Opinión

Política de principios

Por Juan José Rodríguez Prats


Desde mis primeros años como estudiante de derecho, me ha asombrado el portentoso ejercicio de sentido común que conformó a la jurisprudencia romana, en mucho con el sustento de la filosofía griega. La normatividad de dos instituciones básicas, la familia y la propiedad, aún hoy tienen enorme influencia. El pragmatismo y lo escueto del derecho anglosajón, con influencia de la costumbre y la tradición, son la causa del desarrollo y de la solidez de sus instituciones. El capitalismo de Estados Unidos se explica por un sólido Estado de derecho. Max Weber percibía una fuerte influencia de la ética protestante; el caso Marbury vs. Madison en 1803 concibe un principio cumbre: que todas las autoridades, sin esperar la decisión de una instancia jerárquica, tienen que respetar con todo rigor la Constitución. Recibió al paso de los años la denominación de “método difuso” (pero eficaz, agregaría yo) de protección, que explica en mucho una evolución exitosa en el proceso de consolidación de la gobernabilidad y la capacidad de resolver conflictos de su ejemplar vida democrática.

 Nuestra historia ha sido diferente. Tenemos una apariencia legaloide desde el inicio. Las Leyes de Indias, elaboradas con nobles principios humanistas, contrastaron con la circunstancia de nuestra condición de colonia, provocando que surgieran dos Méxicos: el legal y el real. Los mecanismos de defensa de nuestra Carta Magna se expandieron y degeneraron al convertirse en instrumentos eficaces para obstruir la aplicación de la ley. Se avasalló al Poder Judicial de las entidades federativas y se socavó gravemente la cultura de la legalidad, que consiste en la capacidad de todo ciudadano para percibir lo injusto, lo incorrecto, lo contrario a lo que prescribe la voluntad general. Pongo algunos ejemplos.

Un congreso legisla con dedicatoria. Esto es, para un caso individualizado, lo cual despoja a la reforma de su condición de generalidad, que es consustancial a una buena técnica legislativa.

El presidente de la Suprema Corte declara que esperará lo que digan sus colegas para asumir una decisión que no debería de generar ninguna duda y que riñe con el compromiso inherente al cargo que asumió.

Lo que no debió provocar ninguna controversia, pues como bien dice el proverbio romano, “en la claridad no hay interpretación”: 11 consejeros del Instituto Nacional Electoral decidieron, por mayoría, que dos candidatos a la gubernatura de Guerrero y Michoacán hicieron precampaña, hubo gastos, no informaron a la autoridad y por lo tanto se les cancela el registro. Esa decisión, apegada a la ley, tan obvia en una parafernalia burocrática, se somete a otro órgano colegiado integrado por siete juristas (es un decir) para analizar si la ley dice lo que dice. Surrealismo puro.

Ética, política y derecho están imbricados. Es difícil deslindarlos. No me convencen las distinciones kantianas de que la ética es autónoma y el derecho es heterónomo. Ambos son la conciencia de la política. Los tres conceptos pretenden orientar las decisiones y actitudes de los hombres hacia el bien común, conformado por un consenso social.

Sí, se percibirá rutinario y cansino afirmar que nuestra crisis es de gran calado y que el próximo seis de junio será una elección crucial. Sí lo es, y una de las tareas como consecuencia, una vez instalada la próxima legislatura, es darle dignidad a la representación nacional. En toda nuestra historia nunca se había reformado el derecho con tal frivolidad, estulticia y mendacidad. Lo han dicho respetables juristas y lo prueba la abigarrada acumulación de casos en todo el aparato judicial. Si la ley no es respetable, todo se vale y de ello nadie puede beneficiarse.