grupo y jalando del brazo a su hijo, le recriminó: ¡Qué tontería es esa de las limas y las naranjas! ¡Qué va! ¡Ándale para la casa!
Los chicos estaban muy desilusionados hasta que de repente, Ernesto, el gordito que siempre sonreía, les gritó:
-¡Hey¡, ¡esperen! Empiezo a recordar algo… hace tiempo la cantábamos… “Naranjas y limas…”
Verónica, que estaba trepada en un árbol, acompletó: -“…limas y limones…”
-¡Es cierto! Éramos tan felices y todo era luz: las casas, la iglesia, las tiendas… ¡Guau!, ¡qué maravilloso!
-¡Claro!, ¡es La Rama, La Rama! -Agregó el pecas, uno de los más chiquillos-, escuchen esto: ¡Naranjas y limas, limas y limones, más linda es la virgen que todas las flores!
-¡La recuerdo!, ¡la recuerdo! -Fueron gritando uno a uno, todos los niños.
Después de la algarabía, se sentaron nuevamente y con los pedazos que cada quien albergaba en su mente, como un enorme y querido rompecabezas, comenzaron a armar toda la canción de La Rama, pero, ¿cómo es que la habían olvidado?, ¿por qué los adultos simplemente la tenían borrada de sus cerebros?, y sobre todo, ¿qué harán Dulce María y sus amigos para rescatar la legendaria tradición?, ¿lo lograrán?, ¿a qué terribles peligros se enfrentarán?
Averígualo en nuestro siguiente capítulo: ¡La leyenda continúa!
 
 
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