Opinión

Precoz

Por Alejandro Mier


El aire fresco de la tarde mece cadenciosamente la copa de los árboles. Esa paz, rara vez es interrumpida en aquel punto del bosque, pero ahora, el ave de presa observa curiosa la escena de la única cabaña cercana. Para la pequeña aguililla, comienza a volverse una función semanal.

Tras la ventana, William azota su látigo en el desnudo torso de su nueva víctima.

El grotesco hombre viste un conjunto negro de piel: camisa sin mangas amarrada con cordones laterales y unos calzoncillos ajustados que muestran sus blancas piernas. Un bozal con cuadros metálicos al centro, oculta su rostro.

La indefensa mujer está atada de manos y piernas a cada extremo de la cama. Una bola de billar dentro de la boca y un pedazo de tela rodea su cara, impidiéndole gritar.

Aterrorizada, mientras es castigada, detecta en el muro una mancha de sangre y cabellos de mujer. No es la primera presa. Sabe que la única esperanza de que el abominable cerdo no la viole, radica en que la ayuda llegue a tiempo. Y es que, al ser secuestrada, alcanzó a apretar la tecla del último número marcado en su celular: el de Pegy, su mejor amiga. “Por favor, por Dios santo, ¡qué esté escuchando!”

Tras una serie de chicotazos más, que ahora él también se propina en su propia espalda, el tipo se aproxima a ella para concluir su asqueroso acto, sin embargo, en cuanto su mano roza las sudorosas y ardientes caderas femeninas, su cuerpo lo sorprende dando leves espasmos para luego caer sobre ella, desfallecido.

Ella aguanta la respiración para no incurrir en la mínima provocación. Cree escuchar que el hombre llora y sospecha el motivo: por su pierna escurre un líquido viscoso.

Quizá el monstruo no tenga más fuerza para poseerla, pero siempre encuentra una sanguinaria forma de vengar su impotencia: toma el látigo y reinicia la tortura a ambos.

 

Más de veinte años atrás, William es apenas un niño de nueve años. Como cada jueves, ha venido a comer a casa la tía Sthepy. Él, se esconde debajo del comedor para ver sus calzoncillos al fondo de las regordetas piernas. En su mente William imagina que la tía sabe que él está ahí y complaciente se levanta la falda. Algo interrumpe su quimera: una tosca mano lo pesca de los pelos y lo saca de la mesa. Es su padre, que mientras la tía Sthepy suplica –no lo lastimes, ¡es tan sólo un niño precoz!–, lo arrastra a su habitación para propinarle tremenda tunda con su cincho.

A los trece años, el peor momento de la vida de William está por comenzar. Es medio día y al llegar a la cocina se encuentra con Allison, la sirvienta. Mientras trapea, la blusa le cuelga, dejando asomar dos deliciosos pechos. William la mira procurando no ser descubierto y breves minutos después, corre presuroso al baño. Está en plena faena masturbatoria cuando la puerta se abre abruptamente. Es su padre, que iracundo por sorprenderlo con los calzoncillos hasta los tobillos, de un certero golpe lo derriba partiéndole la nariz en dos. William puede resistir ese dolor e incluso los puntapiés que le llueven buscando sus zonas más vulnerables, mas lo que nunca podrá superar es la humillación de que su madre, hermana y hasta el oscuro rostro de la sirvienta, lo observen: no la nariz rota, no los golpes, sino la erección que se descubre entre la gordura del vientre.

Los murmullos de ellas y los insultos de su padre penetran sigilosos en su mente y arponean lugares precisos que quedarán para formar el “recuerdo futuro” y que cual ganzúas, permanecerán enganchadas por el resto de sus días como un coro maldito de voces.

Cada adoquín del pasillo de la preparatoria lo ha visto desfilar incontables veces rumbo a la cafetería. En su camino, William se detiene para echar un vistazo por la ventana del laboratorio de química. Ahí está Sue Helen, tan hermosa, tan radiante. Antes de que ella lo mire, William prosigue su paso; por ningún motivo ella lo volverá a despreciar con su rechazo. Nunca más. Tímido y retraído acude a la cafetería para apagar sus ansias a base de comida chatarra. Es una pena, su actual sobrepeso y los gruesos lentes de “fondo de botella” lo han convertido en el hazmerreír de la escuela. Olvidándose de eso, acude a un lugar solitario. Ha aprendido a masturbarse con gran rapidez para no ser descubierto y lo hace constantemente, en cualquier lugar.

Un par de años después, como por una bendición, en su empleo de repartidor de pizzas, conoce a Loren, una linda chica. Ambos logran vencer su timidez y comienzan a salir como pareja. Es perfecto, Loren es de principios anticuados y quiere llegar virgen al matrimonio. Esa es una tranquilidad para William. Jamás se había sentido tan bien en su vida y pronto la desposa.

Pequeñas gaviotas caminan presurosas por la arena de la playa que da a su habitación.

Para Loren, no puede haber noche más ideal. William respetó sin presiones su petición de no tocarla hasta la noche de bodas y hoy, Loren piensa recompensar a manos llenas su paciencia y caballerosidad.

William se recuesta a su lado, pero por más que lo intenta no consigue estimularse y el fantasma de la impotencia lo hace suyo. Tierna y comprensible, Loren lo consuela: “no te preocupes, es normal, mañana lo intentaremos...”

La tarde siguiente, William da un paseo por la playa. Al volver a la habitación, encuentra a Loren semi desnuda dormitando en la cama. William por fin consigue una erección y se acerca a ella con la esperanza de poder, por primera vez en su vida, culminar el acto. La ama, la desea, pero a medida que avanza hacia ella, su mente es atacada por mil escenas perversas: es su padre pateándolo; la tía Sthepy que al levantarse la falda le muestra un falo; Sue Helen, ¡la hermosa Sue Helen!, rechazándolo frente a la clase completa; Allison, la sirvienta negra, acercándole sus enormes pechos: “ten, hazme tuya... ¡si es que puedes!, ¡jajaja!”.

Antes de siquiera tocar a Loren, la eyaculación precoz lo vuelve a traicionar, moja la cama y su cuerpo se desguanza derrotado.

Loren ha despertado e intenta ayudarlo, mas es demasiado tarde. William se levanta, toma su cinturón y comienza a golpearla sin piedad. La hebilla choca una y otra vez contra cara y espalda. En determinado momento, William se empieza a golpear también a sí mismo. Loren aprovecha para huir sin rumbo fijo, para no volver jamás.

 

El Aguililla, en la cúspide del árbol, mueve con curiosidad la cabeza. Algo está sucediendo en la cabaña. Llegaron unos hombres uniformados, derriban la puerta y capturan al grotesco hombre del látigo y el traje de piel.

Mientras los policías lo desenmascaran, Sue Helen, su víctima, reconoce tras los pronunciados cachetes rosados y los lentes de “fondo de botella” a su viejo compañero de preparatoria: es él ¡el mismo William! No lo puede creer, parecía tan tímido, inofensivo, casi tierno.

Afuera de la cabaña, el aguililla no es la única que observa; también lo esperan las cámaras ansiosas de los reporteros que congelan su imagen, con el látigo, el ridículo traje sadomasoquista y esta vez, con el rostro descubierto. Sabe que es su fin. Tal vejación no tiene cabida en su frágil ser.

William se ahorcó en cuanto llegó a la cárcel. Fue en un sitio que conocía a la perfección: se colgó de una ducha del baño; y al hacerlo, contradictoriamente, su cuerpo lo despidió teniendo la erección más prolongada de su vida.

 

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